La familia, el rostro de lo humano

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El fin de semana del 19-20 de octubre, la International Federation for Family Development (IFFD) celebró su congreso mundial bajo el título “La familia, el rostro de lo humano”. 1.300 personas procedentes de los 70 países en que IFFD tiene presencia se dieron cita en el Queen Elisabeth II Centre, en la ribera del Támesis, en Westminster (Londres), para compartir experiencias y formarse en la empresa más importante de sus vidas: su familia. Entre ellas, casi 300 jóvenes profesionales participaron en una jornada denominada “proyecto personal”, para profundizar en los fundamentos de una vida plena, en lo personal y en lo profesional.

En esta era sofisticada, tecnológica y confusa, que unas veces ensalza y otras anula lo específicamente humano, vale la pena volver a lo esencial. Y la familia lo es.

El congreso ha contado con la participación de conferenciantes de primer nivel internacional, pero su verdadero objetivo no era recibir los experimentados consejos de los mejores especialistas en matrimonio y familia, sino visualizar una vez más que la familia es, en verdad, el rostro de lo humano, el lugar donde la persona está llamada a nacer, crecer, amar y morir.

 

Un euro invertido en la familia tiene un retorno social mucho mayor que uno invertido en el individuo

 

Es lo que Joachim Chu, el presidente de IFFD en Hong Kong, denominó en su día la “Family Enrichment culture”. Una cultura que no entiende de razas, religiones, sexos, nacionalidades o clases sociales, para la que solo se exige una condición: querer ser feliz en el entorno propio del ser humano, la familia.

Seres dependientes

A diferencia de muchos animales, el ser humano nace biológicamente indigente. Necesita una madre que le haya acogido con un amor consciente y, a veces, esforzado, que cuide de él y le mantenga en la vida durante los primeros años de vida. Pero no en una vida cualquiera, porque al “cachorro” de hombre no le basta el alimento y el refugio para subsistir. Necesita el cariño, el contacto, la voz y la caricia y, sin ellos, como han demostrado funestos experimentos sociológicos, muere irremisiblemente. Y, consciente de que él es de su madre gracias a un padre, necesita, aunque no sepa expresarlo, que este rodee a aquella del amor que le prometió un día, incluso sin palabras, al decidir generar una nueva vida que nace sin fecha de caducidad.

Después, esa vida biológica se hará cultura, humanidad, porque la naturaleza del ser humano no es solo genética, sino que crece, se desarrolla y se “hace” a sí misma con la experiencia y el entorno. Por eso, también desde una perspectiva antropológica y pedagógica, el ser humano necesita un ámbito de aprendizaje que le ayude, según feliz expresión de Karl Jaspers, a “llegar a ser hombre”, a ser lo que ya es.

No tiene mérito ser piedra o bestia o ángel –son lo que son–, pero es arduo ser hombre, reflexionaba Gustave Thibon. Los padres tienen una “autoridad sin competencia” (Fabrice Hadjadj) y se encuentran con el deber moral de ir adquiriendo esa formación que les prepare como educadores competentes. Son los primeros educadores, coprotagonistas de las vidas de sus hijos y necesitan buenas herramientas para formarles. Con qué facilidad se entrometen el Estado, el colegio, Google y todos los vendedores de ilusiones en el seno de una familia sin proyecto propio. Por eso, en la declaración final del congreso, que se presentará en Naciones Unidas en febrero, se pide a esta organización que inste a los países a fin de que promuevan cursos de parenting education o Family Enrichment.

Aprender a amar en familia

En la familia será también donde el niño salga al encuentro de la sociedad. El despertar sociológico del ser humano comienza en la familia, donde se aprenden las vigencias sociales que permitirán después vivir en comunidad. “Quien no ha alimentado dentro de sí los lazos familiares –razona Irenäus Eibl-Eibesfeldt–, tampoco conseguirá más tarde que se despierte el amor hacia la sociedad. Por el contrario, quien ha aprendido a amar a sus padres y hermanos, puede también más tarde amar a una colectividad”. Una sociedad que olvida o maltrata a la familia degenera en el individualismo.

 

Una sociedad que olvida o maltrata a la familia degenera en el individualismo

 

Y esa necesidad de amor de los primeros años de vida se intensifica en el ser humano adulto. La autonomía y el desarrollo personal, contrariamente a lo que podría parecer, reclaman ese entorno familiar. La familia es el lugar irremplazable del amor, el único donde el amor incondicionado está asegurado (o debería estarlo) desde la concepción hasta la muerte. Ontológicamente, la persona es un ser para el amor. Y, como explica Tomás Melendo, cuanto más perfecta y desarrollada es la persona, es decir, cuanto más capaz de amar se ha hecho, más necesita a la familia, pues no hay otro lugar donde el amor florezca con más fuerza.

Lo humano, por delante de lo ideológico

La labor profamilia de la IFFD en Naciones Unidas consiste en una sencilla, aunque exigente, actividad: descubrir la verdad desnuda, sin sombra de ideología. Desde la ciencia y la estadística no hay ninguna duda. Todos los estudios con rigor científico, vengan de donde vengan, ratifican tozuda e invariablemente que la familia formada por un padre y una madre que se unen con vocación de estabilidad y apertura a la generación de nuevas vidas es el mejor entorno para el ser humano. La drogadicción, el alcoholismo, la violencia infantil, los abusos sexuales, el fracaso escolar, la violencia doméstica y todas las demás lacras sociales se previenen más eficazmente en la familia que en cualquier otro lugar.

Renata Kaczmarska, la responsable del Programa de Familia de Naciones Unidas, lo corroboró una vez más en nuestro congreso: un euro invertido en la familia tiene un retorno social mucho mayor que uno invertido en el individuo.

La familia, el rostro de lo humano… Acaso la mejor confirmación de cuanto vengo diciendo fueron los comentarios del personal del Queen Elisabeth II Centre donde se celebró el congreso, que confesaron no haber visto nunca un ambiente tan humano, es decir, tan familiar como el que habían vivido ese fin de semana.

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