Las primeras escaramuzas en la polémica sobre las bodas gay en España han enfrentado al gobierno y a la Iglesia católica antes de que exista un proyecto de ley. Pero no conviene olvidar que no estamos aquí ante una cuestión de confesionalismo frente a laicidad, sino ante un debate sobre el futuro del matrimonio civil.
Los obispos advierten en su nota que «si el Estado procede a dar curso legal a un supuesto matrimonio entre personas del mismo sexo, la institución matrimonial quedará seriamente afectada. Fabricar moneda falsa es devaluar la moneda verdadera y poner en peligro todo el sistema económico. De igual manera igualar las uniones homosexuales a los verdaderos matrimonios es introducir un peligroso factor de disolución de la institución matrimonial y, con ella, del justo orden social».
El gobierno responde, por boca del ministro de Justicia, que «la jerarquía católica no puede ni debe interferir en la actuación del legislador en el ámbito que le corresponde» y que así como nadie discute a la Iglesia su derecho a regular el sacramento del matrimonio, el Estado reclama la autoridad para regular el matrimonio civil.
En la réplica del gobierno se advierte ya una experimentada táctica: convicciones que forman parte del patrimonio moral de la civilización, pasan a ser etiquetadas como creencias religiosas personales e intransferibles, lo que permite descartarlas de entrada a la hora de legislar. López Aguilar señaló que «desde ese mismo respeto que el gobierno profesa a la Iglesia, reclamará respeto a lo que para la mayoría de la sociedad está fuera de discusión».
Pero si hay algo que no está fuera de discusión es una ley sobre el matrimonio, que afecta a los ya casados y a los que se casarán. Los ya casados se unieron sobre la base de un concepto de matrimonio que ahora se pretende alterar. Por lo tanto, tienen algo que decir. Y los que se casarán tomarán también su decisión teniendo en cuenta el tipo de matrimonio que la ley diseñe.
Este debate, que está abierto en España como en otros países, exige una discusión seria. Lo que importa no es si una postura sobre el matrimonio coincide o no con creencias religiosas o ateas, sino la sabiduría de sus argumentos, las consecuencias que se derivan de ella, las razones jurídicas que la avalan.
Por eso no tiene sentido decir que la Iglesia católica pretende «imponer» su doctrina a la sociedad. Todo grupo que se pronuncia sobre una ley pretende influir en ella, lo cual es un mecanismo sano en una sociedad democrática que busca la participación de los ciudadanos. Por la misma razón podría decirse que la Federación de gays y lesbianas pretende imponer su peculiar concepción del matrimonio a la sociedad. O que Greenpeace quiere imponer su particular visión a todos cuando se pronuncia sobre las centrales nucleares. Al final, la ley se adoptará por mayoría en el Parlamento, y los que tengan más votos impondrán su concepción del matrimonio a todos los demás.
Pero lo que está en juego no es la contraposición entre matrimonio civil y canónico, sino algo que afecta a la razón de ser del matrimonio civil. Cuando en 1998 se discutió en Francia el llamado Pacto Civil de Solidaridad (PACS), que daba un estatuto legal a las uniones de hecho, también a las homosexuales, y las equiparaba en algunos derechos con el matrimonio, las Iglesias (católicos, protestantes, musulmanes y judíos) se manifestaron en contra. Pero también hubo una declaración, firmada por más de 18.800 alcaldes (unos dos mil de izquierda, seis mil de derecha y más de diez mil independientes), en «defensa del matrimonio republicano», en la que se oponían a refrendar las uniones homosexuales. Y eso que el PACS, después aprobado, no tiene ni mucho menos el rango de matrimonio.
Los alcaldes firmantes de la declaración recordaban que la República hizo del matrimonio una celebración laica, presidida por el alcalde: «No hay otro acontecimiento en la vida del ciudadano, de su nacimiento a su muerte, que reciba tal honor». Los alcaldes temían el descrédito que podía sufrir el matrimonio civil, al equiparar en ciertos derechos a las uniones homosexuales con el matrimonio. «Este pequeño grupo [activistas homosexuales], que tiene que hacer tanto ruido al ser muy minoritario, se preocupa poco de las consecuencias de la ley sobre el conjunto de la sociedad». Si hay que reconocer con solemnidad pública las uniones homosexuales, «¿por qué no la unión polígama? -se preguntaban los alcaldes-. ¿En qué es menos respetable que la familia homosexual?». Cuestión no meramente teórica, habida cuenta de la creciente presencia en Europa de grupos étnicos que admiten la poligamia.
En definitiva, lo que está en juego es el prestigio y el futuro del matrimonio civil.
Ignacio Aréchaga