Un reciente artículo en un blog del New York Times habla sobre las normas por las que se rigen las bibliotecas públicas en Estados Unidos cuando reciben quejas sobre libros. En él se dice que la Biblioteca Pública de Brooklyn retiró de sus estanterías, en 2007, una edición de Tintín en el Congo debido a que su contenido se consideraba ofensivo hacia los negros, en las ilustraciones y en el texto.
Dejemos de lado ahora que cualquier seguidor de Tintín sabe que, con el paso de los años, Hergé fue modificando sus álbumes para retirar de las nuevas ediciones lo que sonaba políticamente incorrecto; y que tanto el suceso que se cuenta como el mencionar esto ahora en el NYT, cuando ese álbum concreto hace muchos años que está fuera de la circulación, parece publicidad anticipada de la futura película de Spielberg sobre Tintín.
La información dice que las bibliotecas de Nueva York han recibido dos docenas de objeciones semejantes desde 2005, que todas ellas son revisadas por un grupo de personas, y que, de todas esas quejas, asombrosamente sólo prosperó del todo la que se refiere a ese álbum de Tintín: al igual que otros libros sometidos al mismo proceso, a partir de ese momento pasó a formar parte de una colección que sólo está disponible para el personal de la biblioteca y para quienes, por alguna razón, solicitan con antelación verlos.
Tintín en el Congo ha corrido peor suerte que Mi lucha, de Hitler, o Trópico de Capricornio, de Henry Miller, que según se cuenta en el artículo siguen en las estanterías de la biblioteca de Brooklyn.
De modo general todo esto significa el reconocimiento de que la literatura o, en general, el consumo de ficciones, es también una experiencia ética. Pero el hecho concreto de restringir el acceso a la edición antigua de Tintín en el Congo, publicada hace 79 años, parece indicar que algunos responsables bibliotecarios piensan, al modo de una rígida institutriz decimonónica, que por encima de todo se ha de cumplir un reglamento; y que, como la pacifista combativa que aplica una férrea disciplina militar para prohibir a los niños jugar con soldaditos, creen que los demás o son más tontos que ellos o son tan literales e incapaces de contextualizar lo que leen como ellos.
Prohibiciones como fósiles
El artículo menciona las normas de la American Library Association, según las cuales la decisión de retirar un libro o de restringir su acceso “no debería excluir injustamente materiales incluso si son ofensivos para el bibliotecario o el usuario”, pues una verdadera tolerancia, vienen a decir, es la que tolera lo que algunos pueden considerar detestable. Por eso los bibliotecarios son adiestrados para que sepan equilibrar el mantener accesibles los libros y el respeto hacia los valores de la comunidad en la que viven. Se trata de que sepan evitar o minimizar las confrontaciones con el público y, supongo, de tener un parapeto de normas detrás del que protegerse para el caso de que algún usuario lleve las protestas más lejos de lo normal.
La constatación de que la recepción de los libros y toda clase de ficciones depende mucho de los distintos ambientes y sensibilidades, ilustra bien que sólo podemos saber qué libros pueden ser dañinos si tenemos claro qué ideales personales y sociales perseguimos. Si no es así, es imposible distinguir entre quienes han sido agraviados de verdad, quienes han sido supuestamente agraviados, y quienes se hacen los agraviados porque tienen experiencia de que recurrir al victimismo rinde beneficios y da un cierto poder. De modo general, tal vez la cuestión sea que vivimos en una cultura que ha perdido su religión, sí, pero conserva una moralidad hecha de prohibiciones que son como fósiles de las verdades de un antiguo credo.