El Japón en Los Ángeles (Foto: Jesús Madriñán)
Más de cien obras de Amalia Avia (1930-2011) conformaron el itinerario propuesto por la sala Alcalá 31 (Madrid). La exposición facilitó hacer una reflexión sobre el interesante y prolífico legado que nos dejó la pintora y fotógrafa. La académica, catedrática y comisaria de la muestra, Estrella de Diego, ha señalado que era necesaria esta retrospectiva de Avia para valorar su obra en un contexto más certero, lejos de las etiquetas que la incluían en la escuela realista de los años 50.
Amalia Avia es la artista de la mirada a corta distancia, de la realidad fragmentada, de los retazos que magnifica, de las tradiciones de su pueblo natal, de las ciudades vaciadas, del Madrid gris de posguerra o el de los edificios emblemáticos. Pero también es la artista de la poética encontrada en la cotidianidad: un mercado, la espera del autobús, el trajín del metro o el interior de las casas con muebles y objetos que desvelan la identidad de sus habitantes.
La creadora nació en el año 1930 en el pueblecito toledano de Santa Cruz de la Zarza, aunque su infancia transcurrió en Madrid. Siendo aún una niña, vivió la Guerra Civil y tuvo que enfrentarse a la trágica pérdida de su padre, que fue fusilado por el bando republicano, y luego a la enfermedad y muerte de dos hermanos. Fueron para ella años duros, que motivaron su regreso al pueblo. El luto marcó esta época de sufrimiento que se hace patente en su obra y que la mantuvo recluida en casa.
En la década de los 50 regresó a Madrid y comenzó a formarse en el estudio de Eduardo Peña, mientras en horario nocturno acudía a las clases del Círculo de Bellas Artes. Fue entonces cuando entró en contacto con los pintores realistas de su generación: Antonio López, Julio y Francisco López Hernández, Isabel Quintanilla, Carmen Laffón y Enrique Grau Santos. En los mismos años conoció a Lucio Muñoz, el pintor informalista y abstracto con el que se casó en 1960 y con quien formó una gran familia. “Lucio me ayudó mucho a ser lo que soy –comentaba la artista–. Creo que mi timidez no me habría permitido tener una carrera mejor sin Lucio. No me veo yendo con mis cuadros de galería en galería; son muchas las angustias del pintor, la venta…, demasiadas cosas”.
La pintura, de la mano de la fotografía
Sus primeras pinturas fueron exteriores con personas que no tienen la singularidad de un retrato; son más bien parte de una masa que transita cotidianamente por esos lugares. Con el paso del tiempo, Avia dejó de representar la figura humana en sus creaciones, aunque lo humano siguió latente en su obra a través, por ejemplo, de un negocio particular o de los objetos cotidianos de una casa donde se adivinan las emociones de sus habitantes. A partir de los años 70 se centró en las ciudades vaciadas, y después llamarán su atención los interiores deshabitados. “Mi pintura no es hiperrealista, no busca la perfección técnica, sino ser capaz de reflejar la huella de lo humano, de esas vidas anónimas que tanto me atraen”, explicaba.
“Pinto lo que no puedo fotografiar”
Para entender mejor este carácter conceptual propio de la pintora es importante conocer su proceso creativo. En primer lugar, debemos resaltar la relevancia que adquirió el soporte de madera en sus creaciones. Este material le daba una gran libertad a la hora de expresar el componente temporal inherente en toda su obra –la materialidad erosionada y las imágenes de una realidad a punto de extinguirse fueron parte de la iconografía de la artista–. Avia utilizaba con frecuencia la espátula, además de papeles que iba pegando y despegando cuando el óleo aún no estaba seco. Con esta forma de trabajar obtenía unos espectaculares estarcidos que daban a su pintura la oxidación encontrada en una verja o los desconchones de una fachada en ruinas. En otras ocasiones, rociaba la madera con aguarrás que luego quemaba, con lo que obtenía el deterioro producido por los años –en este proceso se ve la influencia de su marido Lucio Muñoz, el pintor abstracto que trabajó la madera en diferentes acabados como el arañado, el quemado, el tallado o el enmohecido–.
La gran afición que la pintora toledana sintió por la fotografía terminó siendo un valioso instrumento de trabajo: era el paso previo a la idea que finalmente se materializaba en el cuadro. Por esto, debemos destacar que en Avia la pintura y la fotografía se entrelazaban en traducciones sentimentales que se alejan de una concepción fría. En ella hay un ineludible componente emocional: “Pinto lo que no puedo fotografiar”, comentaba la propia artista.
En la exposición se exhibe parte del archivo familiar, compuesto por cientos y cientos de fotografías que ayudan a visibilizar el proceso creativo de la pintora. A veces partía de una sola fotografía; otras, de imágenes fragmentadas y unidas, pero nunca hacía copias literales: se trataba más bien de orientaciones muy libres que plasmaba en los cuadros y que reflejaban su peculiar forma de mirar la realidad. Se sabe que aquel cajón de su cocina estaba siempre repleto de fotografías que guardaba cuidadosamente hasta que les llegase el turno. Cuando ya había trabajado sobre ellas, las cambiaba al aparador del cuarto de estar, dando así por concluido el trabajo.
En el Madrid de la posguerra
Camilo José Cela dijo de la artista que era “la pintora de las ausencias, la amarga cronista de Madrid. Por aquí pasó la vida marcando su amargura e inevitable huella de dolor”. Ella misma confesó en alguna ocasión que conoció “la guerra, lutos, hambre…”. Es indudable que en Avia hay algo de Benito Pérez Galdós: ambos realizaron una acertada crónica de Madrid. Por las calles, iglesias y locales de la capital paseaban los personajes galdosianos, mientras que el legado de la pintora es un relato visual teñido de nostalgia. Los tonos grises, pardos y oscuros sumergen a la ciudad en un estado emocional de posguerra, con negocios de antaño y edificios en ruinas que reflejan un tiempo a punto de extinguirse.
Es una crónica de barrios sin jerarquía que va desde Ciudad Lineal al distrito de Salamanca, de la Puerta del Sol a un callejón de Malasaña… y, entre medias, nos deja pequeñas esquinas de calles erosionadas que, cuando son miradas de cerca, se transforman en sutiles abstracciones. Pero no acaba aquí el relato iconográfico: los carteles publicitarios y, sobre todo, las puertas fueron para Avia una fuente de inspiración –muchas puertas, puertas de casas que veía y cuyo interior trataba de imaginar–. La obra de la artista, como venimos insistiendo, no tiene nada que ver con una realidad copiada que se agota en su propia realidad.
Verdaderamente era otra época: con Avia viajamos en el túnel del tiempo a un momento de posguerra y precariedad material. La artista nos dejó una completísima crónica visual de Madrid. Reflejó, por ejemplo, la cervecería La Bobia, convertida en telón de fondo de gente esperando el autobús; una misma espera que repite en la marquesina de la Puerta del Sol. También son dignas de mención la verja de entrada al Ministerio de Educación, que es detallada en su bellísima factura, al igual que el fragmento sesgado del Palacio de Cristal; la Puerta de Alcalá o la poderosa diagonal del barrio de Lavapiés son otros dos ejemplos de este relato en primera persona trazado por la artista.
Ahora bien, no todo es Madrid. Avia inmortalizó con sus pinceles los elegantes edificios parisinos. La ciudad del Sena le gustaba tanto a Amalia, que el matrimonio decidió comprarse un apartamento allí. Fueron años muy felices para ellos, que se truncaron con la muerte de Lucio en 1998; desde entonces, la artista jamás regresó a París.
“La gran revolución de las mujeres no está en hacer lo mismo que los hombres, sino en conseguir cambiarlos”
Si avanzamos por la exposición, encontraremos los cuadros de interiores: muebles, aparadores, un elegante sillón isabelino con una llamativa tapicería floral, etc. Entre ellos destacamos el que la artista dedicó a su casa. En él se evidencia el antiguo recurso del cuadro dentro del cuadro, con la presencia del Guernica reinterpretado en 3D y colgado en una de las paredes. Este bien traído homenaje a Picasso es una coincidencia con la celebración del año 2023 dedicado al pintor. Interesante también es la habitación de Cristina Alberdi, donde el silencio parece cobrar protagonismo en medio de una cama deshecha y ropa sin recoger, que muestra un momento cotidiano marcado por la prisa.
Amalia tuvo la inteligencia de forjarse un nombre propio en el panorama artístico del momento y prueba de ello es que su obra formó parte de los fondos de las mejores galerías del momento –Juana Mordó, Biosca, Juan Gris o Leandro Navarro–; incluso abrió su propio estudio junto a otras artistas. Era una época en que las mujeres no lo tenían fácil; además, en su caso, Lucio Muñoz era el pintor consagrado: ella estuvo en la sombra y siempre se alegró de los éxitos de su marido. Avia pensaba que “la gran revolución de las mujeres no está en hacer lo mismo que los hombres, sino en conseguir cambiarlos, conseguir acabar con su machismo en lo afectivo y en lo doméstico”.