Biblioteca de la Universidad de California-Berkeley (Foto: John Morgan)
El “compromiso personal con la diversidad” se ha vuelto, en varias instituciones de educación superior de EE.UU., requisito sine qua non para poder acceder a un puesto docente, una exigencia que sobrepasa cualquier mérito académico o laboral que el aspirante pueda acreditar.
The Economist ilustra la situación con ejemplos de varias universidades, entre ellas, la de California-Berkeley, que actualmente ofrece una plaza de director para uno de sus departamentos de la Facultad de Ciencias Biológicas. Los solicitantes deben poseer titulación superior, tener una década de experiencia en investigación, presentar un currículum con referencias a sus publicaciones académicas, etc.
Además de ello, deben aportar una declaración “sobre sus contribuciones a la diversidad, la igualdad y la inclusión, que incluya información sobre su comprensión de estos temas, sus actividades (en ese sentido) hasta el momento, y sus planes y objetivos concretos para hacer avanzar la igualdad y la inclusión si resulta contratado en Berkeley”. Muestra del peso que tiene esta cuestión es que en 2018 la universidad convocó cinco plazas de docencia en Ciencias Biológicas y, de las casi 900 candidaturas, se eliminaron unas 700 sin siquiera examinar sus credenciales profesionales y se creó una lista basada únicamente en las declaraciones sobre diversidad. La mera pertenencia a una “minoría infrarrepresentada” ayudó a subir en el escalafón final.
Sucede parecido en el Davidson College, de Carolina del Norte, así como en la Harvard Law Review, publicación de la Facultad de Derecho de esa universidad.
Según explica el semanario británico, los defensores de estas declaraciones señalan que hacen avanzar la justicia y el sentido de pertenencia a la institución. Los críticos, sin embargo, avisan de que esas declaraciones obligatorias funcionan como tests de pureza, devalúan el mérito, arrinconan la libertad académica e infringen las protecciones contenidas en la Primera Enmienda de la Constitución para, por ejemplo, las universidades públicas.
Keith Whittington, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Princeton, aprecia “muchísimas similitudes entre estas declaraciones de diversidad en la forma en que se plantean ahora y la manera en que se procedía con los juramentos de lealtad” que una vez se exigieron a los profesores de EE.UU. para descartar que eran comunistas.
También Anna Krylov, una docente de Química que estudió en la Unión Soviética, percibe un “paralelismo muy cercano” con los procedimientos empleados en el extinto país. “La gente no está dispuesta a enfrentarse a esto porque teme perder la financiación; nadie quiere convertirse en mártir por defender una razón”, afirma.
La obligatoriedad de estas declaraciones no es, en todo caso, un incentivo para la sinceridad. Janet Halley, profesora de Derecho en Harvard, habla de “discurso forzado” y avisa: “La gente declarará el abracadabra. Saben que se les pide que actúen. Lo que esto va a favorecer es un cinismo sobre los verdaderos valores que importan a quienes establecen esos requisitos”.