Afirmar que los dispositivos digitales son un medio inocuo –todo depende de cómo los usemos– es un lugar común… cada vez más discutido. La sospecha es que no pueden ser tan neutrales cuando hacen que, en las sociedades que los adoptan de forma masiva, prevalezcan unos hábitos sobre otros.
Nicholas Carr, conocido por sus libros Superficiales y Atrapados, fue uno de los primeros en detectar cómo Internet nos está cambiando. En una reciente entrevista para El País Retina, vuelve a insistir en una de sus ideas fuerza: “Es una tontería pensar que la tecnología es neutral. Tiene un sesgo, nos empuja a comportarnos y a pensar de una manera determinada”.
Pone el ejemplo de Internet, que propicia el consumo de mucha información a gran velocidad y dificulta, con diversos estímulos, la inmersión en textos largos. De ahí que lo vea como un medio “que socava el pensamiento profundo”. Ciertamente, somos libres para resistir a la presión. Pero su experiencia y la de otras personas habituadas al trabajo intelectual muestra que no es tan fácil.
La fuerza arrolladora del tsunami digital está debilitando en la sociedad otros hábitos, al priorizar las conexiones digitales frente a las conversaciones cara a cara, la escucha y la empatía (Sherry Turkle); la dispersión frente a la atención (Daniel Goleman, Clifford Nass); la impaciencia frente a la espera (Andrea Köhler); el afán de dominio frente a la acogida de la realidad (Fabrice Hadjadj); el ruido frente al silencio (card. Robert Sarah); el consumismo automatizado frente a la reflexión crítica (Jaron Lanier, Lamberto Maffei, Luciano Concheiro)…
A estos diagnósticos se les puede oponer rápidamente una lista de ventajas que aporta Internet. Pero el cálculo de ganancias y pérdidas no resulta sencillo, porque algunas de las libertades que trae la tecnología son de orden diferente a las que debilita. Por ejemplo, la libertad de hacer más gestiones desde el móvil no puede compensar la disminución de la capacidad para escuchar (y mirar) a los demás: la primera no pone en juego tan decisivamente nuestra condición humana; la segunda, sí.
Si los medios digitales tienden a empujarnos fuera de nosotros mismos a través de la dispersión, habrá que hacer más por volverse hacia adentro
Por eso, la equidistancia es engañosa. Claro que podemos usar los smartphones tanto para acercarnos como para alejarnos de los demás. En este sentido, es cierto que depende de cómo los usemos. La cuestión es si hay algo intrínseco a ellos que nos cambia por dentro y como sociedad. Turkle, psicóloga clínica y socióloga del Instituto Tecnológico de Massachusetts, lo tiene claro: nuestros teléfonos son “potentes aparatos psicológicos que cambian no solo lo que hacemos, sino lo que somos”.
“Siempre, contigo”
Un primer paso para salir de la espiral vertiginosa de los medios es comprender su dinámica, como aconseja en su libro Comunicación efímera Montse Doval, periodista y profesora en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la Universidad de Vigo. Al vivir inmersos en los medios, explica a partir de Marshall McLuhan (1911-1980), nos cuesta advertir lo que nos hacen a un nivel profundo. He ahí un sesgo: percibimos rápidamente las ventajas que nos trae la tecnología y, fascinados, caemos en su uso ritual, inconsciente; en cambio, tendemos a ignorar sus efectos negativos. El hecho de que sean invisibles, los hacen “más perjudiciales para nuestra libertad”.
A quienes niegan las presiones de los medios digitales, hay que recordarles el empeño de las empresas tecnológicas por estar siempre al lado de los usuarios, disponibles en sus bolsillos y en cada vez más partes del cuerpo. Como decía un lema de Mitsubishi Electric: “Siempre, contigo. Tecnología con la que puedes contar”. Y lo mismo vale para cada vez más empresas cuyo modelo de negocio depende de nuestra atención.
Doval lo ilustra con dos citas significativas. En 1951, McLuhan dice a propósito de la publicidad: “Nuestra era es la primera en la que miles de las mentes individuales mejor entrenadas han convertido en un negocio a tiempo completo entrar en la mente pública colectiva”. En 2011, Jeffrey Hammerbacher, antiguo jefe de datos de Facebook, constata: “Las mejores mentes de mi generación están pensando en cómo conseguir que hagas clic en un anuncio. Y eso apesta”.
Hacia adentro
Una vez que hemos tomado conciencia del sesgo, cabe plantearse una estrategia de compensación. Si los medios digitales tienden a empujarnos fuera de nosotros mismos a través de la dispersión, habrá que hacer más por volverse hacia adentro.
Es lo que propone Tanguy Marie Pouliquen, profesor de filosofía y teología en el Instituto Católico de Toulouse, en Transhumanismo y fascinación por las nuevas tecnologías. El retorno a la interioridad supone reafirmar la “propia condición humana para seguir dominando la técnica”; es buscar “la verdadera conexión, la que nos relaciona en el silencio con nuestro ser profundo, nuestro corazón, con el otro, con Dios”.
En su llamada a recuperar el gusto por la contemplación, Pouliquen sigue de cerca la advertencia del filósofo francés Gustave Thibon (1903-2001), quien murió antes de ver el boom de las redes sociales: “El hombre de mañana tendrá tanta más necesidad de meditación cuanto más se verá inclinado a la acción, para hacer contrapeso a la acción, y para darle un sentido y escapar de la dispersión, del desmigajamiento interior (…) La fuerza misma de que dispone el hombre moderno hace imperiosa la exigencia de vida interior”.
La equidistancia es engañosa, pues algunas de las libertades que trae la tecnología son de orden diferente a las que debilita
Regresar a la interioridad es cultivar los hábitos que más nos humanizan: el asombro, la reflexión, el silencio, la oración, la acogida… Aquí viene muy bien la imagen del jardín que emplea Byung-Chul Han en Loa a la tierra, recién publicado en español. El jardín es un espacio físico real, en el que el filósofo surcoreano lleva trabajando unos años. Pero también puede verse como una poderosa metáfora que evoca un espacio íntimo de resistencia frente a la revolución digital.
“Desde que trabajo en el jardín percibo el tiempo de manera distinta. Transcurre mucho más lentamente. Se dilata”. La experiencia de la lentitud ayuda a Byung-Chul Han a entrenarse en la paciencia y la espera. También le enseña a abrirse a la realidad y a sus límites: “El tiempo del jardín es un tiempo de lo distinto. El jardín tiene su propio tiempo, sobre el que yo no puedo disponer. Cada planta tiene su propio tiempo específico”.
Adentrarse en el jardín es escapar del ruido. “En el jardín yo creo silencio. Estoy a la escucha”. Y en él aprende a “brindar asistencia”, a cuidar lo indefenso y lo inútil, lo que no produce resultado: la vida y la belleza de las plantas. Por eso, el viaje interior al jardín le devuelve –transformado– a la existencia real, al contacto “con lo material, con los aromas, con los colores fragantes, sobre todo con la gravedad de la tierra”.
El jardín de Byung-Chul Han materializa un atractivo ideal, al que intentar aproximarse.