Los buenos libros nos introducen en una comunidad de lectores.
Muchos escritores, como el argentino Alberto Manguel, subrayan el placer de la experiencia compartida. Aunque la lectura parece no admitir a terceros, es habitual, no solo cuando acabas un libro sino cuando estás inmerso en él, que se te ocurra con quién compartir justo lo que estás leyendo: una idea, una frase, una emoción, una verdad nombrada poéticamente.
En su aclamado El infinito en un junco, dice Irene Vallejo: “Los libros no han perdido del todo ese primitivo valor (…). La sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades. Cuando unas páginas nos conmuevan, un ser querido será el primero a quien hablaremos de ellas. (…) Si un amigo, una amada o una amante coloca un libro en nuestras manos, rastrearemos sus gustos y sus ideas en el texto, nos sentimos intrigados o aludidos por las líneas subrayadas”.
Helene Hanff, en 84, Charing Cross Road, se apropiaba de los fragmentos subrayados por desconocidos en los libros de segunda mano que el librero Frank Doel le hacía llegar desde la céntrica calle londinense. “Se abre espontáneamente por sus pasajes más bellos y el fantasma de su anterior propietario me señala párrafos que jamás he leído antes”.
El problema de la acción de compartir es que, siendo una capacidad inherente al ser humano, en manos de la tecnología se ha convertido en una actividad desmesurada en la que aquello que se comparte tiene menos valor que el hecho de compartirlo. Se comparten las cosas antes de leerlas. El tempo de la lectura es otro. La lectura viaja en barco, frente a las redes sociales de alta velocidad.
Milena Busquets, en Hombres elegantes y otros artículos, asegura: “La gente lee poco. Primero, porque son perezosos, tienen todo el tiempo del mundo para plantar tomates ecológicos, pero son incapaces de leerse Guerra y paz, yo también, y segundo porque no hay suficiente silencio. La realidad grita y se agita, y mientras grita y se agita es muy difícil leerla”.
Es posible que la escritora catalana no se haga cargo de que el hombre es capaz de sobreponerse a cualquier totalitarismo, incluso el digital, y que hay cientos de clubes de lectura activos para niños y para adultos donde se apagan los móviles, se silencian las redes y todos se toman su tiempo para leer, dejar hablar a los libros, y donde luego se comparte de verdad la experiencia de lo leído.