A juzgar por el tono de algunos libros sobre el hombre de hoy da la impresión de que Mr. Marlboro se ha convertido en Mr. Inútil. Que el modelo de macho sobrado de testosterona ha dado paso a un hombre flojo y sin inquietudes. Sin embargo, algunas estadísticas revelan un signo positivo de la nueva masculinidad: la mayor implicación de los padres en la crianza de los hijos.
Últimamente se han publicado en EE.UU. algunos libros de mujeres que se lamentan de la situación de los hombres. Si antes se quejaban de la dominación, ahora de la falta de carácter.
Adolescencia prolongada
En su libro I Don’t Care About Your Band (2010), la humorista y escritora Julie Klausner protesta contra los hombres que prolongan la adolescencia: “La idea de una noche perfecta para estos tipos es una partida de PlayStation con sus colegas o un viajecito a la Vegas… Se parecen más a los niños que cuidábamos cuando hacíamos de canguro que a los padres que nos llevaban a casa”.
Y Kay S. Hymowitz, autora del libro Manning Up: How the Rise of Women Has Turned Men Into Boys (2011), completa el retrato con unos párrafos cargados de dinamita: “Hoy la mayoría de los hombres en la veintena viven distraídos en una especie de limbo, un estado intermedio entre la adolescencia semi-hormonal y los deberes propios de la madurez. (…) Ya es hora de decir lo que se ha convertido en obvio para legiones de jovencitas frustradas: [que esta nueva etapa] no saca lo mejor de los hombres”.
“Relativamente acomodados, libres de responsabilidades familiares, y entretenidos por un despliegue de medios volcados a su entero placer, los jóvenes solteros pueden vivir en un mundo feliz. (…) ¿Por qué deberían madurar? De todos modos, nadie les necesita. No hay nada que puedan hacer. Pueden perfectamente tomarse otra cerveza” (cfr. “Where Have The Good Men Gone?”, Wall Street Journal, 19-02-2011).
Ciertamente, estos dos testimonios no son muy halagadores para el hombre de hoy. Recuerdan al título del relato de Flannery O’Connor “Un buen hombre es difícil de encontrar”. ¿Es posible que un gran número de hombres, considerados antes los transmisores de normas y pautas de conductas en la familia, se hayan convertido ahora en eternos adolescentes perdidos en su propia inseguridad?
La nueva crítica al varón lamenta que el modelo de macho sobrado de testosterona haya dado paso a un hombre flojo e inseguro
Eva toma el relevo
En un libro recién publicado, The End of Men: and the Rise of Women, la periodista Hanna Rosin aporta algunos datos –sobre todo de EE.UU.– que muestran el ascenso económico de las mujeres frente al estancamiento de los hombres.
Desde principios de 2010, ellas ocupan ahora el 51,4% de los puestos profesionales y administrativos del país, mientras que en 1980 ese porcentaje se situaba en el 26%.
Al cambio de signo ha contribuido, entre otros factores, la crisis económica, que ha golpeado duro a sectores profesionales dominados por hombres (la construcción, la manufactura y las finanzas, sobre todo). De los 7,5 millones de empleos perdidos desde que comenzó la crisis, 3 de cada 4 pertenecían a hombres.
Las mujeres también han empezado a ganar más. En 1970 aportaban entre un 2% y un 6% de los ingresos familiares, mientras que ahora una madre que trabaja fuera de casa suele aportar de media un 42,2%. Además, 4 de cada 10 madres –en su mayoría solteras– son las que sostienen a la familia.
Las perspectivas de futuro no son muy alentadoras para los hombres. De las 15 profesiones que más puestos de trabajo se espera crear en EE.UU. hacia 2016, 12 están dominados por mujeres: ventas, enseñanza, contabilidad, cuidados de niños y ancianos, servicios de atención al cliente…
La educación es otro indicador elocuente. Entre los estadounidenses de 25 y 34 años, el 34% de las mujeres han acabado la secundaria frente al 27% de los hombres. Además, el 60% de los títulos universitarios son obtenidos por mujeres.
Hombres y mujeres ante la crisis de empleo
Para Rosin, la llegada de esta nueva era de progreso para las mujeres tiene que ver con la moderna economía del conocimiento, que favorece “la inteligencia social, la comunicación abierta y la capacidad de prestar atención” antes que la fuerza física, “cualidades que tienden a encontrarse más fácilmente en las mujeres”. De ahí que, por primera vez en la historia, la economía global parezca más apta para las mujeres que para los hombres.
En una reseña al libro de Rosin, The Economist cuestiona varias de sus conclusiones. Entre otras cosas, plantea que no es la primera vez en la historia de EE.UU. que una crisis económica había llevado a autoras feministas a invocar una supuesta erosión en el ideal de la masculinidad: antes que ella lo hizo su admirada Susan Faludi, con motivo de la crisis económica de principios de los noventa.
“Si Rosin hubiera esperado a escribir su libro unos años más, probablemente habría visto que empleos femeninos seguían el mismo camino que los masculinos. Las perturbaciones económicas que han surgido en sectores dominados por hombres, como la construcción y las finanzas, empiezan a notarse en sectores de mayoría femenina, ahora que los gobiernos se han lanzado a hacer recortes en el sector servicios, en el profesorado y en otros similares. La verdadera historia sobre los hombres y las mujeres la conoceremos cuando sepamos cómo dañará esta crisis a ambos sexos y a las futuras generaciones”.
La incorporación del hombre al cuidado familiar y un estilo más afectuoso de ejercer la paternidad constituyen dos rasgos de la nueva masculinidad
¿Candidatos inadecuados?
Que las mujeres se están convirtiendo en el primer sexo se nota también, dice Rosin, en su nuevo estatus en el matrimonio. “A lo largo de la historia, el signo de la mujer envidiable ha sido su capacidad para asegurarse un buen partido a través de su belleza, su inteligencia o su arte para seducir. Después de la época de los derechos civiles (…), las mujeres comenzaron a casarse con hombres de iguales ingresos y educación. Pero ese feliz equilibrio parece estar desvaneciéndose (…): las mujeres han empezado a casarse hacia abajo”.
“Y lo están haciendo sobre todo por necesidad. En todos los continentes, salvo en África, es más probable encontrar a mujeres que a hombres con título universitario. Esto significa que al final de la veintena o de la treintena, cuando la mayoría de la gente tiende a casarse, las posibilidades de ganar más serán mejores para las mujeres. Así que no les queda más remedio que casarse con alguien que en una novela de Jane Austen habría sido declarado un candidato inadecuado”.
Rosin ilustra esta tendencia con ejemplos variados. Está el caso de Lori, una abogada que gana medio millón de dólares al año. Se cansó de quedar con tipos que la veían como su rival profesional, y terminó casándose con un maquinista. “Quería a un hombre que no estuviera hablando de su trabajo todo el día, que prefiriera salir a pasear en bici por la playa”.
Pero también hay casos en que la tensión está asegurada. Beverly, una ejecutiva de Washington D.C., advierte que “las mujeres deberían llevar mucho cuidado con casarse con esos parásitos gorrones que te chupan la sangre”. Michelle, abogada en Los Alamos, teme “ser cazada por hombres que me ven como una esposa deseable solo porque gano mucho o porque tengo un buen trabajo”.
En el análisis de Rosin sobre la vida familiar pesan demasiado los factores económicos. A esto hay que sumar una visión del matrimonio en clave de relaciones de poder y un maniqueísmo que le lleva a distinguir entre “el hombre de cartón” (por definición, rígido e incapaz de adaptarse al cambio) y “la mujer de plástico” (de nuevo, por definición, mucho más flexible y abierta, como demanda la nueva economía del conocimiento).
La historiadora Jennifer Homans critica en una reseña larga del New York Times la visión sobre hombres y mujeres que transmite Rosin en su libro: “Sabemos desde hace tiempo que los hombres no son los únicos que pueden ser rígidos, jerárquicos, cerrados de mente o autoritarios. Sin embargo, en este libro las mujeres casi siempre son presentadas como emprendedoras organizadas, mientras que los hombres aparecen como vagos, sin ambiciones y teleadictos”.
Padres más implicados
El modelo de Mr. Inútil no cuadra con la mayor implicación de los padres en la crianza de los hijos que se viene observando en EE.UU. desde hace años. “Cualquier observador ocasional de la vida familiar estadounidense sabe que ahora los padres están llevando a sus hijos más que nunca a las consultas de los médicos, que les ayudan más con sus deberes y que juegan más tiempo con ellos”, escribe Susan Gregory Thomas en un artículo que tuvo mucho eco hace unos meses (cfr. “Are Dads the New Moms?”, The Wall Street Journal, 11-05-2012).
Un informe reciente de la Oficina del Censo estadounidense revela que el 32% de los padres con esposas que trabajan fuera de casa se ocupan ahora de modo habitual de sus hijos menores de 15 años, mientras que en 2002 esa cifra estaba en un 26%.
Sea por la influencia del movimiento feminista de los años setenta, sea porque han experimentado en sus propias carnes los costes sociales de la era del “padre ausente”, dice Thomas, lo cierto es que los padres de hoy están dispuestos a involucrarse activamente en la vida cotidiana de sus hijos.
A partir de un análisis de la National Survey of Family Growth (2006-2008) basado en entrevistas a 13.495 adultos estadounidenses, el Pew Research Center calcula que el 98% de los padres casados que viven con sus hijos menores de 5 años juegan con ellos varias veces a la semana. Con la misma frecuencia, el 95% come con ellos o les da de comer; el 89% ayuda a bañarles y vestirles; el 60% les lee algún cuento (cfr. “A Tale of Two Fathers”, 2011).
Entre los padres casados que viven con sus hijos de entre 5 y 18 años, el 93% habla con ellos de sus asuntos varias veces a la semana; también con esa frecuencia, el 63% ayuda a sus hijos con los deberes; y el 54% los lleva a actividades lúdicas o deportivas.
Los padres no solo están pasando más tiempo con sus hijos; también han cambiado su relación con ellos, explica Aaron Rochlen, profesor de psicología de la Universidad de Texas, en un reportaje de la revista Time. Ahora son más afectuosos, les abrazan, les dicen que les quieren… Muchos padres están desafiando el viejo tópico del macho incapaz de expresar sus emociones.
“Tradicionalmente, la masculinidad ha estado asociada al trabajo. Y el trabajo, a su vez, se asocia al éxito, a la competitividad, al poder, al prestigio, a la dominación sobre la mujer, a una afectividad pobre”, añade Rochlen. “Sin embargo, un buen padre necesita ser expresivo, paciente, emotivo, no puede estar orientado solamente a los asuntos económicos”.
El propio Rochlen hizo su descubrimiento personal de este nuevo estilo más afectuoso de ejercer la paternidad. Casado y padre de dos hijas de 5 y 3 años, antes se limitaba a ver sus juegos y a “hacer de chofer al zoo en algún raro fin de semana”. Hasta que empezó a comprometerse a fondo en sus vidas.
Entonces descubrió que “sí, eso significaba ayudar con los deberes, la colada, y la cocina, pero sobre todo tenía que ver con escuchar a diario sus batallas y sus triunfos. Vi cómo se desarrollaban sus personalidades; cómo explotaba su creatividad; y cómo se abría su mente para solucionar problemas y dar respuestas a preguntas”.