Unos estudiantes descansan en la escalinata de la Universidad de Columbia. Foto: Ajay Suresh.
Quien entra a un quirófano en calidad de paciente cierra los ojos confiado en que el que maneja el bisturí se ha preparado durante años con el mayor nivel de exigencia. Si, por el contrario, se entera de que el médico pidió, en su etapa de estudiante, que le rebajaran la dificultad de los exámenes y le subieran la nota, sus últimos pensamientos antes de dormirse serán un “para qué me habré empeñado yo en operarme si…”.
La escena es una ficción, aunque podría serlo solo en parte, pues varios medios de prensa reportaron en octubre que decenas de aspirantes a estudiar Medicina se habían quejado a su universidad de que un profesor de Química orgánica les ponía pruebas demasiado difíciles, lo que les imposibilitaría cursar esa carrera. En respuesta, el centro decidió no renovarle el contrato. Le ha sucedido a Maitland Jones, renombrado investigador en la New York University (NYU): 82 de sus 350 estudiantes adujeron que, dadas las bajas notas que habían recibido, aquel no había hecho “del aprendizaje y el bienestar de los estudiantes una prioridad”, lo cual dejaba “en mal lugar al Departamento de Química, así como a la institución en su conjunto”.
Fue así que la “institución en su conjunto” decidió prescindir de los servicios del docente, pues para enseñar con rigor no había que ser “punitivo”, y el aludido no estaba “a la altura de lo que exigimos a nuestro profesorado”. Jones, que durante los confinamientos había pagado más de 5.000 dólares de su bolsillo para grabar sus clases y que sus estudiantes no se quedaran atrás, protestó: ya venía advirtiendo de que estos estaban “desenfocados” y, o no estaban yendo a clases, o no estaban estudiando.
Pero pesó más la incomodidad de los reclamantes, a quienes, de un plumazo, las autoridades del centro les subieron las notas, no sin la oposición de algunos colegas de Jones. Uno de estos aseguró que la modificación había sido “una mano gentilmente tendida” a los estudiantes “y a quienes pagan sus matrículas” –los padres–, y otro dijo que los decanos quieren “estudiantes felices”, que hablen con entusiasmo de la NYU, para convertirla en un imán para nuevos alumnos y, colateralmente, ascender puestos en los rankings de universidades.
La satisfacción como fin preferencial
La felicidad no es mala cosa, pero tradicionalmente la universidad no ha sido la institución encargada de repartirla. Hasta ahora, el interesado en adquirir un alto grado de especialización ha acudido a ella para recibir, de manos del profesorado, un voluminoso depósito de saberes, del que él debe apropiarse por vía del estudio y que podrá enriquecer por medio de la investigación. No hay –no debe haber– sujetos pasivos en las aulas universitarias.
Cuando la satisfacción del estudiante se vuelve fin preferencial del proceso educativo, la universidad se obliga a darle mayores facilidades para que quede complacido
Pero la óptica parece estar cambiando en algunos sitios. No más estudiantes a secas: mejor clientes. En su investigación El estudiante como cliente: un cambio de paradigma en la educación superior, el profesor Javier Paricio Royo, de la Universidad de Zaragoza, recuerda que el término, utilizado para referirse a los alumnos y a sus padres, se comenzó a popularizar en los años 90.
“El razonamiento general era que, puesto que los estudiantes y sus familias pagan por la educación, ya sea directa o indirectamente a través de los impuestos, o ambas cosas, son clientes; en consecuencia, los educadores y administradores deben ser considerados proveedores. En este marco, la educación se convierte en una simple ecuación de mercado. Replica un modelo de negocio en el que la satisfacción del cliente es la clave”.
En la dinámica propia del mercado, con la satisfacción como objetivo privilegiado del proceso de enseñanza-aprendizaje, el centro educativo se obliga darle al estudiante mayores facilidades para que quede complacido y lo recomiende. La competencia, al fin y al cabo, es muy dura –ahí está la pugna por subir en los rankings–, y el que se atreva a poner el listón de la exigencia donde justamente corresponde se arriesga a que otro proveedor le levante al cliente.
No siempre tiene la razón (pero a menudo lo cree)
El cliente, que como indica el famoso eslogan is always right –o al menos así se lo cree–, detecta o imagina con más facilidad cuándo se vulneran sus derechos de consumidor. Esta percepción cunde cada vez más en el ámbito universitario, como se colige del aumento de las quejas, principalmente por notas y evaluaciones.
Según la Oficina del Conciliador Independiente (OIA), del Reino Unido, entidad encargada de gestionar las reclamaciones de los alumnos, en 2006 se registraron 586 quejas. En 2015 ya fueron 1.850; en 2020, 2.604, y en 2021, 2.763. ¿Quejas con razón? No parece: el año pasado, el 43% de estas se declararon “no justificadas” y el 12% fueron retiradas por quienes las presentaron. Apenas el 3% de todos los reclamos se declararon procedentes.
Las calificaciones de A –la máxima en el sistema norteamericano– han aumentado un 5% o 6% por década en los últimos 30 años
Pocos son, como se ve, los que fructifican, pero lo interesante es que cada vez más estudiantes intentan dar la batalla. Según el profesor Paricio Royo, el aumento de los reclamos en el Reino Unido y en otros sitios se derivaría de la reconfiguración de las partes como proveedor y cliente: este último ha hecho una inversión –el monto de la matrícula y otros– y espera un resultado positivo, pero sin un particular incremento del esfuerzo por su parte. Se supone que, si ha pagado, es para salir bien, ¿no?
Algunas universidades han ido cogiendo la seña. Yan Dominic Searcy, decano asociado en una Facultad de la Southern Connecticut State University (EE.UU), ha observado que, en los centros que ofrecen carreras de cuatro años, las calificaciones de A –la máxima en el sistema norteamericano– han aumentado un 5% o 6% por década en los últimos 30 años.
¿Quizás porque, como afirma una sentencia popular, “quien paga, manda”? El profesor admite que las presiones funcionan: “Ahora [la A] es tres veces más frecuente que en 1960. Es la calificación más común en esas instituciones de cuatro años. Algunos estudiantes y padres creen que, si se quejan lo suficiente, un miembro de la Facultad cambiará una calificación. Y si no lo hace, entonces llaman al gerente”.
Desechar lo que no es “útil”
Los criterios y modos del mercado están, pues, en su sazón. Searcy lo ha comprobado: “He tenido estudiantes que me han dicho: ‘Pagué por esta clase y no obtuve nada, así que no debería tener que pagar’. Por lo general, al final del semestre, varios preguntan cómo obtener reembolsos por las asignaturas que quieren abandonar, porque es posible que no las aprueben”.
Otra consecuencia del “pago únicamente por lo que creo que me es útil” es la difusión de la idea de que hay que ofrecerle al estudiante especialidades en las que su inversión tenga un retorno rápido y seguro, por lo que carreras como la Filosofía quedan fuera del menú en no pocos sitios, en una tendencia animada además por los responsables políticos.
“Según este razonamiento –subraya el decano–, si los clientes no están ‘comprando’ Filosofía en el estante (…), entonces debería eliminarse, ya que el producto no se está ‘moviendo’. Desafortunadamente, los legisladores y otras personas confunden popularidad con utilidad. El reality show ‘Las Kardashians’ es popular; la utilidad del show se la dejo a su criterio”. La Filosofía, el estudio de las ideas, en cambio, “es la base de toda la educación superior”.
Es así que lo que está ganando enteros es ir al grano, a lo práctico, a lo expedito. Trasladada esta visión a lo interno del proceso educativo, Paricio Royo subraya que los estudiantes pueden inclinarse por “el consumo rápido de ‘píldoras de conocimiento’”, con la información que brinda el docente ya bien organizada. Pero esto no logra lo que el aprendizaje más pausado de los contenidos, que, con la investigación como herramienta, propicia mayor solidez y profundidad en el conocimiento.
Una positiva relación asimétrica
La perspectiva del estudiante como cliente llevaría a preguntarse, por coherencia, si alguien mejor que el cliente sabe qué es lo mejor para sí mismo. En este esquema, un alumno de una escuela de aviación, convencido de que basta con aprender únicamente a despegar y aterrizar, pediría a su proveedor educativo que bajara los estándares de evaluación de esas “aburridas” y “prescindibles” materias de Principios de Física y Matemática, Meteorología, Conocimiento general de la aeronave, Inglés aeronáutico, etc. Él ya sabe lo que es necesario, lo clave, lo indispensable…
¿Lo sabe? El antropólogo Peter Wood, presidente de la National Association of Scholars, de EE.UU., aconseja no perder de vista que el estudiante es alguien que llega a la universidad ignorando el grueso de los contenidos que esta tiene que enseñarle, y que debe dejar de lado sus juicios preconcebidos para poder aprehender toda esa información.
Para un estudiante, la conciencia de que un contenido determinado ha sido realmente necesario para su formación puede no llegar sino hasta varios años después
“Esto no quiere decir –añade– que los estudiantes no puedan o no deban emitir juicio alguno sobre sus profesores y sobre el plan de estudios. Obviamente pueden, y lo hacen. Pero lo hacen desde una posición de debilidad, en la que la universidad siempre puede afirmar que sabe más y mejor. La asimetría de esta relación es esencial”.
Paricio Royo apunta, en tal sentido, la diferencia entre lo que le apetece al universitario y lo que realmente precisa para formarse adecuadamente. “Mientras que en otros sectores los clientes saben lo que necesitan, en el ámbito de la educación superior los estudiantes pueden no tener claras sus ideas sobre los conocimientos y habilidades que necesitarán cuando ingresen al mercado laboral”. De hecho, señala, la conciencia de que determinado contenido ha sido realmente necesario y decisivo en su formación puede no llegar sino hasta pasados varios años.
Si, no obstante, el deseo de retener a los clientes y no perjudicar el prestigio del proveedor deriva en darles capacidad de decisión sobre las materias a cursar, el modo en que se imparten, las calificaciones, etc., sin duda habrá rostros muy felices el día de la graduación, pero no serán garantía de nada.
Un profesor de Física que debió renunciar por la presión de la universidad y las exigencias irracionales de sus estudiantes, resume llanamente los riesgos: “Los maestros de nuestros hijos pueden estar entre esos graduados. Puede que confiemos en ellos para que tomen decisiones médicas de vida o muerte sobre nosotros o nuestros seres queridos. Y, como contribuyentes, posiblemente se nos pida que ayudemos con las matrículas de aquellos que no tienen buena preparación para unirse a la fuerza laboral, y que serán malos empleados y compañeros”.
Y pilotos peligrosos, se puede añadir.
2 Comentarios
En la relación profesor-alumno, quien presta un servicio y recibe un sueldo es el profesor únicamente. Él es el proveedor y el alumno es el cliente, eso es evidente. El punto que causa la discusión mencionada es que el alumno debe ser un cliente más inteligente, poniendo su éxito profesional objetivo futuro entre los criterios para evaluar el proveedor, y no solo la aprobación en una asignatura. Eso incluye sí la filosofía, cuyo éxito profesional es el conocimiento de la verdad. Si el alumno cree que paga para que le impriman un diploma con su nombre, el equivocado es él. Pero si el profesor cree que, en nombre de la confianza que se le debe, puede hacer lo que quiera en la clase sin justificar sus decisiones, él es el equivocado.
De acuerdo, hoy la educación no se ve como un medio donde se adquieren conocimientos, valores y principios fundamentales para la vida, hoy la educación en general es un negocio donde lo importante es el tema económico y no el conocimiento a profundidad. Con estos criterios nuestra sociedad no va por el camino adecuado.