Es notoria la multiplicación de demandas por parte de pacientes descontentos con la atención médica. Esta litigiosidad tiene, según el Dr. Antonio Pardo, una razón de fondo: la excesiva tecnificación de la medicina. El Dr. Pardo, del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra, expuso esta tesis en las XIII Jornadas de Bioética (26-27 octubre 2001), organizadas por la misma universidad.
El Dr. Pardo señala que, en los actuales planes de estudios de las facultades de Medicina, «la enseñanza está polarizada hacia lo científico-técnico de una manera brutal». Las disciplinas que se podrían denominar «humanísticas» suponen solo el 4% de la carga docente, en el mejor de los casos.
Por una parte, es lógica la abundancia de enseñanzas técnicas, por el rápido progreso de los conocimientos científicos sobre el organismo en los últimos decenios. En cambio, no resulta razonable que «no se haya hecho un hincapié especial en los aspectos humanos del enfermar».
Es cierto que recientemente se registra un notable interés por la bioética. «Pero no nos llevemos a engaño: dicho auge [de la bioética] es auge de la perplejidad ante situaciones clínicas inéditas o soluciones técnicas que de repente aparecen como factibles tras haber estado en el mundo de los sueños durante décadas. No ha habido un crecimiento paralelo de la maduración ética de nuestros técnicos».
Así, «la relación interhumana que se situaba clásicamente en el fundamento de la terapéutica pasa a ser una cuestión periférica, de mera buena educación». Parece como si los médicos no necesitaran ya conocer a sus pacientes, sino solo saber interpretar análisis y radiografías. Entonces, la finalidad y la práctica de la medicina se asimilan a las de cualquier actividad técnica. Entre médico y paciente se instaura una nueva relación, en la que «se ponen en juego los deseos del cliente y los del productor (que engloban los problemas económicos del proceso de producción)».
Pero este tipo de relación solo resulta adecuada entre iguales: entre «personas adultas, capaces (…), que deciden autónomamente sobre sus propias vidas». De este modo, «si la Medicina queda reducida a una profesión del sector servicios, solo podrá desarrollar adecuadamente sus prestaciones con quien pueda entrar en contacto con ellas de modo libre y autónomo».
Tal planteamiento no responde a la realidad. «El enfermo, el verdadero enfermo, con limitaciones motoras, intelectuales, cognitivas, etc. (…) no es un individuo autónomo que inicia una relación con el profesional sanitario por propia voluntad, sino que, en todo caso, es llevado al médico por sus familiares». «El enfermo es, por definición, un ciudadano en inferioridad de condiciones, que no puede desarrollar su vida cotidiana debido a la enfermedad, y se ve obligado a solicitar ayuda a quien puede proporcionársela, el médico».
La tecnificación transforma las actitudes tanto de pacientes como de médicos. El enfermo convertido en cliente «busca resultados: es lo que se espera de una actuación técnica competente. De aquí se sigue un afán pleiteador de los pacientes que los medios no hacen más que airear en sus casos más dramáticos y extremos: no queda lugar para el accidente desgraciado, la casualidad, el error médico involuntario».
También los profesionales sanitarios pasan a moverse por la obtención de resultados. «No interesa el enfermo, interesa el cuerpo del enfermo y cómo producir en él los cambios deseados. El paciente pierde su nombre para pasar a ser ‘el de la 28-dos’, o a denominarse por la enfermedad que padece (‘he tenido una vesícula’)». Y cuando la práctica médica queda así despersonalizada, «no es de extrañar que la manifestación por parte del enfermo de peculiaridades que, por así decir, ‘rompen el proceso de producción’, por expresar creencias, preferencias personales, miedos, etc., solo consiga que el paciente sea considerado un caso difícil y se le esquive en vez de atender sus peticiones».