Ningún otro galardón confiere mayor crédito de integridad y respetabilidad moral que el premio Nobel de la Paz. Desde ahora, Al Gore, ex vicepresidente de Estados Unidos, ex candidato a presidente, ganador de un Oscar y adivino del cambio climático, ha ascendido al panteón de los pacificadores instaurado por Alfred Nobel, donde se reúne con lumbreras como Albert Schweitzer, el Dalai Lama, la Madre Teresa, Martin Luther King o Andrei Sajarov.
Sin duda, el Comité Nobel noruego se exponía a la polémica al laurear a Gore y al Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC). Su fallo se ha interpretado como un corte de mangas a George Bush, un refrendo para una ciencia dudosa o un tributo a los verdes. Pero eso no es justo: el Nobel de la Paz siempre ha sido provocativo.
Lo singular del premio de este año no es la polémica, sino que los laureados no han hecho nada por la paz. La premiada en 2004, la keniana Wangari Maathai, también era una ecologista, pero al menos era una activista en favor de los derechos de la mujer. Por lo que respecta a luchar por la paz, Gore y el IPCC no han hecho ni pizca. Ni siquiera han hablado de hacer una pizca. Por tanto, el verdadero premiado de 2007 es el “principio de precaución”: algún día podría pasar algo terrible en algún sitio. Así se desprende del comunicado de prensa del Comité:
“Unos cambios climáticos de amplio alcance pueden alterar y amenazar la condiciones de vida de gran parte de la humanidad. Pueden provocar grandes flujos migratorios y estimular la competencia por los recursos de la Tierra. Tales cambios supondrán una carga especialmente pesada para los países más vulnerables del mundo. Es posible que aumente el peligro de conflictos violentos y guerras, civiles o internacionales” (la cursiva es nuestra).
¿No tiene algo de insensato canonizar el principio de precaución? Lástima que el pobre Immanuel Velikovsky (1895-1979), el autor del bestseller Mundos en colisión, muriera demasiado pronto. Habría podido alcanzar el panteón por advertir a la humanidad del peligro de los impactos de asteroides. Imagínense la tormenta política que se puede formar si un asteroide aplasta la ciudad de Oslo.
Hoy día nos acechan tantas catástrofes. Por todas partes se ven desastres que amenazan traer nuevas violaciones de derechos humanos, mayor competencia y guerras. Las espantosas consecuencias de la epidemia de obesidad, la paidofilia, la epidemia de depresión, la pérdida de biodiversidad, la discriminación contra los homosexuales, el fundamentalismo religioso y no usar el hilo dental son amenazas que el comité del Nobel de la Paz podría considerar.
Conceder el Nobel por prevenir desastres que podrían ocurrir es señal de que el comité está corto de ideas sobre la paz. No siempre fue así. En 1997 otorgó el premio a la Campaña Internacional para Prohibir las Minas contra Personas y a su coordinadora, Jody Williams. ¿Se ha quedado ciego a la larga lista de auténticas causas como esa: el tráfico de mujeres, el trato a los refugiados, los abortos forzados, la persecución religiosa? Seguro que quienes luchan contra esas tremendas realidades son personas que, como estipuló Nobel, “han hecho lo más o lo mejor posible por la fraternidad entre las naciones, por la abolición o la reducción de los ejércitos permanentes y por la promoción de conferencias de paz”.
Quizás el problema básico del premio Nobel de la Paz es la filosofía que lo inspira. Presupone que se puede alcanzar la paz duradera mediante el activismo político y el progreso tecnológico.
Nobel era un escéptico en materia religiosa, un hijo de la Ilustración convencido de que el progreso tecnológico era el progreso humano. Creía incluso que la dinamita, el invento que le hizo rico, terminaría con las guerras. En 1891, 23 años antes de la carnicería de la I Guerra Mundial, escribió a la pacifista Bertha von Suttner que “tal vez mis fábricas pondrán fin a la guerra más pronto que sus conferencias: el día en que dos ejércitos pueden aniquilarse mutuamente en un segundo, sin duda todas las naciones civilizadas retrocederán con horror y licenciarán a sus soldados”.
El siglo XX ha desmentido una y otra vez esa insensata previsión. Premiar a los que denuncian el cambio climático no hace sino perpetuar el error de pensar que puede haber paz duradera sin una idea clara de justicia y una noción común de la verdad.