“Soy una chica transexual, […] y durante los cuatro últimos años he vivido un camino muy importante: el camino de mi felicidad. Estoy en el colegio Nuestra Señora de la Soledad, el cole de mi pueblo, y allí he tenido la suerte de que mis compañeros y compañeras han comprendido cómo soy desde el primer día”.
Tal fue la reciente intervención de Elsa, quien atraviesa un proceso de “transición de género”, ante la Asamblea de Extremadura. Por sus ocho años de edad, todavía no puede conducir, ni beber alcohol, ni emitir un voto válido en elección alguna, pero ya ha comenzado, con la anuencia de sus mayores –y con el aplauso de buena parte de los parlamentarios extremeños–, su “reasignación de sexo”.
“Una gran mayoría (80-95%) de niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género”
Se desconoce en qué fase del proceso se encuentra concretamente, pero la Sociedad Española de Endocrinología, en un Documento de Posicionamiento acerca de la “disforia de género” (DG), de 2015, aconsejaba cautela: “La persistencia [de la disforia] en niños es claramente menor que en adultos. Los datos de persistencia indican que una gran mayoría (80-95%) de niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género, dificultando con ello el establecimiento de un diagnóstico definitivo en la adolescencia”.
Cuando el proceso sigue el trazado esperado, a saber, la aplicación de bloqueadores hormonales de la pubertad y, posteriormente, a partir de los 16 años, la terapia con hormonas del sexo opuesto, un hipotético camino de retorno puede ser bastante complicado si se desea restablecer las condiciones físicas originales.
Aun así, hay personas –más de las que pudieran imaginarse– que lo han emprendido. Es una experiencia dura, por lo que lamentan la simplicidad con la que algunos facultativos les diagnosticaron disforia de género y empuñaron el bisturí para remediarla.
¿Mutilarse para ser feliz?
El pasado 30 de noviembre, en Manchester, Reino Unido, se celebró una conferencia internacional sobre “detransición de género”, en la que participaron mujeres que en algún momento se sometieron a procesos hormonales y quirúrgicos para convertirse en hombres, y que, una vez en su nueva condición, cayeron en la cuenta de que aquello no aliviaba su angustia interior, por lo que habían echado atrás la conversión. También asistieron psiquiatras y psicólogos que han conocido y tratado casos de DG.
Se escucharon historias como la de Charlie Evans, una chica especialista en ciencias, que empezó su transición y la detuvo únicamente antes del procedimiento quirúrgico de “reasignación de sexo”. “¿Cómo voy a quitarme mis pechos sanos, cuando he visto a mi madre perder uno de los suyos por el cáncer?”, reflexionó entonces.
Charlotte (su nombre original) tiene hoy 28 años y examina con más detenimiento los incidentes de su infancia –en concreto, un abuso en el ámbito no familiar– que la llevaron a sufrir DG. Por ello, durante el evento, se dirigió al colectivo LGTB para asegurarle que la detransición no va de odios ni fobias: “No nos motiva el odio, sino la solidaridad, la sororidad y un fuerte sentimiento de justicia”.
Otra participante, de nombre Kira, dijo que el haberse sentido chico la llevó a someterse a una doble mastectomía a los 20 años. La transformación, sin embargo, no ayudó a su autoaceptación. “¿Cómo puedo amarme a mí misma si estoy sacrificando mi salud con el objetivo de cambiar completamente mi ser?”, se preguntó.
Para el observador no experto, una pregunta razonable sería cuántos casos de este tipo –de “rectificación”– pudiera haber entre la población transgénero. Y hay alguna estadística, como la aportada por el U.S. Transgender Survey, de 2015, que recogió datos de casi 28.000 personas de ese colectivo en EE.UU. Según el estudio, un 8% de los que habían iniciado su transición habían vuelto atrás en algún momento del proceso. Preguntados por las razones de esa decisión, un 36% dijo haberlo hecho por presión de sus progenitores; un 5%, porque se había dado cuenta de que la transición no era para ellos, y un 4% porque la solución propuesta no reflejaba realmente la complejidad de su identidad de género.
Solo que no están todos los que son.
Por la vía rápida
Carey Callahan, terapeuta familiar, de Cleveland, hizo la transición hacia el sexo masculino, se inyectó testosterona durante meses, y durante cuatro años se identificó como hombre. Pero en su trabajo en una clínica para adultos trans pudo constatar las consecuencias de la ligereza con que se recomienda la “reasignación de sexo”.
En muchos casos de disforia no se aplica al paciente el test de salud mental que recomienda la World Professional Association for Transgender Health
En The Economist, Callahan cuenta que una noche, en la clínica, recibió la llamada de una mujer, asistente de una trans de nombre Betty, a quien esta última amenazaba con un cuchillo en su casa. El episodio psicótico no llegó a mayores. “Betty –añade– padecía una esquizofrenia paranoide mal controlada, y a menudo llamaba a la clínica agitada, a veces susurrando y otras gritando que había agentes del gobierno que la perseguían”.
¿Era acaso la sensación de estar “atrapada en un cuerpo masculino” el verdadero trastorno de Betty? Callahan lo duda. Pero la clínica cumplía con el protocolo del ‘consentimiento informado’ y se limitaba a proveerles a los pacientes trans las píldoras masculinizantes o feminizantes que estos pidieran, sin mayores requisitos o controles. Si, según explica, el consentimiento informado implica que el facultativo ponga en conocimiento del paciente los riesgos y beneficios de un tratamiento, cuando se aplica en EE.UU. en los casos de transición de género no se pide información clínica sobre la persistencia de la disforia, más allá de lo que el paciente dice de sí mismo y su disposición para la intervención médica. También, con muchísima frecuencia, deja de aplicarse al interesado el test de salud mental que recomienda la World Professional Association for Transgender Health.
“En mi clínica creíamos firmemente en el consentimiento informado, y no te mareábamos con preguntas si ya tenías 18 años; incluso si no tenías con qué pagar el tratamiento, recibías las hormonas. Solo firmabas que entendías que, pese a los beneficios de la terapia de sustitución hormonal para muchos trans, los riesgos a largo plazo eran ampliamente desconocidos”.
Según la terapeuta, a la clínica no le importaba demasiado el trastorno mental de Betty, ni que la reasignación de sexo pudiera provocarle un mayor estrés y aislamiento. “La actitud del equipo médico hacia ella y hacia otros pacientes que recibían hormonas mientras lidiaban con enfermedades mentales severas, fue una profunda falta de interés sobre si un factor afectaba al otro”.
Los incidentes de este tipo convencieron a Callahan de abandonar la clínica y hacer su detransición. En cinco años, ha conocido a cientos de personas que han dado el mismo paso; personas que han descubierto –en pleno proceso hormonal y quirúrgico– que, tras su presunta disforia, lo que había era un trastorno del espectro autista, una disociación debida a un trauma o un trastorno de identidades múltiples.
Miedo entre los terapeutas
Que un 8% de personas “reasignadas” o en camino de serlo haga la detransición, pudiera bastar, en cualquier otra área de la medicina, para echar el freno y examinar qué está yendo mal en cuanto al diagnóstico inicial. Aquí, sin embargo, a nadie le quita el sueño.
Pero a Callahan le parece que incluso los números publicados por varios estudios se quedan por debajo, pues en no pocos casos lo que hacen es llevar la cuenta de los pacientes que regresan a la misma clínica que les hizo la transición a informar sobre su decisión de hacer el proceso inverso, pero no de quienes no vuelven y se van a otros centros a someterse a este. “¿Por qué habrías de volver a un hospital o a un médico que, en tu criterio, te ha ayudado a mutilarte?”, se pregunta.
Por otra parte, la terapeuta señala el peso del tabú: la detransición sería tan “rara” que, investigar cuántos la emprenden y sus motivos para hacerlo, se considera “hiriente” y “transfóbico”. Justo por ello, en 2017, la Bath Spa University, del Reino Unido, descartó de plano una propuesta de investigación que tenía por objetivo recopilar historias de personas en proceso de detransición o que lo hubieran culminado.
Con claridad: hay miedo. Dos de los expertos que tomaron la palabra en la conferencia de Manchester lo admitieron. El Dr. David Bell, psiquiatra de un prestigioso centro londinense de atención a personas trans, apuntó que a muchos de sus colegas les preocupa ser calificados de “transfóbicos” o acusados de “delitos de odio”, mientras que la Dra. Anna Hutchinson, psicóloga clínica, advierte que, solo por pedir que se investigue más en casos concretos, a uno le puede caer arriba el amenazante calificativo. “¿Cómo va a ser transfóbico pedir mejores estándares de atención? Yo quiero mejores estándares de atención a los niños con disforia”, aseguró, mientras que otro médico, que prefirió no dar su nombre, se quejó de que “nos han aconsejado no usar los términos detransición o desistir”.
Quizás precisamente por ello, por la falta de alertas profesionales, algunos pacientes ponen rumbo hacia el “sexo sentido”. Y naufragan. “Mis amigos y mi familia me apoyaron en mi transición –dice Grace Lidinsky-Smith, una joven en proceso de reversión a su sexo biológico–. Ellos querían verme feliz, y habían sido educados en el transactivismo lo suficiente como para saber que cuestionarme hubiera sido considerado ‘muy transfóbico’”.
La doctora le dio vía libre sin mucho trámite, sus familiares se callaron, y hoy Grace lamenta tanta condescendencia: “Solo fui una rata de laboratorio”.
Pero para esta valiente afirmación no hay aplausos.