Controversia en torno a las universidades católicas de Estados Unidos
Washington, D.C. La identidad y el futuro de las universidades católicas norteamericanas son desde hace años objeto de controversia. El último episodio ha sido provocado por las normas para estas instituciones que ha aprobado la Conferencia Episcopal a finales de noviembre pasado. A los obispos, que aspiran a preservar el carácter propio de las universidades, se oponen algunos rectores para quienes hoy día no conviene marcar diferencias. La significación de la polémica se descubre a la luz de la historia del catolicismo en Estados Unidos, en la que las universidades católicas han tenido un papel de primer orden.
Hace dos años surgió un movimiento de rebeldía entre alumnos de universidades católicas norteamericanas. La exigencia de los estudiantes era que se repusieran los crucifijos en las paredes de las aulas. Estos rebeldes son jóvenes nacidos después del Concilio Vaticano II y de John Kennedy, a los que no acompleja ser católicos, y con un orgullo que la generación criada en los confusos años 60 no puede comprender y menos compartir.
El movimiento para restaurar los crucifijos en las aulas fue significativo no solo por estar promovido por estudiantes, sino también porque los rectores, jesuitas en este caso, se opusieron. Los medios de comunicación se ocuparon ampliamente del fenómeno, lo que se comprenderá mejor si se tiene en cuenta que en Estados Unidos hay 235 centros de enseñanza superior católicos, la cuarta par te de todos los del mundo.
Las universidades católicas norteamericanas han vuelto a aparecer en la prensa con ocasión de la disputa entre algunos rectores y los obispos. Hace catorce años, Juan Pablo II, a fin de ejecutar un mandato pendiente del Concilio Vaticano II, inició consultas con las 934 instituciones católicas de enseñanza superior de todo el mundo sobre la relación que debían tener con la Iglesia. El resultado fue la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae (1990), «carta magna» de las universidades católicas. Dentro de las universidades de la Iglesia, las llamadas universidades católicas son aquellas que imparten principalmente estudios civiles, a diferencia de las universidades eclesiásticas, que se dedican a las disciplinas sagradas.
Normas controvertidas
En Ex corde Ecclesiae, el Papa invitaba a las Conferencias Episcopales a promulgar normas para aplicar la constitución de modo adecuado a cada país. Cuando los obispos de Estados Unidos se dispusieron a cumplir con las indicaciones del documento de la Santa Sede, enseguida se encontraron con una dura campaña contraria, organizada por los rectores de las principales universidades católicas, en especial la conferencia de las 26 universidades jesuitas.
En 1996, la Conferencia Episcopal presentó a la Santa Sede una primera versión de sus normas para la aplicación de Ex corde Ecclesiae. El Vaticano la devolvió sin ratificar, principalmente, porque no concretaba la relación jurídica entre las universidades y los ordinarios locales. Esto desencadenó una controversia entre intelectuales católicos norteamericanos, y hasta entre obispos.
Cuando, en noviembre de 1998, la Conferencia Episcopal presentó una nueva redacción y pidió el parecer de los interesados, la Asociación de Universidades Católicas lanzó una campaña de prensa, repleta de exageraciones y falsedades, para presionar a los obispos. El presidente de la Asociación denunció que «los obispos pretendían tomar el mando de las universidades». Algunos rectores y la revista nacional de los jesuitas se declararon en contra del proyecto.
Un año después, la Conferencia Episcopal aprobó las nuevas normas, más fieles a la constitución Ex corde Ecclesiae, por mayoría inesperadamente amplia (223 votos contra 31). Se espera que esta versión será mejor acogida por la Santa Sede; pero de momento ha vuelto a provocar reacciones contrarias entre algunos responsables de universidades católicas, que han aireado sus quejas en los me dios de comunicación. Sin embargo, antes de descender a los detalles de la controversia, conviene remontarse a los orígenes de estas universidades.
Contexto norteamericano
Esta batalla en torno al futuro de la fe católica y su in flujo en la sociedad se está librando en un contexto muy norteamericano. Para entender el porqué de esta disputa y lo que significa para el catolicismo universal y en el ámbito de la sociedad norteamericana, hay que ir primero a las raíces.
Mal pudo imaginar John Carroll, primer obispo católico de los Estados Unidos de América, al fundar en 1789 la primera institución católica de enseñanza superior de su país, que 211 años después la Universidad de Georgetown dominaría el panorama urbano y académico de la capital, Washington. El obispo se habría sentido quizás satisfecho si hubiera sabido que de las aulas de Georgetown saldría un sucesor de George Washington: Bill Clinton, primer presidente de Estados Unidos graduado por una universidad católica. Tampoco se podía imaginar que en el año 2000, aquella institución, que el obispo Carroll describió como «ancla» para el éxito del catolicismo en Amé rica, sería solo la primera de 235.
En 1789, año en que se ratificó la Constitución de Estados Unidos, que por fin garantizaba la libertad religiosa, los católicos eran solo el 1% de la población del nuevo país. Hoy son 60 millones de católicos, la minoría religiosa más grande de la nación.
Los pocos católicos de 1789 habían conocido la persecución, la destrucción de iglesias y la aplicación de leyes contrarias a su libertad religiosa, que -entre otras cosas- les impedían fundar escuelas.
Símbolo de la libertad religiosa
Bien se entiende que desde el principio, la enseñanza superior católica fuera en la nueva república un símbolo de la igualdad prometida a la minoría católica; un símbolo casi tan significativo como la misma libertad de practicar la religión. Y hoy, para muchos, frente a una cultura a veces hostil a las enseñanzas de la Iglesia, aún lo es.
En el siglo XIX, la enseñanza superior católica se convirtió en mucho más que un símbolo. De las primeras universidades y seminarios saldrían los sacerdotes, misioneros y obispos para un país cada vez más grande. Pero también saldrían abogados, médicos, escritores, militares y empresarios, católicos en su mayoría, y otros que, sin ser lo, apreciaban la educación católica. El primer alumno judío de Georgetown se matriculó en 1840.
Las instituciones católicas de enseñanza dieron oportunidades, sobre todo, a los hijos de las nuevas oleadas de inmigrantes católicos. Las universidades católicas abrieron sus puertas también a personas a la sazón sin derecho a voto, como mujeres y personas de raza negra.
Catolicismo y americanismo
Con estos antecedentes, en el siglo XX las universidades católicas contribuyeron de forma decisiva a eliminar los prejuicios contra los «papistas», que estaban muy arraigados en la alta sociedad y la mayoría protestante. Esto fue posible gracias a la asociación del catolicismo con el «americanismo», que disipó las sospechas de que los «papistas» no eran plenamente norteamericanos.
Otro factor, relacionado con este, pero más directamente basado en la tradición católica, es que las universidades católicas fueron un baluarte contra el influjo del marxismo que invadió furiosamente tantas universidades del país entre las décadas 30 y 60 del siglo XX. Paradójicamente, esta resistencia contra ideologías ahora fracasadas dio a las universidades católicas reputación de guetos intelectuales. Hoy, en retrospectiva, podemos rendir homenaje a la clarividencia de aquellos que se opusieron a las modas ideológicas de ese periodo.
Complejo de inferioridad
Conocida esta historia, podemos comprender el significado del movimiento estudiantil para reponer los crucifijos en las aulas y la controversia sobre el futuro de la universidades católicas surgida en torno a la aplicación de Ex corde Ecclesiae.
En 1967, un grupo de 26 dirigentes de universidades católicas norteamericanas anunciaron un acuerdo que dio inicio a la secularización de muchas de esas instituciones y a su separación jurídica de la Iglesia o de las congregaciones fundadoras.
Los motivos fueron en parte económicos. Esos dirigentes habían sido advertidos de que las fuentes de financiación para universidades no estatales les estarían cerradas a las católicas mientras siguiesen identificadas con la Iglesia. Se les proponía seguir el ejemplo de las más famosas universidades norteamericanas fundadas por confesiones protestantes, como Harvard o Yale, que a partir del siglo XIX empezaron a romper su vinculación con sus Iglesias. Recordemos que el escudo de Harvard, universidad hoy completamente secularista y a veces hostil al cristianismo y a otras fuentes de verdad ética, todavía lleva el lema «Veritas: Pro Christo et Ecclesia».
Pero, en gran medida, aquel movimiento fue resultado y manifestación de un complejo de inferioridad social e intelectual arraigado entonces entre católicos formados en la época anterior a la elección de John Kennedy. Era un complejo alimentado en la inferioridad de recursos y prestigio que realmente padecían en aquel tiempo las universidades católicas, en comparación con las demás.
Error de juicio
La perspectiva actual permite ver el grave error de juicio y el fracaso que supuso el camino tomado en 1967. Aquellos dirigentes no podían prever los cambios sociales que se avecinaban, y que beneficiarían económicamente a las universidades católicas. En 1970, solo el 16% de la población norteamericana había cursado estudios superiores; hoy, la proporción es casi el doble. Esta creciente fuente de ingresos vino acompañada de otras: gran des inversiones públicas en enseñanza superior, cada vez mayor participación del sector privado en la universidad -con nuevas fundaciones educativas e importantes aportaciones de las grandes empresas- y donaciones por par te de antiguos alumnos, que las universidades católicas empezaron a recibir en cantidades comparables con las que tradicionalmente cosechaban las protestantes.
Menos disculpable, en cambio, es la apresurada carrera de algunos dirigentes universitarios para apartarse de las mejores tradiciones de la enseñanza católica. Ansiosas de aceptación popular, muchas universidades católicas han abierto sus campus a movimientos políticos y sociales que promueven causas profundamente contrarias a la identidad católica, como el aborto, la homosexualidad o el feminismo radical.
La tragedia de este movimiento es que abandonar la identidad católica no sirvió a esas universidades para competir con éxito con las seculares. Varias cerraron. Pero no todas siguieron ese camino. Incluso se fundaron nuevas instituciones con el propósito expreso de contrarrestar la secularización. El año pasado se anunció la fundación de dos universidades católicas, que ya tienen asegurados millones de dólares para construir los edificios.
Otras reconocieron a tiempo el error cometido en 1967 y cambiaron el rumbo. Por ejemplo, la Universidad Duquesne, en Pittsburgh (Pensilvania), decidió hace diez años volver a tener un carácter claramente católico. Des de entonces, su alumnado ha crecido de 6.000 a 10.000 estudiantes, procedentes de todos los Estados Unidos y de más de cien países extranjeros, y sus recursos financieros han aumentado en más del 1.100%.
Ola de renovación
La ola de renovación y la reacción contra el movimiento del 67 tomó fuerza con el pontificado de Juan Pablo II, quien no ha dejado lugar a dudas sobre el lugar central que ocupan y han de seguir ocupando las universidades católicas, o al menos las que quieran seguir llamándose católicas.
Este último detalle es clave, pues muchas universidades pretenden ser autónomas con respecto a la Iglesia y a la vez disfrutar del título de católicas. Hoy día, esta denominación es una ventaja para atraer alumnos y donativos. Para unas instituciones privadas cuyo mantenimiento depende no del Estado, sino de donaciones y, por tanto, de su prestigio, ser «católicas» vuelve a ser aconsejable.
Con esto en mente hay que valorar la insinuación de algunos rectores: que si la Iglesia intenta ejercer derechos sobre las universidades católicas, estas podrían renunciar a tal título. El voto casi unánime de los obispos a favor de la aplicación de Ex corde Ecclesiae fue un rechazo valiente e inteligente de esa amenaza. Lo que queda por ver es si algún obispo no retirará el título de católica a alguna universidad recalcitrante.
Libertad académica
Los obispos rechazaron otras presiones. Los rectores contrarios armaron gran revuelo a propósito del requisito, en vigor desde el Código de Derecho Canónico de 1983, de que los profesores de teología obtengan del ordinario local un mandatum, para garantizar que sus enseñanzas son conformes con el magisterio de la Iglesia. Tocando demagógicamente una fibra muy americana, esos rectores alegaron que tal requisito es contrario a la libertad académica, tradicional en las universidades norteamericanas.
Otros rectores, principalmente el de la Universidad Católica de América (ciudad de Washington) y los de las universidades jesuitas Loyola (Chicago) y Gonzaga (Estado de Washington), replicaron que el mandatum no so lo es justo, sino que garantiza más libertad académica para el teólogo que la libertad que se reconoce en otras disciplinas.
Los críticos también se opusieron a otros puntos: el requisito de que los rectores presten juramento de fidelidad al magisterio de la Iglesia y el objetivo de que el cuerpo directivo y el profesorado estén compuestos, en su mayor parte, por católicos. Dijeron que tales normas privarían a las universidades católicas de la posibilidad de acceder a ayudas económicas, en virtud de la separación entre Iglesia y Estado, y podrían acarrearles demandas por discriminación laboral; argumentos rechazados hace tiempo por el mismo gobierno y por el Congreso, y el año pasado otra vez por expertos en Derecho.
En toda sociedad la institución universitaria contribuye a modelar la cultura y la ética. En Estados Unidos, pocas instituciones tienen más influencia social que las universidades. Si, como se puede suponer, los Estados Unidos seguirán influyendo en la cultura mundial, la Iglesia acierta al dar interés prioritario a la identidad de las universidades católicas norteamericanas.
Manuel Miranda Fernández_________________________Manuel Miranda Fernández, asturiano residente en la ciudad de Washington, es presidente de la Cardinal Newman Society.Autonomía e inspiración católica, rasgos esenciales
La autonomía y la inspiración católica no son dos elementos enfrentados, sino rasgos esenciales de las universidades católicas. En esta idea se basa la Constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, aprobada en 1990, que define la identidad de estas instituciones y las normas generales que las regulan.
En una universidad católica, dice el documento, «los principios católicos penetran y conforman las actividades universitarias según la naturaleza y la autonomía de tales actividades».
Las normas jurídicas precisan que una universidad católica puede ser erigida por la Santa Sede, por las Conferencias Episcopales, por un obispo diocesano, por un Instituto religioso o por otra persona jurídica pública. También puede ser creada por otras personas, en cuyo caso «podrá considerarse universidad católica solo con el con sentimiento de la autoridad eclesiástica competente».
Un tema discutido es cómo conciliar la autonomía universitaria y el papel de los obispos. El documento reconoce que «una universidad católica posee la autonomía necesaria para desarrollar su identidad específica y realizar su misión propia». Es decir, el gobierno permanece dentro de la institución. Pero los obispos, «aunque no en tren directamente en el gobierno de las universidades, no han de ser considerados agentes externos, sino partícipes de la vida de la universidad».
La responsabilidad de la identidad católica de la institución «compete en primer lugar a la universidad misma», principalmente a sus autoridades. Esto exige que en la contratación del profesorado se valore tanto su calidad científica como su capacidad para promover tal identidad.
También el obispo de la diócesis «tiene el derecho y el deber de vigilar para mantener y fortalecer el carácter católico de la universidad». Si surgieran problemas al respecto, «el Obispo local tomará las medidas necesarias para resolverlos, de acuerdo con las autoridades académicas competentes y conforme a los procedimientos establecidos y -si fuera necesario- con la ayuda de la Santa Se de».
La libertad de investigación y de enseñanza «es reconocida y respetada según los principios y métodos propios de cada disciplina». A su vez, los profesores católicos deben promover la identidad católica de la institución, y los no católicos al menos respetarla. Para no poner en peligro tal identidad, ha de evitarse que los profesores no católicos sean mayoría.
El teólogo, como cualquier otro profesor, goza de la libertad académica para desarrollar su investigación y enseñanza según los principios y métodos propios de esa ciencia. Al mismo tiempo, el documento recuerda que «puesto que la teología busca la comprensión de la verdad revelada, cuya auténtica interpretación está confiada a los obispos de la Iglesia, es elemento intrínseco a los principios y al método propios de la investigación y de la enseñanza de su disciplina académica que los teólogos respeten la autoridad de los obispos y se adhieran a la doctrina católica según el grado de autoridad con que ella es enseñada». El respeto al Magisterio de la Iglesia aparece así no como un freno externo, sino como un criterio intrínseco a la teología.
Cuando se publicó Ex corde Ecclesiae había 935 instituciones católicas de enseñanza superior, de las que 191 eran universidades. Aceprensa.