Economía global: ¿qué nos pasa?

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Economía global: ¿qué nos pasa?

En su visión de la actual circunstancia económica, un blog reciente del Fondo Monetario Internacional ha divulgado el “índice de incertidumbre global”, elaborado en su día por The Economist Intelligence Unit y que, como cabía esperar, alcanza niveles exageradamente altos en los inicios del año 2023. La cuestión es cómo hemos llegado hasta aquí, cuáles son las bases de esa visión tan insegura respecto futuro, y qué cabría esperar.

¿Qué nos pasa? Simplemente que vivimos y padecemos el legado de unos acontecimientos catastróficos del último lustro, y no está claro cómo podremos superarlos. He aquí un resumen de la historia.

Ya antes del covid-19, la economía mundial había iniciado fuertes procesos de cambio, no necesariamente para bien. La actitud proteccionista de los Estados Unidos, bajo la presidencia de Donald Trump, estaba rompiendo el llamado “consenso de Washington”, que desde el colapso del comunismo venía dando forma en todo el planeta a una economía de mercado, dinámica, libre, abierta al comercio, favorable a los movimientos de capital, sin inflación, con participación creciente de grandes masas de la población mundial y con éxitos fulgurantes en cuanto a disminución de la pobreza.

En ese entorno liberal tan positivo, la crisis financiera de 2009 revistió una gravedad indudable, pero no pasó de ser un evento transitorio, del que la economía global se recuperó en algo menos de dos años. Sin embargo, el fenómeno provocó un giro gradual hacia planteamientos intelectuales donde la pura racionalidad del mercado pasaba a ser sustituida por una creciente dosis de emotividad y enojo. Tal fue el contexto sociológico e intelectual, en el que la presidencia de Trump inició su retroceso histórico en materia de comercio e inversión internacional. Enarboló, para ello, la bandera de una creciente amenaza china y una clara desconfianza hacia los socios europeos, que ocupan un lugar secundario en los procesos mundiales de innovación tecnológica y dinamismo de la economía.

Como es obvio, la pandemia de 2020 vino a agravar seriamente esos cambios. Constituyó, de hecho, lo que los profesionales denominan un “shock exógeno” sin precedentes. Se trató de un trauma global que, en lo económico, afectaba no solo a la demanda ni solo a la oferta, sino a ambas a la vez, circunstancia que nadie había vivido en tiempos de paz. Por lo mismo, llevó a una contracción súbita de la actividad global, el comercio internacional, la inversión directa y los movimientos de capitales o de personas, sin ninguna clave respecto a la posible duración e intensidad del fenómeno.

Los gobiernos hubieron de afrontar una disyuntiva que les obligaba a elegir entre parar la economía por confinamiento o permitir una apertura parcial, que mantuviera cierta actividad económica a costa de ocasionar un número imprevisible de muertes por contagio. Se enfrentaron así a un trade-off moralmente desgarrador: ¿cuánta inacción, y consecuente pobreza, debía admitirse para evitar fallecimientos masivos?; o alternativamente: ¿cuántas vidas humanas deberían sacrificarse por cada punto de crecimiento en el PIB? Todos los gobiernos hicieron lo que estaba a su alcance en cada momento, sin poder evitar incertidumbres serias respecto a posibles repuntes de la pandemia, con sus consecuencias económicas y humanas. Enjuiciar hoy las políticas entonces aplicadas por unas u otras autoridades desborda el campo de la economía y puede introducirnos en un terreno de desconcierto moral, pero no dejaron de tener consecuencias.

¿Cómo pudimos sobrevivir en aquellas circunstancias? Solamente a partir de fuertes compromisos de gasto por parte de los gobiernos. En los Estados Unidos, la propia Administración Trump llevó a cabo el programa “CARE”, que suponía desembolsos extraordinarios de 2,3 billones de dólares (diez por ciento del PIB). Entre ellos se incluía, por primera vez, el envío masivo de cheques a una gran parte de la población norteamericana.

En la Unión Europea, se activó la “claúsula de escape” del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), dejando vía libre a cada gobierno para incurrir en el déficit presupuestario que considerara oportuno, sin frenos procedentes de Bruselas. Además, la propia Unión Europea arbitró miles de millones de euros, a través de mecanismos ya existentes (MEDE), u otros de nueva creación. Tales fueron el SURE (en nuestro país, financiador de los ERTEs) y, sobre todo, el llamado “Next Generation Recovery Fund”, todavía en vigor.

Por justificados que moralmente estuvieran, esos excesos de gasto llegaron a originar déficits públicos de una magnitud sin precedentes en tiempos de paz. El desequilibrio presupuestario llegó a superar el diez por ciento del PIB en muchas de las grandes economías, como las de Estados Unidos (14,5%), Reino Unido (12,8%), China (10,7%) o la propia España (11%).

¿Cómo se financiaron unos déficits tan exagerados? De la única forma posible, es decir, mediante la emisión masiva de bonos a distintos vencimientos, que elevaron la deuda pública en casi treinta puntos porcentuales del PIB, para economías tan relevantes como –otra vez– las de los Estados Unidos, China o el Reino Unido, y en casi veinte puntos las de España, Italia y otros países europeos. A su vez, la deuda de empresas privadas experimentó también fuertes crecimientos, con el aval de distintos organismos públicos de carácter financiero.

¿Y quién adquirió la mayoría de esa deuda adicional, de forma inmediata? La respuesta es clara: los bancos centrales, a través de líneas específicas, como la APP de la Reserva Federal norteamericana, o la “Pandemic Emergency Purchasing Power (PEEP)” del Banco Central Europeo. Generaron, con ello, una amplia burbuja monetaria, a la vez que situaban en nivel cero sus tipos de interés referenciales.

Si de economía se trata, la mecánica arbitrada y la vía de salida del covid-19 no tuvieron, pues, nada de originales, aunque quizá no cupieran otras más novedosas, ni se dispusiera de tiempo para diseñarlas. En efecto, aumentos de gasto del Estado, financiados con emisión de deuda pública, monetizada a través del banco emisor, han sido episodios frecuentes en la historia económica desde que, hace casi dos siglos, se generalizó el papel moneda, y a medida que se debilitaban (hasta su desaparición) los límites de emisión impuestos por el patrón-oro.

Los episodios de ese tipo, tan repetidos en la historia, suponen actuar sobre la demanda agregada. Aunque normalmente justificados desde la vertiente política, todos ellos, incluido el actual, han provocado efectos negativos, en forma de desequilibrio interno (inflación) o externo (fuerte alteración de los tipos de cambio). Pero la pandemia afectó también a la oferta, cuya mecánica de recuperación no estaba prevista en los manuales de economía y, en consecuencia, se reveló como algo más difícil de lograr.

La demanda podía ser estimulada con cierta facilidad, pero reactivar una actividad productiva paralizada durante meses pasaba por superar carencias en materias primas, productos intermedios, energía, manufacturas, alimentos, transporte, logística etc., algo que nadie parecía haber previsto.

Como es obvio, la mayoría de esos problemas resultaron agravados por la invasión rusa de Ucrania –a todas luces, injustificable–, así como por las sanciones impuestas al país invasor por parte de la comunidad financiera internacional. Las dificultades para la reactivación económica global se han incrementado. A su vez, nuevas presiones alcistas sobre los precios (analizadas en artículo anterior) nos han llevado a una “cultura inflacionaria” generalizada, que se autoalimenta por diversas vías, y de la que no resulta fácil salir sin provocar recesión y desempleo en un buen número de países.

Luchar contra la inflación es hoy la prioridad económica. Pero ello requiere que los bancos centrales apliquen políticas monetarias restrictivas, mediante interrupción de sus compras de deuda, así como subidas importantes en los tipos de interés que aplican en sus préstamos al sistema bancario. Los gobiernos, por su parte, habrán de colaborar en ese esfuerzo, ajustando a la baja el déficit público y reduciendo el nivel de endeudamiento en cuanto sea necesario. Ni que decir tiene que ambas actuaciones impactarán a la baja el ritmo de actividad y al alza la tasa de paro. Pero no pueden dejar de aplicarse con mayor decisión que hasta ahora, si no queremos que la inflación se haga crónica y termine por destruir las bases del equilibrio social que aún mantenemos.

Y ése es, justamente, el nuevo trade-off en el que se encuentran las sociedades actuales: ¿cuánta caída del crecimiento económico y cuánto aumento del paro estamos dispuestos a tolerar, por cada punto de reducción en el nivel general de precios?

Pocos gobiernos y pocos bancos centrales parecen inclinados a dar una respuesta clara, y menos aún en aquellos países que afrontan un año electoral. Es muy posible que el crecimiento económico en 2023 no sea tan bajo como lo esperado hace unos meses, pero también lo es que ese ligero alivio en el horizonte económico venga asociado a una continuidad en las tensiones alcistas de precios. De producirse, ese escenario de desaceleración moderada, con inflación continua, revelaría una falta de convicción y de rigor por parte de las autoridades monetarias y fiscales, a la hora de afrontar el legado del pasado quinquenio.

Los países deben pagar el coste social que supone paliar aquellos excesos en los que sus propios gobiernos han venido incurriendo. Y, al parecer, no son muchos los que se muestran dispuestos a ello.

Juan José Toribio
Profesor Emérito de IESE Business School
Ex-Director Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional

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