Cientos de miles de personas han salido a la calle en Francia y en otros países con pancartas con la frase “Je suis Charlie”, para condenar el atentado a Charlie Hebdo y defender la libertad de prensa. La violencia del terrorismo de cuño islámico se ha visto no solo como el asesinato de unas personas, sino también como un ataque a la libertad de expresión y al papel de la prensa en una democracia. Ha sido una reacción necesaria. Aunque fuera un semanario poco leído, la opinión pública ha comprendido la necesidad de defender su derecho a la crítica frente a los que han intentado silenciarlo del modo más bárbaro.
A juzgar por estas reacciones se diría que en Occidente la libertad de expresión es nuestro valor más querido y respetado, y que los terroristas que han atentado contra la revista francesa son una especie de alienígenas peligrosos ajenos a nuestra civilización.
Por desgracia, el amor a la libertad de expresión –de los demás– no está tan arraigado. Un semanario satírico como Charlie Hebdo supone el derecho a ridiculizar lo pomposo, a no reconocer nada intocable, a caricaturizar los tabúes. Su imagen de marca es fustigar sin contemplaciones, sin que le importe nada que alguien se sienta ofendido.
La defensa de esta libertad implica también el derecho a criticar lo que otros publican
La Europa liberal del momento está dispuesta a compartir esta actitud cuando se dirige contra las viejas ortodoxias, ya inoperantes culturalmente, o contra fenómenos extraños a nuestra sociedad. En cambio, quien se atreve a poner en solfa las nuevas ortodoxias que la cultura del momento considera intocables, se arriesga a sufrir el peso de la ley o del linchamiento mediático. Y es que la ortodoxia liberal, como las anteriores, intenta crear un clima social en el que se considere inadmisible proponer la postura contraria.
“Me siento ofendido”
Los fanáticos que han atentado contra Charlie Hebdo se sentían ofendidos por sus caricaturas de Mahoma. Pero la apelación a que “ese lenguaje ofende mis sentimientos” es hoy bastante habitual en algunos grupos. Y si formas parte de la minoría “correcta”, puedes lograr acallar las voces que no te gustan, con esa justificación.
Brendan O’Neill, director de Spiked, que está impulsando una campaña contra las modernas amenazas a la libertad de expresión, lo señalaba estos días en un artículo en The Wall Street Journal, en el que recordaba algunos casos recientes: “Una institución artística tan respetable como Barbican en Londres anula una exposición que fue calificada como ofensiva por el autonombrado portavoz de las comunidades negras. Feministas ofendidas obligan a un canal de televisión a abandonar un show que consideraban sexista. Un pastor sueco fue condenado a un mes de cárcel por calificar la homosexualidad como un tumor. (…) Asociaciones de estudiantes de Oxford clausuran un debate sobre el aborto amenazando con perturbarlo”. “Ninguno de estos silenciadores hizo algo ni remotamente comparable a la barbaridad cometida en París”, añade O’Neill. “Pero todos contribuyeron a crear un nuevo clima de intolerancia, una extendida cultura del desprecio por cualquiera que ofenda o que atropelle las nuevas ortodoxias”.
La lista de O’Neill puede ampliarse. En España, feministas indignadas contra el libro de Costanza Miriano Cásate y sé sumisa, no se molestaron en responder a sus tesis, sino que exigieron su retirada con el apoyo del Ministerio de Igualdad. En Cataluña se aprueba una ley para combatir la “homofobia” que obliga a presentar positivamente la homosexualidad y la bisexualidad, limitando así la libertad de expresión y la libertad religiosa. Un investigador publica un estudio en el que se atreve a poner en duda que a los hijos criados en parejas del mismo sexo les va tan bien como a los de papá y mamá, y es acusado de “mala praxis” científica. Un pastelero de Irlanda del Norte se niega a poner en una tarta un lema a favor del matrimonio gay, y es llevado ante los tribunales acusado de discriminación. Un grupo de universitarios publica un estudio que discute la magnitud del cambio climático, y es descalificado inmediatamente como “negacionista”.
No, no todos somos Charlie a la hora de criticar lo establecido. Quizá ni el mismo Charlie Hebdo lo es, pues su furia iconoclasta se ha dirigido más bien hacia figuras e ideas contra las que está bien visto meterse hoy día: políticos, banqueros, obispos, policía, ejército, islam… Solo que arremeter contra Mahoma sí que ha tenido un precio trágico, mientras que fustigar a otros sale gratis.
Quien se atreve a poner en solfa las nuevas ortodoxias que la cultura del momento considera intocables, se arriesga a sufrir el peso de la ley o del linchamiento mediático
Transgresiones toleradas
A cada época, sus tabúes. En nuestra sociedad liberal, la cultura debe ser transgresora, siempre y cuando la transgresión se ajuste a lo admisible. En la propia Francia, Charlie Hebdo ha tenido que afrontar querellas por difamación, pero el poder y la opinión pública lo han tolerado. En cambio, otro provocador nato y exitoso, como el cómico Dieudonné, ha sido descalificado por ridiculizar algunos tabúes típicos de la sociedad francesa, en particular por sus críticas contra Israel y el sionismo. El entonces ministro del Interior, Manuel Valls, le condenó públicamente e incluso prohibió algunos de sus espectáculos.
No, no todos somos Charlie. Ni los mismos franceses habían demostrado hasta el momento un especial apego al semanario. Si bien logró ventas extraordinarias reproduciendo las caricaturas de Mahoma (160.000 ejemplares), tenía habitualmente una tirada de 50.000, y sus finanzas se tambaleaban por la falta de publicidad y la drástica reducción de ventas. Ahora ha sacado un nuevo número con una tirada millonaria. Las trágicas muertes de sus principales plumas pueden dar nueva vida a una revista moribunda, algo que sus fanáticos agresores no comprendieron.
Derecho a la crítica
No, no todos somos Charlie Hebdo. La solidaridad con sus redactores no significa respaldar sus ideas. Una cosa es defender su derecho a la sátira, y otra compartir sus posturas. Ahora algunos periódicos han propuesto publicar las provocativas viñetas de Charlie Hebdo como un gesto de solidaridad. Pero no todo el mundo está de acuerdo.
El propio New York Times, después de un debate en la redacción, ha decidido no hacerlo, según explica una nota editorial. El editor, Dean Baquet, afirma que la decisión responde a un criterio del periódico: “Hay una frontera entre el insulto gratuito y la sátira. La mayoría [de estas viñetas] son insultos gratuitos”. El mismo criterio han mantenido en sus páginas informativas The Washington Post, Associated Press, la CNN y otras muchas organizaciones informativas. Martin Baron, del Washington Post, justifica que el diario no publica material que sea “deliberadamente o innecesariamente ofensivo para miembros de grupos religiosos”.
¿Es esto falta de solidaridad? Glenn Greenwald, conocido abogado constitucionalista y columnista, no lo cree así: “¿Cuándo se ha visto que para defender el derecho a la libertad de expresión de alguien haya que publicar y abrazar sus ideas? ¿Se aplica esto en todos los casos?”.
La libertad de expresión no debe ceder ante las amenazas ni las violencias. Pero la defensa de esta libertad implica también el derecho a criticar lo que otros publican.