Varios informes recientes muestran una creciente desmotivación de los profesores. No obstante, cuando se compara por países, se observa que el nivel de frustración no es el mismo, que la antigüedad en el puesto importa, y que los motivos de descontento también difieren. Algunos se quejan, sobre todo, de las condiciones materiales de su labor, mientras que otros ponen el foco en cuestiones organizativas, pedagógicas o de indisciplina.
Que hay muchos profesores quemados es un hecho. Que esta situación está recibiendo una especial atención mediática desde el parón por el covid, también. Cuál sea la relación entre ambos fenómenos no está tan claro: parece evidente que la pandemia exacerbó algunos problemas previos, pero también podría estar produciéndose un cierto efecto contagio: la multiplicación de las informaciones negativas sobre la salud mental de los docentes quizás favorezca una hipersensibilidad ante las circunstancias potencialmente estresantes.
En cualquier caso, las bajas por ansiedad, depresión o burnout aumentan en muchos países. Algunos informes recientes han preguntado a los profesores por cómo están viviendo su labor. Especialmente interesantes son los estudios llamados “cualitativos”, por oposición a los “cuantitativos”; es decir, aquellos que, más allá de los números objetivos (sueldos, horas de docencia, tamaño de las clases), recogen las razones subjetivas del malestar de los profesores.
Uno de ellos es el “educobarómetro” publicado recientemente por el Observatorio de la Escuela en Iberoamérica de la Fundación SM, y titulado El profesorado en España 2023. Los autores han entrevistado a 600 profesores, también de otros países: México, Chile y Brasil.
Los jóvenes y los españoles, los más “distantes”
Pese a que en todos los países se percibe un aumento de la desmotivación, España destaca claramente. Algunos datos del informe son reveladores en este sentido. A la pregunta por el “estado de ánimo más habitual en su trabajo”, se ofrecían cinco posibles respuestas: “estoy ilusionado”; “a pesar de los problemas, me esfuerzo y a veces estoy ilusionado”; “vivo todo con distancia y cierta indiferencia”; “estoy cansado de tantos problemas”, y “estoy desilusionado”. Pues bien, si se toman las tres últimas como propias de profesores “quemados”, se aprecia un fuerte crecimiento de la desmotivación entre los docentes españoles: en la edición de 2007 solo un 7% marcaba una de estas opciones. Ahora, en cambio, el porcentaje ha subido al 52%, sobre todo por el aumento de los “distantes”.
Además, cuando se compara por antigüedad en la docencia (lo que no tiene por qué equivaler en todos los casos a edad del profesor, pero sí en general), resulta que quienes más “indiferentes” y menos ilusionados se muestran son los que llevan dando clase menos de diez años.
Otra pregunta relacionada es la de si “dejaría de ser profesor si encontrara otro trabajo similar” (no se explica qué significa lo de “similar”). También aquí existen importantes diferencias por países. Los más dispuestos a abandonar su puesto son los brasileños. A juzgar por otras preguntas de la encuesta, les mueven a ello sobre todo las condiciones materiales de su trabajo (por ejemplo, son quienes más se quejan de los bajos sueldos). Los mexicanos se muestran los más decididos a continuar. Entre los españoles no hay muchos que quieran dejarlo, pero también son los que en menor proporción lo descartan tajantemente: casi la mitad marca la respuesta “neutral”, lo que cuadra con el sentimiento de “distancia e indiferencia” señalado en la otra pregunta.
Por antigüedad, son una vez más los que llevan menos años quienes más estarían dispuestos a cambiar de trabajo. Esto puede tener que ver con que son ellos quienes, al ser preguntados por sus motivos para ser profesores, menos señalan que se trata de algo vocacional o que “les gusta enseñar”: apenas uno de cada tres, por casi un 60% de los que llevan treinta años o más dando clase. En cambio, son los que más apuntan el motivo de que “lo primordial son los alumnos”, como si su decisión tuviera un carácter más “asistencial” que profesional. También hay quien aduce motivos más pragmáticos (la carrera era fácil, las vacaciones son largas, no tuve otras oportunidades), sobre todo en España, aunque son una minoría.
En global, cuatro de cada diez docentes dicen haber sufrido agotamiento físico y mental. Que los que más lo hayan padecido sean los que acumulan 30 años de experiencia es lógico; que los siguientes sean los que apenas llevan diez años dando clase, no tanto, aunque se entiende mejor a la vista de las otras respuestas.
Algo huele a podrido en Francia, Bélgica y Reino Unido
Otro informe reciente que ha tomado el pulso a la motivación de los profesores es el elaborado por Red Educación y Solidaridad y la Fundación de Empresa para la Salud Pública, titulado Barómetro de la salud y del bienestar del personal de la educación. Tanto el número de docentes entrevistados (más de 26.000) como el de países de procedencia (11, de cuatro continentes) es bastante mayor que en el otro.
Lo que no cambia es que el estudio ofrece un panorama muy variado por países, aunque con algunos puntos en común, lo que no deja de llamar la atención teniendo en cuenta que han respondido profesores de Japón, Canadá, Francia o Argentina.
De todos los países incluidos en el informe, aquellos donde en general se percibe un mayor desencanto con la docencia son Francia, Bélgica, Reino Unido y Canadá.
En Francia, más de la mitad de los encuestados dicen encontrarse poco satisfechos con su trabajo, y un porcentaje similar señala que no volvería a escogerlo ahora. Además de la consabida poca valoración de la sociedad y las autoridades educativas, los profesores franceses se quejan del bajo salario (algo que avalan los datos), de la imposibilidad para equilibrar vida profesional y laboral, de los frecuentes episodios de violencia en las aulas o de la falta de oportunidades para la promoción.
En Bélgica y Holanda se repiten muchas de estas quejas, aunque allí los profesores también destacan, como motivo de estrés, la indisciplina de los alumnos.
Reino Unido es, junto a Francia, el país donde una mayor proporción de los actuales docentes se muestran descontentos con su profesión. Una buena parte refiere que su trabajo les suscita, con frecuencia, pensamientos negativos. Además, se quejan de la falta de autonomía para realizarlo.
En el lado opuesto están los docentes argentinos y suizos. Son, sin duda, los más felices de los encuestados. Destacan el buen ambiente de trabajo, el reconocimiento de sus superiores, las posibilidades de promoción profesional y la disciplina de los alumnos.
Disciplina y autoridad: más hechos que palabras
El mal comportamiento de los alumnos es uno de los lamentos que más se escucha entre los profesores, especialmente en algunos países. En Estados Unidos, que no aparece en ninguno de los dos informes, lleva tiempo comentándose en los medios que los niveles de indisciplina, que aumentaron a la vuelta de la pandemia, han continuado elevados desde entonces. Casi una decena de estados se está planteando aprobar reglamentos específicos sobre el tema, o hacer más estrictos los ya existentes.
Comentando esto, un reciente reportaje de Brookings Institution trataba de analizar si el hecho de reforzar la disciplina en las escuelas tenía un efecto positivo a medio y largo plazo en los resultados. Ciertamente, la revisión de estudios sobre el tema que hacen los autores no arroja conclusiones especialmente iluminadoras: mostrar que a los alumnos más sancionados les va mal en la escuela es casi una tautología (¿cuál es el huevo y cuál la gallina?).
Más interesante es la teoría en la que se basan los autores para oponerse a las políticas de “disciplina dura”: saber comportarse es una habilidad (skill) que se aprende con el tiempo, y no tanto una decisión que se toma racionalmente o por coacción. Además, si se concede más margen de decisión al profesor para sancionar a un alumno, en vez de fijar unos criterios objetivos, es más fácil que afloren sesgos: de sexo (contra los varones) o étnicos (contra las minorías).
En cualquier caso, parece que en el otro sentido, el de relajar la exigencia, ya se han producido excesos. Hace unas semanas, un artículo del New York Times daba voz a varios profesores que relataban cómo en sus centros existe presión para aprobar o inflar las notas de los alumnos, tanto de los padres como de los directores. Y no se trata solo de testimonios: algunos datos muestran que en algunas zonas ha aumentado la tasa de graduación del high school mientras también lo hacía, y más rápido, la de absentismo crónico; o que la nota media de los estudiantes ha crecido en lugares donde han bajado las calificaciones obtenidas en exámenes estandarizados.
Mejorar las relaciones personales
También en Francia el asunto de la disciplina y la exigencia ha llegado a la discusión pública. Recientemente, en una entrevista para Le Monde, el pedagogo y experto en autoridad Bruno Robbes contestaba a unas declaraciones del presidente Macron en las que pedía “restaurar la autoridad en las escuelas”.
Según Robbes, este tipo de peticiones con frecuencia se basan en un concepto erróneo de que existió algo así como una “edad de oro” de la disciplina, y confunden autoridad con autoritarismo. La diferencia, señala, es que la verdadera autoridad nace del reconocimiento, por parte del que debe obedecer, de una legitimidad en el “tutor”, algo que se solo se consigue en el seno de una relación en la que es el adulto –en este caso, el profesor– quien debe llevar la iniciativa. Con todo, Robbes reconoce que la mentalidad individualista de nuestra sociedad no ayuda: se pretende obediencia de los demás, pero libertad para uno mismo.
En cualquier caso, el autor explica que el respeto se gana con hechos más que con palabras. Cuando no hay una correspondencia entre aquellos y estas se producen comportamientos hipócritas. Aplicándolo a la escuela, Robbes critica, como ejemplos, “la negativa de los adultos a intervenir en incidentes entre alumnos, o la bajada del nivel académico para evitar conflictos”.
Está claro que el descontento de muchos profesores con su trabajo no se debe únicamente a la falta de interés o a la indisciplina de los alumnos; también hay factores materiales importantes: la carga de tareas, la falta de oportunidades de promoción o los bajos salarios. No obstante, en la medida en que la docencia es una profesión eminentemente “interactiva”, es bastante plausible que una mejora en las relaciones interpersonales pudiera funcionar como aceite en las “heridas” que sufren muchos profesores.