Hace unas semanas, la Universidad de Chicago envió a sus futuros alumnos de primer curso una carta explicando su política sobre los trigger warnings (avisos en los programas de las asignaturas sobre contenidos que pueden provocar ciertos traumas en los alumnos) y los safe spaces (espacios de discusión donde los alumnos se sientan protegidos frente a materiales o ideas “dañinas”). La carta señalaba claramente que la Universidad “no apoyaba estas prácticas”, aunque tampoco las prohibía. Al mismo tiempo, advertía de que no cancelaría la invitación a ningún conferenciante por el hecho de que sus opiniones fueran controvertidas. Al contrario, el texto reafirmaba el ideal de universidad como un ámbito especialmente propicio para la discusión de todas las opiniones, también las políticamente incorrectas.
Las reacciones a la carta han sido vivas. En opinión de algunos periodistas, el texto derrocha insensibilidad y “arrogancia intelectual”: transmite la idea de que a la universidad no le importan sus estudiantes (especialmente aquellos a los que los trigger warnings buscan proteger porque han sufrido algún tipo de trauma) y que desdeña como infantiles sus precauciones frente a ciertos materiales.
También se han publicado artículos en apoyo de la Universidad de Chicago. En The Atlantic, Conor Friedersdorf explica que, aunque los trigger warnings y safe spaces no tienen por qué limitar innecesariamente la libertad de expresión, el celo por la salud afectiva del alumno puede derivar fácilmente en excesos que de hecho coarten la discusión de ideas. Una cosa es procurar que nadie sea hostigado, física o verbalmente, y otra eludir temas interesantes para no herir sensibilidades.
Además, ni todos los estudiantes piden lo mismo cuando demandan trigger warnings, ni todos los trigger warnings o safe spaces limitan la discusión de igual manera. En ocasiones, se trata solo de avisar de contenidos agresivos, como cuando un alumno de la Universidad Rutges reclamó a su profesor que la lectura de El gran Gatsby fuera acompañada de una advertencia por contener episodios de violencia, maltrato doméstico y suicidios. En otros casos, en cambio, las demandas colisionan innecesariamente con la libertad de expresión: un grupo de estudiantes de la Universidad de Brown boicoteó una mesa redonda porque una de las conferenciantes iba a sostener que el término “cultura de la violación” (rape culture) aplicado a los campus estadounidenses era una exageración.
Friedersdorf recomienda que cada profesor decida lo que es más prudente en cada caso. Con todo, respalda el posicionamiento institucional de la Universidad de Chicago. En primer lugar, porque esta tiene derecho a escoger la libertad de expresión como uno de sus valores identitarios (de hecho, la carta funciona como un trigger warning, advirtiendo a los futuros alumnos de que se encontrarán con todo tipo de ideas y opiniones). En segundo lugar, porque con frecuencia los safe spaces suponen un juicio moral a priori de determinadas posturas. Por último, porque considera que la libre discusión de ideas es ahora más necesaria que nunca: como los estudiantes saben que “todo queda grabado en la red”, a disposición de futuros empleadores o compañeros, el riesgo de asumir posiciones controvertidas es cada vez mayor. Alan Levinovitz, profesor de Estudios Religiosos en una universidad norteamericana, explicaba en otro artículo cómo en sus clases ya está notando que las opiniones consideradas “extremas” se escuchan cada vez menos.