Hace dos semanas, una joven vandalizó un retrato de Lord Balfour que se encontraba en la sede del Trinity College, en la Universidad de Cambridge (ver arriba). La escena fue promovida, grabada y publicada por el grupo Acción Palestina, en protesta por el apoyo del gobierno británico a Israel en el actual conflicto. Arthur Balfour, ministro británico de Asuntos Exteriores durante la I Guerra Mundial, fue el promotor de la declaración gubernamental de 1917 que lleva su nombre, en la que se apoyaba el establecimiento del pueblo judío en territorio palestino.
Como cuenta Mary Harrington en un artículo para UnHerd, en las imágenes del acto vandálico se puede ver que la autora guarda el spray y la navaja utilizados para su “protesta” dentro de una mochila de lujo: un modelo de edición limitada que lleva el nombre de una celebrity (Cara Delavigne), y que cuesta cerca de mil libras. Para Harrington, periodista y autora del libro Feminism against Progress, este hecho es un ejemplo más de cómo la contracultura ha sido fagocitada por la sociedad del espectáculo; es decir, cómo se ha convertido en una herramienta más del consumismo.
Harrington describe esta paradoja retrotrayéndose a la época dorada de la contracultura, las décadas 60 y 70 del siglo pasado. Entonces, grupos como The Situationist International (SI), una organización de postulados neomarxistas que sirvió como referente intelectual para las revueltas de mayo del 68, dirigían sus críticas a la llamada “sociedad del espectáculo”: la producción masiva de contenidos banales por parte de los mass media (en aquella época, sobre todo, la televisión) que alienaban al ciudadano, convertido en consumidor pasivo y “domesticado” por el sistema capitalista. Frente a esta pseudocultura normativa, SI proponía una suerte de revolución permanente y radical.
Sin embargo, comenta Harrington, con el tiempo este prurito revolucionario se ha ido convirtiendo en mainstream dentro de las mismas instituciones educativas, políticas y artísticas a las que se acusaba de ser las enemigas de la revolución. Hoy en día, señala la autora, “te costará conseguir financiación para una investigación que no se proponga problematizar, deconstruir, descolonizar, queerificar o liquidar de cualquier otro modo los últimos fragmentos moribundos de la cultura burguesa que Debord –filósofo y uno de los fundadores de SI– ya declaraba muerta en 1966”. “Dañar un fragmento superviviente de la cultura burguesa se lee hoy menos como revolucionario que como un acto de devoción servil a la ortodoxia”.
Por otro lado, Harrington comenta con ironía el hecho de que el acto vandálico ocurrido en Oxford, como muchas otras protestas de la supuesta contracultura moderna, esté pensado para grabarse y hacerse viral: “La trágica ironía final de este triunfo parcial es el modo en que este tipo de intervenciones, escenificadas para la cámara, critican el espectáculo a través del propio espectáculo”.