Contrapunto
Una boda real como la que se acaba de celebrar en Madrid es siempre aparatosa. Pero si apartamos a los invitados ilustres y a los policías cada dos metros, si prescindimos de la decoración urbana y la solemnidad catedralicia, si olvidamos el banquete en palacio y la fiesta en la calle, al final llegamos al núcleo sin el cual no habría boda: un hombre y una mujer. Con uniforme de gala, él, y traje de novia de Pertegaz, ella, pero un hombre y una mujer al fin y al cabo.
Esto puede parecer obvio, y así lo ha sido durante siglos hasta hace poco. Pero en los últimos tiempos la pretensión del «matrimonio» homosexual hace que tenga sentido destacar lo obvio. Esas insistentes fotos de bodas homosexuales en San Francisco o Massachusetts, con dos calvos acaramelados o dos mujeres con velos de novias y sin hombre que las desvele, introducen no un cambio «histórico», como algunos dicen, sino un factor de confusión. No digo yo que estas parejas no estén unidas, pero lo seguro es que no están unidas en matrimonio.
El matrimonio tiene una estructura originaria, que no depende de los gustos y deseos de cada uno o del legislador. Como afirmaba ya Chesterton en su tiempo: «La gente dice: ‘La vida de familia no se adecua a la vida de hoy’. Que es como decir: Las cabezas no se adecuan al tipo de sombreros que ahora están de moda».
Es cierto que a medida que se van quitando capas del producto original, es más difícil respetar el cogollo. Si el matrimonio no supone un compromiso incondicional, si la permanencia es más un vago deseo que el efecto de un vínculo, si los hijos aparecen como extras optativos, al final también lo de la alianza del varón y la mujer puede parecer un elemento remodelable en función de la orientación sexual.
La pretensión del matrimonio homosexual se ampara en el noble argumento de la no discriminación de una minoría. Pero lo que cambiaría no sería la discriminación de los homosexuales sino el mismo concepto de matrimonio. Por eso es importante afirmar aquí el «derecho a la diferencia», distinguir entre el amor conyugal basado en la complementariedad entre varón y mujer y otro tipo de uniones afectivas, proteger la unión conyugal que se proyecta naturalmente en los hijos en vez de la que no puede darlos, y no confundir bajo el mismo paraguas legal situaciones que no tienen nada que ver.
La distinción no implica discriminación. Negarle a alguien un reconocimiento legal es inaceptable sólo si se opone a la justicia. Pero no atribuir el estatus social y jurídico de matrimonio a uniones que no responden a las características matrimoniales es algo que la propia justicia exige.
Por eso resultaba extraño oír decir días antes al ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, que hay que reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo «con la normalidad de una sociedad que no discrimina en el ejercicio de derechos fundamentales y civiles en función de la orientación sexual de las personas». Si esto fuera así, y ya que también existe la intención de reformar la Constitución para que el varón no tenga preferencia sobre la mujer para la sucesión en el trono, habría que admitir que el matrimonio del príncipe o princesa fuera con persona del mismo sexo. Esto añadiría cierta dificultad para proporcionar un vástago que heredara la Corona. Pero quizá tal inconveniente no arredre a quienes piensan que lo importante es que tampoco un príncipe o princesa pueda resultar discriminado por su orientación sexual.
Cuando el gobierno tiene en cartera estos proyectos de matrimonio homosexual, la boda real llega en un momento oportuno. Las imágenes de la pareja graban en la retina que el matrimonio une masculinidad y feminidad, y que solo así es posible que nazca un heredero. La sociedad tiene interés en esta descendencia que asegura la continuidad de la dinastía, del mismo modo que tiene interés en proteger el matrimonio que asegura la continuidad de las generaciones. Esta es la auténtica normalidad de una sociedad que sabe distinguir entre matrimonios y simulacros.
Ignacio Aréchaga