El Estado francés ha decidido incluir el derecho al aborto en su Constitución. Su artículo 34 viene a establecer que “la ley determina las condiciones en las que se ejerce la libertad garantizada a la mujer de recurrir a una interrupción voluntaria del embarazo”. La reforma evita significativamente el recurso a la expresión “derecho al aborto”, pero eso es exactamente lo que garantiza. Todo eufemismo encubre alguna forma de mala conciencia. No habla de derecho, sino de libertad. Y se refiere a la interrupción del embarazo y no al aborto, pero lo que consagra es el derecho constitucional al aborto libre.
Aunque me voy a centrar en el análisis jurídico, conviene partir de una breve reflexión moral previa. El aborto constituye una conducta inmoral desde una perspectiva meramente natural. El embrión es un ser vivo de la especie humana, por lo tanto, un ser humano. La vida humana comienza con la concepción y termina con la muerte. La inmoralidad del aborto procede de su inclusión en el precepto fundamental de no matar. Nunca puede ser, por lo tanto, una conducta conforme al deber. Además, si la moral consiste en la opción en favor de “lo mejor”, es claro que no se trata de la opción mejor, sino que existen otras preferibles que conservan la vida embrionaria. Julián Marías afirmó que los dos más graves errores morales del siglo XX habían sido la aceptación social del aborto y la generalización del consumo de drogas. Repárese en que no se afirma que se trate de los dos peores crímenes, sino de errores morales, que estiman como bueno lo que es, de suyo, malo. Moralmente, el aborto es un crimen.
La valoración jurídica es igualmente negativa. Ni las constituciones ni los parlamentos son omnipotentes ni infalibles. Al menos, se encuentran limitados por la búsqueda de la justicia y del bien común. Tres son, en principio, las regulaciones jurídicas posibles del aborto. Puede ser tipificado como delito, ser despenalizado parcialmente o ser considerado lícito. El derecho no existe para imponer todo el contenido del orden moral, sino solo lo necesario para garantizar la paz social y la justicia. En este sentido, está vinculado con la moral social, con los principios y valores vigentes en una sociedad, aunque no determinado por ella. Entre esas tres opciones, las legislaciones pueden optar atendiendo a las circunstancias sociales, aunque la tercera me parece rechazable.
Lo que nunca es lícito, salvo que la ley aspire a negar la justicia, es considerarlo como un derecho. El hecho de que algo sea jurídicamente lícito o permitido no significa que se convierta en un derecho. Uno tiene derecho, por ejemplo, a vacaciones pagadas, pero no a viajar a un determinado país, porque si lo tuviera podría exigir a las administraciones públicas su satisfacción. Es algo lícito y permitido, siempre que pueda pagárselo, pero no un derecho. Tener un derecho es poseer la capacidad de exigir e imponer a toda la sociedad, incluso utilizando la fuerza del Estado, su ejercicio. Todo derecho lleva aparejados deberes, para su titular, en su caso, y para toda la sociedad. Si hay un derecho a matar al embrión, existe necesariamente un deber de quitarle la vida si la gestante así lo solicita. Es decir, existe un deber de matar. Es grave la confusión que reina en nuestro tiempo sobre el fundamento de los derechos. Hoy se tiende a confundir el derecho con el mero deseo. Toda pretensión que no dañe directamente a otro o a otros se considera como suficiente para dar lugar a un derecho. Y ni siquiera este error jurídico sería aplicable al aborto, ya que en este caso existe alguien directamente perjudicado, y nada menos que con la eliminación de su vida.
Con relación al aborto se ha producido un fenómeno insólito en muchas legislaciones, incluida la española. En apenas unas décadas ha pasado de ser considerado un delito a convertirse en un derecho, y ahora, en Francia, un derecho garantizado por la Constitución. Además, en este caso, la apelación a la moral social resulta inútil porque las opiniones públicas se encuentran radicalmente divididas entre quienes lo consideran un crimen y quienes lo reivindican como un derecho fundamental de las mujeres.
La consideración del aborto como derecho constituye una grave injusticia y nunca puede calificarse como conforme a derecho. El debate sobre el estatus jurídico del embrión como persona o no resulta irrelevante en este caso. La consideración del aborto como jurídicamente ilícito no depende de la atribución de la condición personal. Es cierto que el Código Civil español establece que la personalidad se adquiere con el nacimiento. Pero se trata de la personalidad jurídica y no de la posesión de la condición filosófica de persona. Precisamente por esto, la Constitución española afirma que “todos tienen derecho a la vida” y no “toda persona”. Se trataba de garantizar el derecho a la vida prenatal. Por otra parte, la legalización del aborto libre entraña una absoluta desprotección de la vida humana embrionaria que dejaría así de ser un bien jurídicamente protegido.
Por primera vez, una legislación establece el aborto como un derecho garantizado constitucionalmente. Una aberración jurídica perpetrada por Francia, que ya ha sido exigida por algún partido español. La infamia es contagiosa. Pero no se piense que el caso francés constituye una anomalía extravagante en Europa. Es un ejemplo más de su decadencia moral y espiritual derivada de la renuncia a los principios fundamentales de su civilización: la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Ortega y Gasset afirmó que Europa se había quedado sin moral. No es que una nueva viniera a sustituir a la vieja. Y cuando no hay moral, lo que se impone es la inmoralidad y la desmoralización.
La aceptación social del aborto es un grave error moral, y su legalización como derecho, un terrible error jurídico. Europa parece empeñada en romper con los principios que la forjaron como civilización y que solo hace unas décadas, al final de la Segunda Guerra Mundial, fundamentaron la nueva realidad europea. Religión, filosofía, derecho, democracia liberal y Estado de derecho son pisoteados por los nuevos bárbaros interiores. La barbarie no amenaza con asaltarnos desde el exterior. Ya está entre nosotros y, en muchos casos, gobernándonos.
Parecemos empeñados en olvidar la vieja y sabia enseñanza de que la justicia no depende de la arbitraria voluntad del gobernante ni de la mayoría de los hombres. La mayoría no puede decidir sobre la verdad ni el bien moral. Aunque todos los hombres pensaran que el aborto es un derecho y que el sol gira alrededor de la Tierra, no sería menos cierto que el aborto es una conducta inmoral y antijurídica y que es la Tierra la que se mueve alrededor del sol. Existen condiciones morales previas que se imponen a la democracia y al Estado de derecho. Es lo que una tradición filosófica secular ha llamado “ley natural”. No se trata solo de que Europa se degrade moralmente; es que camina hacia su extinción. El filósofo Antístenes proclamó que las ciudades que dejan de distinguir entre el bien y el mal caminan hacia su extinción. La enfermedad de Europa es moral y puede ser también mortal.