Juan Muñoz, (1996); vista de la instalación en la Sala Alcalá 31 (foto: Guillermo Gumiel)
Hay películas en las que nada es lo que parece. Tan solo un giro repentino en la trama narrativa puede hacer revertir una situación y descubrir al instante que en realidad todo aquello que pensabas era un engaño. Ese riesgo forma parte de cualquier visionado cinematográfico. Cuando alguien se sienta a ver cine, ya sabe que durante el transcurso de la película está en inferioridad de condiciones, y se expone a las intenciones del artista narrador. Algo parecido ocurre en Todo lo que veo me sobrevivirá, una exposición que conmemora los setenta años del nacimiento del artista madrileño Juan Muñoz, fallecido prematuramente a los 48 años, cuando se hallaba en la cima de su carrera como escultor.
Juan Muñoz (1952-2001) estudió en la Escuela Central de Arte y Diseño de Londres, ciudad en la que, junto con Nueva York, completó su formación hasta 1981. Tras sus estudios, fue comisario de varias exposiciones y crítico de arte. Su obra, aunque tardía, fue fruto maduro de un periodo largo de reflexión. Cuando acababa de recibir el Premio Nacional de Artes Plásticas, y en el mismo año de su muerte, obtuvo el reconocimiento internacional al exponer su obra Double Bind en la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres. Todo un hito para un artista, pese a que lamentablemente fuera su última exposición.
La primera de todas fue en 1984, en una década, la de los ochenta, en la que se propuso rescatar –a pesar de ir a contracorriente– la figuración escultórica. En su obra predominó el control del espacio, concebido con una visión neobarroca, y con un telón de fondo –sostenido en el tiempo– de recuperar la figura humana como eje principal de su escultura. Su actuación artística se centró sobre todo en la instalación. Un terreno en el que se movía con soltura, al tiempo que sus obras ganaban en escala y en una mayor carga psicológica. Como un mago ilusionista, jugaba con la percepción de los espectadores. Él admiraba el ardid y la elegancia con la que los prestidigitadores y estafadores conseguían engañar a la gente haciéndoles ver algo que no existe. Muñoz estaba convencido de esto: “¡La explicación tiene tanta magia como el propio truco!”.
El artista madrileño logró no solo renovar la escultura contemporánea, sino convertirse en un experto en el tablero de juego: un auténtico jugador de cartas que sabe guardarse un as en la manga para variar el resultado de la partida en el momento más adecuado. Inventó no solo su propio vocabulario escultórico, sino sus propios personajes, como los vigilantes tentetiesos, Two Watchmen (1993), una suerte de centinelas, con una base contrapesada y semiesférica, que recuperan siempre su posición inicial.
Entre sus personajes están también los enanos, como Sara con vestido azul (1996), o el vigilante ensimismado de Schwelle (1991), situado ante una columnata de fustes torsionados en espiral, capaz tanto de atestiguar el cruce del umbral como de ignorar al espectador. Estos contrapuntos psicológicos que cobijan sus esculturas, las envuelve en una atmósfera de intriga parecida a la de una película de suspense o la de una obra teatral.
Una instalación de instalaciones
La exposición Todo lo que veo me sobrevivirá abarca los últimos diez años de su obra, y en realidad es una “instalación de instalaciones”. El marco es excepcional: la sala central del antiguo edificio de Alcalá 31, en Madrid, del arquitecto Antonio Palacios, la cual configura tanto un recorrido original como un espacio diáfano, a doble altura, y ad hoc para su instalación principal, Plaza (1996). Un conjunto de veintisiete esculturas de asiáticos sonrientes, vestidos todos iguales y relacionados unos con otros. Una especie de encuentro al que el espectador ha llegado tarde y en donde se ha contado algo –aparentemente, con gracia– que ha logrado contagiar la risa a todos, pero no se sabe qué es, ni cuándo ha sido. Una situación que da lugar a todo tipo de conjeturas o interpretaciones: ¿qué chiste me he perdido?, ¿por qué se están riendo?… El escultor está jugando con el extrañamiento: ese efecto cotidiano habitual en las ciudades de tropezarse y relacionarse con gente desconocida. A la vez parece hablar de la sociedad masificada, de esa masa anónima e impersonal, carente de conciencia propia, moldeable por cabecillas hábiles, y amiga de los espectáculos o los tumultos.
Las instalaciones de Muñoz te van interpelando; cada una a su manera y a su escala, son espacios diferentes en los que el tiempo se detiene y el espectador no tiene más remedio que interrogarse: ¿qué está pasando aquí?, ¿qué historia me está contando?… A veces crees saberlo de golpe y adivinarlo de inmediato, como ocurre cuando te encuentras con un coche volcado, Loaded Car (1998). Desde lejos, por la propia posición, se intuye con rapidez que la escultura metálica es de un vehículo accidentado, y parece no ser más que eso. Pero no: al acercarte descubres otro mundo en su interior, el cual no voy a revelar para no estropear la visita.
Otras veces, tiene truco y hay que adivinarlo, como en el reflejo de los espejos Allo specchio (1997), donde juega con la máscara y la mueca del rostro. Es un reto con el espectador, a quien se le otorga ser protagonista, en algunas ocasiones, para ver y, en otras, para ser visto. “Me gusta la posibilidad –decía Muñoz– que tiene la escultura de ser una gran emoción, de construir, como los poetas y los músicos, un lenguaje de emociones”. Las suyas son instalaciones que sacuden emocionalmente y enganchan al espectador, al que obligan a fijarse con detalle, al que impelen a resolver la intriga de lo que está viendo. Son obras en las que se cuestiona desde la condición deambulante del hombre hasta la dificultad de movimientos, como en Carpet Piece III (1989), tres hombres aprisionados en una alfombra.
Superposición de ficción y realidad
El plato fuerte de la exposición se distingue nada más franquear la entrada, que se encuentra custodiada por Dos centinelas sobre suelo óptico (1990). Sobre el gran ventanal del espacio central, se recorta la escultura de un hombre de facciones asiáticas, como los citados anteriormente, que da vueltas suspendido en un cable. Se trata de una instalación: Con la corda alla bocca (1997), en la que un inquietante personaje sobrevuela la instalación del espacio central, y del que no se sabe su condición de trapecista hasta que ves que su cuerpo pende de una anilla aprisionada por su boca.
Esa superposición entre ficción y realidad, entre peligro y seguridad o entre lo revelado y lo oculto, está presente en toda la obra de Muñoz. Es, sin duda, una buscada concesión al ilusionismo, que le lleva a crear espacios sorprendentes y teatrales. Detrás, está su empeño en hacer ver que la realidad no es sino un modo de representación. No es extraño que el documental biográfico que le dedicó RTVE con motivo del décimo aniversario de su muerte en 2011, se titulase: “Juan Muñoz, poeta del espacio”. Tal vez la ilusión y el engaño, los trucos de mago y su inteligencia crítica, sirvan también para alertar de los peligros de la ficción, aunque en gran medida se revelan como metáforas del quehacer artístico.
Esta exposición, que terminará el 11 de junio, tendrá su continuación en el Museo Centro de Arte Dos de Mayo, de Móstoles, Madrid, entre junio y noviembre de 2023, con una muestra que incluirá diversas instalaciones, esculturas, dibujos y pinturas de Juan Muñoz, de la primera década de su trayectoria.