Contrapunto
Un nuevo filón se abre para la boyante industria de las querellas por daños y perjuicios en Estados Unidos. Peter Wallis es el primer hombre que lleva a los tribunales a una mujer por «apropiarse y hacer mal uso intencionadamente» de su semen, convirtiéndole en padre contra su voluntad.
Wallis y su ex novia Kellie Smith convivían sin estar casados. Wallis cuenta que al principio de su relación él le dijo que no quería tener hijos, y que ella le aseguró que no había problema pues tomaba la píldora. Sin embargo, se quedó embarazada. Ante la nueva situación, Wallis le pidió que se casaran. Ella respondió que no, pues, según dice ahora, se dio cuenta de que él no la quería. Él le pidió entonces que abortara, a lo que ella se negó, y se separaron.
Ahora, un año después del nacimiento de su hija, Wallis acusa a Smith de fraude por incumplir el acuerdo de no tener descendencia, obligándole a cargar con los gastos de mantenimiento de la niña. Ella asegura que sí tomaba la píldora, pero se quedó embarazada por «accidente» (¿materia para otra querella contra un laboratorio farmacéutico?).
A partir de las circunstancias del caso -por otro lado, no tan peculiares hoy día-, se plantean una serie de cuestiones cada vez más debatidas en estos tiempos en que se da por supuesta la separación entre sexo y procreación. ¿Tiene el hombre derecho a negarse a ser padre? A lo largo de la historia, muchos hombres adoptaron una postura egoísta, desentendiéndose de la mujer a la que habían dejado embarazada. De ahí que se considerara un progreso que la ley autorizara la investigación de la paternidad, obligando en su caso al hombre a mantener al hijo que había engendrado.
Pero, tras el abandono de tantos aspectos «tradicionales» de la sexualidad, también éste puede ser revisado. La abogada de Ms. Smith asegura que «éste es un caso sobre un hombre que no quiere aceptar su responsabilidad sexual». El argumento sería más sólido si la ley no admitiera la actitud pro choice en las consecuencias de las relaciones sexuales. Si la mujer tiene derecho a negarse a ser madre, aunque haya consentido voluntariamente en las relaciones sexuales, ¿por qué no puede el hombre rechazar la paternidad no deseada? Si la mujer tiene derecho a abortar a un hijo no deseado sin que el padre pueda oponerse, ¿por qué el hombre en la misma situación debe estar obligado a pagar durante años el mantenimiento del hijo?
La abogada de la mujer sostiene que el hombre debería haber compartido la responsabilidad de la anticoncepción, y que, en cualquier caso, la falta de intención no excusa de la paternidad. Pero, después de tanta prédica feminista de que la biología no es un destino, ¿cómo no rebelarse contra este sometimiento a lo biológico?
Como también es difícil pedir al hombre que se responsabilice de evitar el embarazo, cuando luego es la mujer la que controla unilateralmente la fecundidad y la que puede decidir, sin intervención del padre, si tendrá o no el hijo ya concebido. Desde el punto de vista legal, en la paternidad hoy es el hombre el sexo débil. Como dice la socióloga Evelyne Sullerot en El nuevo padre, «hemos pasado del reino de los padres al reino de las madres», del denostado patriarcado a un matriarcado que es de mal tono denunciar.
Pero los hombres empiezan a reaccionar. Igual que la mujer «seducida y abandonada» de antaño se quejaba de haber sido utilizada como mero instrumento de placer por el hombre, Wallis asegura que su novia le utilizó como mero instrumento de reproducción y luego le dejó. Se siente traicionado y víctima de un fraude. No es un asunto de dinero, dice. «Me preocupa que mi hija haya nacido en un hogar roto». Kellie replica que el esperma es una especie de «regalo», transmitido de modo voluntario, y que no tiene sentido hablar de apropiación indebida.
El caso ha despertado gran interés, pues si el tribunal da la razón a Wallis podría ser el pistoletazo de salida para tantos litigios en que los hombres eludirían las responsabilidades financieras respecto a los hijos que han engendrado, acusando a su pareja de negligencia en la anticoncepción. Y así, la libertad sexual obtenida con los anticonceptivos se pagaría al precio de una nueva obligación.
Pero, más que abrir un nuevo frente de lucha entre hombres y mujeres, sería la oportunidad de repensar la cuestión desde el principio. La técnica ha permitido separar el sexo y la procreación. Pero al mismo tiempo se ha separado también la relación sexual y el compromiso; la aportación de los gametos sexuales y el proyecto común de un hijo; la cohabitación y la entrega mutua incondicional. Por este camino, sólo los abogados saldrán ganando.
Ignacio Aréchaga