Fotos cedidas por MAD
La exposición de Gustav Klimt en el espacio de arte digital MAD es una producción inmersiva que ilustra las obras del artista y los edificios vieneses decorados por él. La puesta en escena es muy ambiciosa, y en ella la música tiene un papel protagonista que enfatiza la belleza de las obras exhibidas; es también un guiño al pintor, ya que en sus creaciones siempre estaba latente este arte.
En una ocasión, un periodista preguntó a Dalí por el futuro del arte y este contestó. “El futuro del arte será cibernético”. El pintor catalán no se equivocaba. En MAD el arte es digital, un espacio cultural al amparo de la tecnología, que ha sido posible gracias al trabajo conjunto de tres productoras: las españolas Layers of Reality y SOM Produce, y la holandesa Stardust.
MAD se estrena en Madrid, y lo hace en un espacio alternativo como Matadero. La Nave 16 –con una amplitud de 2.000 metros cuadrados– será el escenario de diferentes exposiciones personalizadas, con trajes tecnológicos hechos a medida. También contará con una programación paralela que englobe las creaciones de los artistas digitales contemporáneos. Además, será un lugar de encuentro y diálogo para los propios creadores.
Los museos y espacios expositivos han entrado en una especie de “fiebre” por emplear nuevas tecnologías –realidad aumentada, holografía, lecturas en 3D…– aplicadas al arte, cuyo resultado final son experiencias gratificantes donde el público está dirigido en un proceso cerrado. Sin embargo, nos parece que se ha perdido a la protagonista –la obra de arte original– y nos gustaría desestructurar el montaje en la simplicidad primera, la que salió de las manos del artista. Una reflexión que no resta valor a este Centro de Artes Digitales que llega con el ímpetu de convertirse en uno de los referentes tecnológicos más punteros de Europa.
La Viena decimonónica y el cambio de siglo
Hablar de Klimt es hablar de Viena y la imagen provinciana que proyectaba la capital austriaca en la segunda mitad del siglo XIX. La aristocracia se encontraba atrapada en el casco antiguo de la ciudad, que todavía estaba cercado por la muralla; pero un considerable desarrollo demográfico provocó el crecimiento de los barrios marginales donde se asentaron la burguesía y la clase obrera. Un boom de población que, por una parte, amenazaba con revueltas y, por otra, mostraba una sociedad dividida.
Ante esta situación, el emperador Francisco José I decidió unificar Viena; en 1857 decretó derribar los muros y crear una vía de circunvalación. La Ringstrasse era la imagen del esplendor de un imperio que caminaba hacia su fin. Una vía repleta de edificios públicos (que reflejaban el ámbito de lo burgués): la Ópera, el Burgtheater, el Neue Burg, el Museo de Historia del Arte, el Parlamento, la Universidad y el Ayuntamiento. Todos construidos en la moda ecléctica de los “revivals arquitectónicos” –una vuelta a los estilos del pasado–: neogótico, neorrenacimiento, neobarroco… Aunque hubo algún edificio rupturista como el Pabellón de la Secesión, que, por ello, fue relegado a un segundo lugar. Pero no solo se levantaron edificios públicos; también encontramos muchos palacetes –promovidos por familias judías acomodadas–, zonas ajardinadas y emblemáticos cafés.
La Ringstrasse fue inaugurada en 1865 por el emperador Francisco José I y su esposa Sisí. Era la apuesta por una ciudad nueva donde se dieron cita artistas, literatos, músicos, arquitectos, filósofos… Y esto propició una explosión cultural que Adolf Loos designó como “apocalipsis alegre”. En realidad, fue la cuna de toda la cultura moderna. Viena derrochaba talento y en ella surgieron pintores como Klimt, Egon Schiele, Oskar Kokoschka; músicos de la talla de Richard Strauss, Alma y Gustav Mahler; arquitectos de vanguardia como Otto Wagner y su discípulo Joseph Maria Olbrich, o pensadores como Freud, padre del psicoanálisis… A pesar de este esplendor, el papel innovador de Viena quedó eclipsado por capitales como París, Londres o Berlín.
Los secesionistas
“A cada tiempo, su arte. A cada arte, su libertad”. Con este leitmotiv que figuraba en el Pabellón de la Secesión comenzamos el recorrido por la vida del artista, que estuvo marcada por el “Fin de siècle” y el paso a la modernidad que proponían sus creaciones.
El pintor nace en 1862, en el seno de una familia humilde. Su padre era grabador de oro y su madre tenía una especial inclinación por la música. Ambas influencias marcaron la personalidad de Gustav, que a los 14 años consiguió una beca en la Escuela de Artes y Oficios de Viena. En 1883 comenzó a pintar, junto con su hermano Ernst y su amigo Franz Matsch, murales para edificios singulares como el Museum de Viena, el Burgtheater…, pero terminará abandonando este estilo clásico en favor de una estética más libre que toma su esencia del Art Nouveau y del Simbolismo.
La muerte de su padre y su hermano en 1892 fue un duro golpe que tuvo que asimilar, al mismo tiempo que trabajaba en el Aula Magna de la Universidad de Viena. El artista presentó una serie de desnudos femeninos provocativos que fueron tildados de pornográficos y finalmente fueron retirados. Klimt decidió entonces abandonar la vida pública y comenzó a hacer retratos por encargo –en un formato cuadrado que desplazaba la figuraba hacia un lado marcando un original encuadre fotográfico– y paisajes planos y bidimensionales con una estética muy ornamental y decorativa.
Ya entrado el año 1897, Klimt, junto con un grupo de artistas, fundó la “Unión de Pintores Austriacos”, más conocida como Secesión Vienesa. Era el momento de crear un arte nuevo, libre y joven en contra del arte clásico y academicista.
El movimiento contó con una revista, Ver Sacrum, y con un edificio, el Pabellón de la Secesión, diseñado por Joseph Maria Olbrich, en un estilo racionalista de líneas muy depuradas. El edificio se remata con una elegante cúpula dorada de hojas de laurel conocida como “el repollo”, y en su interior se encuentra el famoso friso homenaje que Klimt dedicó a la Novena Sinfonía de Beethoven.
Contrariamente a lo que suele ocurrir, los secesionistas no escribieron ningún manifiesto, pero entre sus máximas se recoge un concepto muy novedoso, “el arte total”. Se trata de la complementariedad entre las diferentes disciplinas –arquitectura, escultura, pintura, diseño y artes decorativas–. Todas ellas tienen la misma importancia y adquieren su verdadero valor en la visión global del conjunto. Desde este momento, hasta los objetos más sencillos son dignos de diseño: una tendencia imparable y vigente hasta nuestros días.
“El pintor que todo lo convertía en oro”
En 1903 Klimt viajó a Rávena y, fascinado por los mosaicos bizantinos que vio allí, empieza a incorporar en sus obras incrustaciones de pan de oro. Comienza así la etapa dorada, caracterizada por la sensualidad y el ornamento. Las figuras son construidas a base de cuadraditos y círculos que evocan las pequeñas teselas de terracota. Los cuadros de esta etapa son muy decorativos y están llenos de vida como se aprecia en el El beso. “Cuando pinto, uno de mis mayores sentimientos de placer es la conciencia de que estoy creando oro”. Esta confesión de Klimt es todo un alegato de su forma de entender la pintura.
La etapa dorada finaliza en 1908. En Viena se pone de moda el expresionismo de Schiele y Kokoschka, y Klimt comprende que tiene que cambiar. Ese mismo año viaja a París y allí descubre el favismo y a su principal representante, Matisse, por quien siente una gran admiración. Es el inicio del periodo florido o caleidoscópico, caracterizado por el uso agresivo del color y el gusto por la estampa japonesa y lo oriental.
El recorrido por la vida de uno de los pintores más importantes de todos los tiempos estaría incompleto sin hablar de la fascinación que sintió por las mujeres. Para él, el eterno femenino era misterio, sensualidad, inteligencia, belleza, poderío… Daba igual que se tratara de un retrato, de una heroína bíblica o un mito, siempre había motivo de inspiración. Entre sus musas destacamos a Emilie Flöge (su mujer), que tenía un taller de moda muy exclusivo, con 80 modistas; fue todo un icono de modernidad y revolucionó la moda con el vestido sin corsé. Tampoco nos podemos olvidar de Adele Bloch-Bauer (una judía de clase alta), cuyo famoso retrato conocido como La dama de oro fue en 2015 motivo de una película que relata la compleja lucha de los herederos por recuperar el cuadro. Por último, el elegantísimo Retrato de Fritza Riedler, realizado en 1906, inspirado en Velázquez y la estética de las infantas españolas. Klimt llegó a afirmar que solo existían dos pintores: Velázquez y él mismo; una sentencia que muestra la gran admiración que sentía por el artista sevillano.
En una ocasión en que a Klimt le llovían las críticas, su amigo Schiele le dijo: “No puedes agradar a todos con tu arte; haz justicia solo a unos pocos, gustar a muchos es malo”. Esto es lo que el pintor hizo en vida, ser fiel a sí mismo, pero su grandeza se impuso y terminó gustando a muchos.
Mercedes Sierra
@Sierra6Mercedes, @atreveteconelarte