Niños que tienen de todo, menos el tiempo de sus padres

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Alan Judd escribe en The Daily Telegraph (25-I-99) que no es prudente trasladar a las niñeras la tarea educativa que corresponde a los padres, ni intentar equilibrar la balanza concediendo a los hijos todo lo que pidan.

(…) Es comprensible el deseo de muchas mujeres de conseguir una persona para cuidar de sus hijos mientras trabajan. Mucha gente necesita dos sueldos para vivir como viven, aunque es un error conceder más categoría al trabajo fuera del hogar que a las tareas domésticas. Además, casi cualquier trabajo es más fácil y menos cansado que estar en el hogar con niños pequeños. En el trabajo hay descansos, pero en el hogar siempre hay algo que hacer.

En ese caso, pretender que una extraña de 20 años pueda con el jaleo del que usted huye es no solamente injusto sino imprudente. Si piensa que usted se volvería loca por estar sola en el hogar rodeada de pañales y dibujos animados doce horas al día, ¿por qué ella no? Los niños no son de su niñera, y cuidarlos todo el día es para ella lo que para usted es su carrera profesional. No quiero decir que la gente no deba tener niñeras y empleos fuera del hogar, o que quizás la mayoría de las fórmulas de atención doméstica son insatisfactorias para los implicados, incluidos los niños. Pero los padres que deciden tener hijos y buscan casi una dispensa total de la obligación de criarlos durante los primeros años, pueden estar imponiendo sobre sus niñeras, habitualmente solitarias, una tensión que lleva a estirar la cuerda hasta que se rompe.

A menudo, esas ayudantes solitarias son sólo chicas que no deberían ser dejadas sin supervisión. No es culpa suya si no han sido entrenadas, si no están acostumbradas a los niños y si reciben una paga mísera por parte de gente que, curiosamente, está dispuesta a gastar más en fiestas y cenas caras que en una buena atención a sus hijos.

Conozco a un matrimonio de Londres con un trabajo y una vida social absorbente, una segunda casa en el campo, una tercera en el extranjero y dos niños. La niñera se encargaba de despertar a los niños, pasar el día con ellos o llevarlos y traerlos del colegio, darles de comer, cuidarlos cuando se ponían enfermos y acostarlos; sólo entonces, en teoría, empezaba su vida privada, mientras que sus ocupados padres no sabían lo que comían, decían, hacían o sentían sus hijos. Por supuesto, estaban siempre accesibles por teléfono móvil, y cuando conseguían ver a sus hijos despiertos, les mimaban con golosinas y cualquier otra cosa, especialmente cualquier cosa cara, que quisieran.

(…) Esta falta de atención se intenta ocultar dando a los hijos todo excepto lo que más quieren y necesitan: el tiempo de sus padres. Estos padres no se consideran negligentes. Su actitud probablemente procede del egoísmo que todos tenemos en diversos grados, y aun su imprudente indulgencia -no sólo con las cosas, sino también con la falta de disciplina en el hogar- indica que incluso el más despreocupado siente alguna culpabilidad. Es como si trataran de educar a la siguiente generación como un componente estético más de ese lamentable concepto de «estilo de vida», que se consigue cuando se logra el equilibrio entre incomodidad y placer. Pero esa indulgencia con los caprichos de sus hijos indica que son interpelados permanentemente por la conciencia de que deberían hacer algo más.

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