Lejos del modelo patriarcal islámico, las sociedades occidentales se enfrentan a un problema que muchos contemplan desde la barrera: la ausencia de la paternidad y de referentes masculinos. En la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín el pasado mes de septiembre, se debatían fenómenos tales como el incremento de hogares monoparentales, la feminización de la pobreza o la violencia contra la mujer, sin prestar atención al papel que el desmoronamiento de la paternidad pueda estar teniendo en este panorama
Nuestra cultura está siendo impregnada de propuestas que plantean la maleabilidad hasta el infinito de masculinidad y feminidad y socavan la complementariedad, interdependencia y colaboración de los sexos, sobre todo en el ámbito familiar. Además, pesa una sospecha generalizada sobre los hombres, a los que automáticamente se tacha de autoritarios, competitivos y violentos o -simultáneamente- de irresponsables, inútiles o apáticos. Pero distintas voces -desde la antropología, la economía, la sociología o el simple sentido común- empiezan a destacar los riesgos de este eclipse de la paternidad.
La revista The Economist del pasado 9 de septiembre dedicaba a la familia un reportaje donde señalaba las desastrosas consecuencias económicas que divorcio y nacimientos fuera del matrimonio suponen para niños y mujeres. El informe ahondaba también en los efectos que las distintas políticas fiscales, de empleo o de protección social tienen en la familia. Así, el positivo esfuerzo de protección social hacia las madres solteras hace que las mujeres con niveles salariales bajos o sin trabajo prefieran depender del Estado antes que de un marido (caso de Gran Bretaña). Por otro lado, un sistema fiscal que beneficie al matrimonio promueve que las personas se casen y que disminuyan los nacimientos fuera del matrimonio (caso de Alemania).
La situación es especialmente difícil para los hombres que tienen salarios bajos, formación escasa y han sido educados en la idea de que el papel del varón en la familia es sostenerla económicamente. Y esta circunstancia es frecuente entre algunos británicos y americanos que rechazan la idea de un matrimonio donde no podrán cumplir esa función. Sin embargo, The Economist concluía que, junto al negativo panorama económico, el auge de las familias monoparentales esconde un fenómeno preocupante: los padres están siendo borrados del mapa cultural occidental.
Paternidad: la idea perdida
Ya hace tres años, la socióloga francesa Evelyne Sullerot, en su libro Quels pères, quels fils? (1), llamaba la atención sobre el nuevo prejuicio contra la paternidad. Pero fallaba al proponer soluciones sólo de carácter legal. En EE. UU., David Blankenhorn, fundador y presidente del Institute for American Values, publicó la pasada primavera uno de los mejores estados de la cuestión con su Fatherless America (2). Su libro, que obtuvo un gran eco en la prensa, examina el complejo proceso cultural de oscurecimiento de la paternidad que, en última instancia, alienta graves problemas sociales tales como la violencia juvenil y doméstica, el aumento de embarazos adolescentes y de niños nacidos fuera del matrimonio, los abusos sexuales contra menores y, por supuesto, la creciente marginación económica de muchas mujeres y niños.
Según Blankenhorn, la paternidad ha sufrido una disminución progresiva que comienza cuando, con la Revolución Industrial, hogar y centro de trabajo se separan. Desde entonces, la realización del varón se lleva a cabo de manera creciente fuera de la familia. Y el padre se ha desprendido de funciones tan vitales como la de educador moral y cuidador irreemplazable, parapetándose únicamente en el reducto del formal título de cabeza de familia y sustentador económico.
El libro es fundamentalmente una crítica cultural. La paternidad, según Blankenhorn, es una «invención» cultural en mayor medida que la maternidad, ya que la contribución biológica del varón se reduce al momento de la concepción. Antropológicamente, la paternidad humana constituye lo que el autor considera como un «problema necesario». En todas las culturas, el bienestar del niño y la buena marcha de la sociedad exigen una elevada inversión de esfuerzo paterno. Y hoy, de manera creciente, los hombres adultos no desean o no son capaces de realizar tal inversión.
La devaluación cultural de la paternidad actual es tal que resulta incompatible con su definición como un rol que sólo los hombres pueden ejercer. En nuestros días la masculinidad unida a la paternidad aparece como algo que ha de ser superado más que recuperado. Y es que la aspiración masculina de mantener relaciones sexuales sin responsabilidad se presenta como el modelo «masculino» emblemático en series televisivas, películas y literatura. Así, una paternidad disgregada y vaciada de contenido produce una masculinidad dudosa, caracterizada por unas relaciones sexuales episódicas o violentas.
Una sociedad fragmentada
En opinión de Blakenhorn, las culturas deben movilizarse para reforzar el rol de padre. Se trata de guiar a los hombres a través de cauces -jurídicos o no- que les hagan mantener una unión estrecha con los hijos y darse a ellos. La historia de la paternidad fusiona la paternidad biológica y la paternidad social en una identidad masculina coherente. A medida que avanza el papel de los padres se consigue conducir a los varones hacia las necesidades colectivas. Precisamente, según David Gutman, el resultado más significativo del proceso actual de eclipse de la paternidad es la fragmentación de nuestra sociedad en individuos aislados unos de otros y ajenos a las aspiraciones y realidades de su común pertenencia a una familia, una comunidad y una nación.
Blankenhorn destaca que la «inversión» de los padres enriquece a los niños no sólo mediante recursos económicos, sino a través de la protección física, la transmisión de la cultura y la ayuda diaria. Muchos antropólogos consideran el descubrimiento histórico de la paternidad como la clave de la aparición de la familia humana e, incluso, de la civilización. Así, Jane y Chet Lancaster advierten que, en el curso de la evolución, el momento cumbre de la fundación de la familia humana es la canalización de la energía masculina hacia la crianza de los jóvenes. La familia es una organización compleja destinada a dirigir una energía que sea invertida en la próxima generación, siendo su rasgo más distintivo la colaboración entre hombre y mujer.
Semillas de violencia
La asociación entre hombre y violencia, que aparece con notable fuerza y simplificación en nuestros días, llega a culpar a los hombres en general y a los padres y maridos en particular. Blankenhorn explica el papel que está desempeñando la ausencia de la paternidad y delimita el perfil de víctimas y culpables.
En primer lugar, confirma la propensión a la marginación, violencia o crimen que sufren muchos jóvenes americanos, precisamente aquellos que no viven con su padre y cuya adolescencia resulta mucho más problemática. Según un estudio realizado en Estados Unidos por el Progressive Policy Institute, «el crimen está más relacionado con las familias monoparentales que con la raza o la pobreza».
Todo este panorama no implica que haya que condenar al ostracismo ni a las madres solteras, abandonadas o divorciadas ni, por supuesto, a los niños. Blankenhorn propone la recuperación de la figura del padre antes que insistir en otros remedios sociales (más policías en las calles, leyes más estrictas…) o en los modelos sustitutivos que ofrece el discurso cultural de moda: el «nuevo» padre (configurado como una segunda madre), el padre «visitante» (resultado del divorcio, cuya única función es pagar la pensión y derecho el derecho de visita), el «tipo de al lado» (mentor, profesor, o jefe del club juvenil), el padrastro y el padre «donante de esperma» (conocido o desconocido, limitado a la biología).
Blankenhorn concluye su libro con una realista descripción de lo que puede considerarse un buen padre -y un hombre- y que se resume con una frase: quien pone a su familia en primer lugar. Y recuerda de paso que, frente a los derechos de los adultos, cada niño tiene derecho a su padre.
La emergencia de nuevos modelos y el «gusto exquisito»
El libro de Blankenhorn, pese a su completo examen, deja la puerta abierta a otras muchas cuestiones que por prudencia o limitación de espacio no llega a considerar. La primera sería el pesimismo vital con que hoy muchas mujeres y no pocos hombres enfocan las relaciones entre los dos sexos y, en especial, el matrimonio. La segunda es la emergencia de nuevos y sorprendentes modelos de relaciones afectivas e incluso de «masculinidad» y «feminidad».
En el verano del 94, el periódico español El Mundo traducía un artículo estremecedor de Gore Vidal que proponía la superación de la familia basada en el matrimonio: ante los «irreconciliables» intereses de ambos sexos, habría que dejar que las mujeres se ocuparan de la crianza de los hijos, libres de las interferencias de la convivencia con los varones (más interesados por otros asuntos).
Quizás esta proposición no se haya formulado tan abiertamente por otros, pero un vistazo a la literatura, cine, televisión y teatro actuales nos muestran que la idea no anda lejos. ¿Cuántas narraciones presentan hoy a hombres decentes -con sus fallos-, pero interesados por sus hijos, capaces de ser fieles y de comprometerse? ¿Cuántas, por el contrario, nos presentan a mujeres sin fisuras cuyas vidas han sido siempre destrozadas (naturalmente) por un hombre sin el cual estarían mucho mejor? Asistimos a una visión desencajada de la realidad donde la conclusión parece evidente: el matrimonio es una institución obsoleta en el que las mujeres sufren y los hombres pierden su libertad.
Mirada turbia
Pero es más, existe la creencia tácitamente aceptada de que ciertos escritores, cineastas, diseñadores, etc., conocidos por su homosexualidad, son quienes -de verdad- conocen, comprenden y retratan mejor el complejo mundo femenino… que se escapa al pobre hombre «común» incapaz de acercarse aunque sea de lejos a la profunda sensibilidad femenina. Además, las relaciones de pareja heterosexual son narradas por quienes precisamente son incapaces de vivirlas. Y no es de extrañar que esa sucesión de momentos de álgida pasión seguidos de odio, una mezcla barata de supuesta seducción, erotismo, egoísmo y violencia sean tantas veces el modelo en el cual muchos hombres y mujeres nos miramos en el cine, en la televisión, en la literatura… y en el cual no podemos reconocernos.
La visión del cuerpo que hoy se nos ofrece es resultado también de una mirada turbia que no entiende que la arruga, el kilo de más y las estrías conforman vertiginosamente nuestra anatomía una vez superados los 30 años, sin que esto suponga un drama. Una mirada procedente originalmente de quienes no saben lo que es una mujer y que, a través de la moda, de la publicidad y de otros estímulos visuales, está calando profundamente en la sociedad. Un supuesto «exquisito gusto» se cuela como sustituto de lo que era simplemente buen gusto. Un asfixiante ambiente viscontiano o el tan traído y llevado kitsch juegan a medias la partida con imágenes de Barbarella, de modelos andróginos (cuanto más jóvenes y ambiguos, mejor) o de musculosos hombres a medio camino entre la estética nazi y lo abiertamente homosexual.
Cuestiones pendientes
Por esta razón, junto a los necesarios ensayos como el realizado por Blankenhorn, esa recuperación de la paternidad y de la masculinidad se fundamenta en dos cuestiones pendientes.
La primera, superar, tanto en la teoría como sobre todo en la práctica, los diversos discursos establecidos (curiosamente desde posiciones ideológicas muy diferentes) que configuran un estatuto menor de la paternidad frente a la maternidad. Con esta concepción, se limita al padre a su función económica y se desdibuja su irreemplazable papel como educador y guía de los hijos. Como ha dicho Evelyne Sullerot, «los padres no lograrán nuevos derechos más que asumiendo voluntariamente nuevas cargas».
En este mismo sentido, sería deseable abandonar ese exagerado y falso juego de alabanzas y admiración ante las mujeres bajo el cual se esconden tantas veces muchos misóginos anónimos, inveterados «conquistadores» y otros muchos que asumen por comodidad o conveniencia su supuesta inferioridad ante las mujeres.
Pero además hace falta que, desde la literatura, el cine, el teatro, la televisión, la moda y la publicidad volvamos a narrar que, si bien las relaciones entre hombres y mujeres no puedan considerarse como fáciles son, desde luego, bastante interesantes.
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(1) Evelyne Sullerot. Quels pères, quels fils? Fayard. París (1992). Versión española: El nuevo padre. Ediciones B. Barcelona (1993). Cfr. servicio 80/93.
(2) David Blankenhorn. Fatherless America. Basic Books. Nueva York (1995). 328 págs. 23 dólares.