En los años ochenta, Joaquín Sabina cantaba “las niñas ya no quieren ser princesas”. Era en plena eclosión del feminismo. Hoy, cuando parece haberse alcanzado, si no la cima de la igualdad, al menos una cota elevada, ocurre paradójicamente lo contrario. Vuelven las princesas, pero éstas han perdido la inocencia de los cuentos infantiles. Son princesas de cuentos para mayores.
En el número de diciembre-enero de la revista Vogue la polémica tomó la portada. Tres niñas de entre cinco y siete años desafiaban con actitud provocativa a los lectores, luciendo modelitos, joyas, zapatos de tacón y complementos de Versace, Yves Saint Laurent, Bulgari, Boucheron, Balmain o Louboutin. La publicación de estas fotos le ha valido la dimisión a la directora de Vogue París, Carine Roitfeld, y ha generado una buena polémica. ¿Dónde establecemos la frontera entre la ingenuidad de disfrazarse de mamá y la procacidad de las lolitas? ¿Dónde está el límite ético del periodismo?
Juan Manuel Bellver, corresponsal de El Mundo en París, lo recoge así en su reportaje: “Este juego en el que las hijas deciden robarle la ropa a sus madres y embadurnarse con su maquillaje aparentando ser, por unas horas, unas elegantes damitas, se ha dado toda la vida. Pero la frontera entre lo naif y lo procaz puede ser muy sutil en estos casos y hay quien ha visto en la realización de las fotos poses forzadas, enormes escotes, tacones de aguja y ceñidos vestidos de mujer fatal fuera de lugar a tan tierna edad”.
Quizá la reacción de protesta sea el final de un clamor que va in crescendo desde hace algún tiempo.
Preparadas para comprar
Natasha Walter, impulsora del nuevo feminismo, en su libro Muñecas vivientes, publicado hace unos meses, se lamenta: “No me imaginaba que acabaríamos así: las muñecas han tomado la vida de las niñas, e incluso de las mujeres. (…) La división entre el mundo rosa de las niñas y el mundo azul de los niños no sólo sigue existiendo sino que en esta generación se está extremando más que nunca. Vivir una vida de muñeca parece haberse convertido en la aspiración de muchas jóvenes, que en cuanto salen de la infancia se embarcan en el proyecto de conquistar la imagen teñida, depilada y bronceada de una Bratz o una Barbie a base de arreglarse, ponerse a dieta e ir de compras. Sin un cambio económico y político profundo, lo que vemos cuando miramos a nuestro alrededor no es la igualdad que buscábamos; es una revolución estancada”.
Peggy Orenstein en La Cenicienta se comió a mi hija, publicación que ve la luz editorial en estos días, relata cómo en el año 2000 un ejecutivo de Disney llamado Andy Mooney acudió a un espectáculo y se vio rodeado de niñas con trajes de princesa hechos en casa. De ahí surgió la línea “Princesa” de Disney, que actualmente coloca en el mercado más de 26.000 artículos de la princesa de Disney, y que en 2009, generó ventas por valor de cuatro mil millones de dólares.
“¿Es todo esto ‘rosa’ realmente necesario?”, se pregunta Orenstein. “Sólo si quieres hacer dinero”, responde.
Cabe sospechar que detrás de ambos libros subyace la crítica feminista al hecho de que naturalmente niños y niñas sigan prefiriendo opciones de juego diferenciadas. Y es cierto. Sin embargo, también lo es que el bombardeo publicitario es excesivo y reduccionista y que las niñas de hoy desarrollan gustos y asumen poses de mayores demasiado temprano.
Muñecas rotas
El ídolo de muchas niñas de todo el mundo ya no es Minnie Mouse, sino otros personajes más sofisticados de Disney Channel, como Hannah Montana (Miley Cirus) o Sunny entre estrellas (Demi Lovato). Ambas actrices, junto con otras como Lindsay Lohan o, yendo más atrás en el tiempo, Britney Spears, engrosan hoy el estante de las muñecas rotas de Disney y ejercen una poderosa influencia sobre el público infantil.
Cuando alcanzan la pubertad, estas niñas que apenas vieron dibujos infantiles se convierten en consumidoras de revistas para adolescentes y de series como las españolas Física o Química, Al salir de clase, o las americanas Skins o Gossip Girl, donde el culto al físico, la irresponsabilidad de los adultos, el divorcio de los padres, la pérdida de la virginidad y el consumo de alcohol y de drogas, son temas centrales.
Muchas veces estos productos son vistos a través de Internet, en sesiones maratonianas y fuera del alcance de los progenitores, y compartidos en foros y redes sociales. Y aunque a nadie le gustaría vivir sus ajetreadas vidas, sus protagonistas generan empatía en los telespectadores jóvenes y transmiten la sensación de que lo que piensan y hacen es lo normal o lo que está de moda.
Una sociedad erotizada
Zac Alstin, del Instituto de Bioética Southern Cross en Adelaida (Australia), llega al fondo en un reportaje publicado en MercatorNet.com que lleva por título “La defensa de los niños contra la cultura erotizada de los adultos”. En él llama la atención sobre la preocupación de instancias como la American Psychological Association, un comité del Senado de Australia o el Ministerio del Interior británico con respecto a la sexualización de las niñas, que relacionan con problemas de salud mental como trastornos alimentarios, baja autoestima y depresión.
El corazón del problema, según Alstin, es que los niños -personas cultural, física y mentalmente demasiado jóvenes como para participar en la cultura sexual de los adultos- se han moldeado y modelado para que coincidan con una cultura de adultos erotizada.
Sin embargo, su raíz está en la sexualización de los adultos. Los medios de comunicación y la publicidad inundan de erotismo la sociedad y la cultura. El sexo vende. En las últimas décadas -observa Alstin- la vida adulta ha sufrido cambios significativos en este contexto. Existen tres factores clave: el retraso de la edad del primer matrimonio, el aumento de la edad de los padres, y la disminución de la edad de la primera relación sexual. “Si los jóvenes pueden esperar a tener su primera experiencia a los dieciséis años, pero se casan y tienen hijos mucho más tarde, es evidente que el sexo no se limita al contexto del matrimonio y la procreación”.
Cuando el sexo es parte del paquete de casarse y tener hijos está sujeto a un conjunto más estricto de responsabilidades: ingresos, vivienda, estabilidad, etc. El sexo se convierte en un aspecto más de un compromiso de por vida con otra persona. “Pero si el sexo se separa de todas estas condiciones, nos quedamos con un acto meramente natural y agradable, que está limitado solo por las elecciones y oportunidades de la vida. Esta es la forma idealizada del sexo en el mundo moderno. Todo lo que queda es maximizar el propio potencial, cultivando los atributos sexuales más deseables en la sociedad actual”.
Como los mayores
En este marco, la sexualización de los niños genera conflicto, señala Alstin, “porque la visión del sexo que promueve nuestra cultura es tan libre de limitaciones y responsabilidades, que no hay nada, en principio, que disuada o evite que los niños se socialicen en él”. Después de todo, “los requisitos para tener relaciones sexuales según esta forma idealizada, no son más que el consentimiento y la oportunidad”.
Si en los mayores el sexo se separa del compromiso y de la constitución de una familia, los niños se limitarán a buscar “la apariencia de los ideales sexuales promovidos por nuestra cultura: la moda, el físico, la pose. (…) Nuestra cultura no les exige ser mayores de edad, sólo parecerse a ellos”.
Si la sexualización de los niños es una extensión lógica de nuestra cultura sexual actual -concluye Alstin-, la defensa de la inocencia infantil se convierte en un verdadero movimiento contracultural. Una campaña donde se ataque tanto la pedofilia como la hipersexualización de la cultura que nos rodea.
Y esa batalla les toca sobre todo a los padres.