Nairobi. Su ropa está mugrienta; nunca se lavan; su pelo es una maraña; despiden un olor rancio; sus ojos presentan ligeras vetas de sangre porque fuman cannabis y aspiran pegamento; su aspecto mueve a lástima, lo que en ocasiones provocan ellos deliberadamente; suelen agruparse en bandas, y se les puede hallar cerca del centro de la ciudad, donde cobran a los conductores por guardarles un estacionamiento, o en los centros comerciales de los alrededores. Son los niños de la calle.
Escarban en los montones de desperdicios de los restaurantes o en los vertederos municipales en busca de comida, y duermen en cualquier lugar que encuentren. Ni van a la escuela, ni están bajo la autoridad paterna, ni tienen que lavarse, ni cambiarse de ropa ni hacer tarea. ¡Todo un sueño para muchos chavales!
Y se dirigen a Nairobi desde todos los rincones del país, a menudo como polizones en un camión. Se pelean entre sí; roban dinero o, a veces, teléfonos móviles; pero se cuidan mutuamente practicando una especie de tosca camaradería. Cuando uno de ellos enferma o resulta herido o atropellado por un coche, se hacen con un carrito de mano y, todos ellos, lo llevan al hospital más próximo y allí esperan hasta que recibe tratamiento.
La gran mayoría de la gente los considera una auténtica vergüenza y trata de vivir como si no existieran o querría que anduviesen por otra parte. Algunos, imprudentemente, les dan un dinero que probablemente se gastarán en pegamento o en cannabis. Es más aconsejable darles comida, entablar conversación con ellos, convencerles para que acudan a un centro de acogida para niños de la calle o incluso llevarles hasta allí.
A falta de una definición precisa de niño de la calle y dado que hay tantos muchachos que huyen de sus casas, no resulta fácil evaluar su número; pero se cuentan por millares, quizá por cientos de miles, en cualquier momento. ¿Cómo nació el fenómeno? Se cree que comenzó en los años cincuenta del siglo XX, durante el alzamiento del Mau Mau contra el poder colonial, cuando la mayoría de las familias «kikuyu» de Nairobi y sus alrededores y de la Provincia Central fueron desplazadas y enviadas a campos de concentración; las familias se dividieron y sus miembros se dispersaron.
La respuesta del gobierno
Su número ha crecido durante los últimos 20 ó 25 años como consecuencia del aumento del desempleo y la pobreza entre las clases menos instruidas; de la epidemia de sida y del elevado índice de madres solteras. Debido a una cierta depresión que atraviesa el sector agrícola, y a la escasa paga que perciben los obreros no cualificados, numerosas familias o madres solteras apenas pueden sobrevivir. Desesperados, muchos hombres, incluso algunas mujeres, se entregan al alcohol. En tales circunstancias, los padres, o lo que es peor, los padrastros, pueden volverse muy crueles con sus hijos o hijastros. La mayoría de los niños de la calle huyen del maltrato físico, o en ocasiones sexual, que padecen en casa.
El gobierno y el mundo empresarial han reaccionado con lentitud ante el problema. El enfoque del gobierno consistía simplemente en reunir a los muchachos en grandes centros sociales y enviarlos por tandas a una especie formación militar -llamada Servicio Nacional de la Juventud- donde aprendieran un oficio. La formación ha tenido éxito en algunos casos, pero no en todos.
Por bien intencionado que fuera el plan de hacer una redada con los chicos, no se tuvo en cuenta que no podría funcionar con grandes grupos de jóvenes adictos al cannabis y al pegamento, y que estaban al cuidado de unas pocas personas sin la debida capacitación. A la primera oportunidad, los chicos se escaparían para volver al pegamento y a las drogas, y a la «dulce vida» de las calles.
La respuesta del mundo empresarial ha adoptado la forma de donaciones esporádicas de dinero y comida, y algunas acciones de voluntariado. Pero no pasa de ser un gesto.
La labor de la Iglesia
El trabajo de buscar a los chicos y llevarlos a los albergues, entrar en contacto con sus familias y ayudarlos a adaptarse o readaptarse a una vida normal y estable ha sido llevado a cabo -y sigue siéndolo de forma admirable- por grupos religiosos, principalmente por parroquias o comunidades religiosas católicas. Cuando los religiosos los toman a su cuidado, tratan de crear un entorno más hogareño; nombran «supervisores de residencia» para hacer un seguimiento de cada muchacho y entrar en contacto con sus padres.
Los muchachos siguen un plan diario o semanal que comprende oraciones y clases de catecismo, deportes y comidas como en familia, asistiendo la mayoría de ellos a una escuela primaria cercana. Se ha descubierto que la formación y las actuaciones y representaciones deportivas, artísticas o musicales ayudan considerablemente a librar a los chicos de traumas y a devolverlos a la normalidad.
Uno de esos centros, llamado Shangilia Watoto Africa (¡Alegraos, Hijos de África!), dirigido por ciudadanos de principios cristianos, y que se especializa en ejercicios de acrobacia, ha logrado que algunos de los niños viajen al extranjero para ofrecer actuaciones. Para alguno de ellos bien pudiera ser la forma de salir de la pobreza.
Los muchachos cuya adicción a las drogas y al pegamento es más grave exigen una rehabilitación especial y ello resulta difícil dado lo oneroso del tratamiento, cuyo precio es de alrededor de 25 dólares diarios, y que debe prolongarse durante al menos tres meses. (Los kenianos que se encuentran bajo el umbral de la pobreza, como éstos, sobreviven con un dólar al día o con menos). Algunos, a pesar de la ayuda, no tienen remedio: su desarrollo físico se ha detenido; vagan a la deriva yendo de un empleo ocasional o de un lugar de formación a otro; pueden morir jóvenes. Otros, también a pesar de la ayuda que reciben, acabarán en el crimen y la prostitución; o en prisión o abatidos por la policía.
Los más afortunados regresarán al seno de sus familias, se asentarán y puede que, con ayuda de aquí y de allá, incluso lleguen a la universidad o reciban formación de asistentes sociales. En Nairobi existe al menos una asociación de antiguos niños de la calle cuya finalidad es la de ayudar a compañeros a los que conocen, que están sin empleo y que no han tenido el golpe de suerte del que ellos sí se han aprovechado.
Martyn Drakard