Me aseguraba recientemente un profesor universitario de ingeniería que el 60% de sus alumnos no sabían quién era el autor de El Quijote. Algo en mí se resiste a creer que pueda ser verdad, pero, si les soy sincero, me da miedo preguntar a otros profesores. De tanto denigrar la memoria, estamos convirtiendo a muchos jóvenes en extranjeros de su propia cultura. Estamos dinamitando la cultura común.
— ¿Para qué le sirve a un niño saber la fecha de la batalla de las Navas de Tolosa? —me preguntó un profesor.
— ¡Para nada! –le contesté.
— ¿Y entonces?
— Conocer una fecha, efectivamente, no sirve para nada. Pero conocer diez sí, y conocer cincuenta es utilísimo, porque con 50 fechas ya posees un esquema cronológico en la cabeza que te permitirá situar los diferentes acontecimientos de nuestra historia.
Cuando doy respuestas de este tipo no es nada extraño que me encuentre con este contraargumento:
— ¡Pero si todo está en internet!
Efectivamente, todo está en Internet. Y eso es lo que me asusta. Está lo bueno, lo malo; lo verdadero, lo falso; lo alto, lo bajo; lo noble, lo vil; la alabanza rigurosa, el insulto mendaz… Todo está en Internet… excepto el criterio para diferenciar una cosa de la otra. Esto, el criterio, es algo que uno conquista con la ayuda de maestros.
Las nuevas tecnologías están muy lejos de resolver los problemas educativos. Unos padres me contaban hace unas semanas que la clase de su hijo había ido de excursión al Monasterio catalán de Poblet. Al llegar, le dieron a cada uno una app que les serviría de guía ofreciéndoles las informaciones pertinentes. Pero la app no funcionaba y no había ningún guía de carne y hueso que pudiera dirigir la visita. Como los profesores acompañantes no se sintieron capacitados para asumir este papel, los niños dispusieron de la mañana para “merodear a su aire” (son palabras de los padres). No sé si se lo pasaron bien o mal, pero no pondría yo este caso como ejemplo de experiencia educativa.
Que quede claro que doy por supuesto que nuestros gestores educativos quieren hacerlo bien. No me magino un gabinete secreto en el Ministerio de Educación donde se planifica la expansión de la ignorancia. Pero la experiencia me ha demostrado que, si siempre hay que ser generoso con las intenciones ajenas, no hay que dar por supuesto que siempre vayan acompañadas de inteligencia.
Creo que el giro emotivista de la pedagogía actual se ha llevado a cabo con la intención de ayudar a una infancia a la que se ve como una especie de clase social oprimida. No exagero. El de la pedagogía es el único campo académico que sigue tomándose en serio al historiador francés Philippe Ariès cuando asegura que la infancia es una construcción social (1). Mientras el mismo Ariès acabó reconociendo que su tesis no estaba bien sustentada, muchos pedagogos han hecho de ella un dogma de fe. Algunos, incluso, animan al niño a sublevarse contra el sistema opresivo del “adultismo”, que lo somete arbitrariamente al estatus de “menor” para privarlo así del ejercicio de los derechos que los adultos se conceden a sí mismos (2). Pero por este camino a donde estamos llegando no es al fomento de la libertad del niño, sino de su sobreprotección.
La sobreprotección es una forma de mal trato, porque intentando allanar el camino de los niños les impide aprender a superar dificultades. Estamos estimulando la aparición de niños narcisistas con pánico al fracaso… porque temen decepcionar las expectativas desmedidas que hemos depositado en ellos. Es una manera perversa de amar a un niño aquella que, para ahorrarle una decepción, le evita todo riesgo. No estoy pensando en poner a prueba su amor por las ballenas o su ansiedad ante el futuro ecológico de la humanidad, sino en valorar su predisposición para colaborar espontáneamente con las tareas cotidianas del hogar. Es cierto que es más fácil comprometerse con la salvación del planeta que con el mantenimiento del orden y limpieza del propio dormitorio, pero lo primero sin lo segundo, es una forma de postureo.
Los niños más perjudicados con la sobreprotección, y esto es lo que pretendo resaltar, son, sin duda, los que crecen en entornos culturalmente pobres. Son los damnificados por nuestras buenas intenciones.
Los que crecen en ambientes familiares culturalmente sofisticados tienen muchas posibilidades de salir adelante, sin que importe demasiado lo que hagan en la escuela. La escuela es para ellos un elemento más de su formación cultural. ¿Pero dónde adquirirán los niños culturalmente pobres lo que la escuela no les quiera enseñar? ¿A qué otro lugar podrán recurrir para expandir su mundo?
¿Saben ustedes que a los cuatro años de edad un niño de una familia culturalmente rica ha podido escuchar la friolera de cuarenta millones de palabras más que un niño de una familia culturalmente pobre? Los primeros acuden a la escuela con un vocabulario sofisticado que les permite integrar de manera fluida el lenguaje académico en su lenguaje familiar. Por el contrario, los segundos tienen que traducir el lenguaje escolar al más reducido de su lenguaje familiar. Dicho de otra manera: el niño culturalmente rico siempre está haciendo deberes, aunque no sea consciente de ello, ya que en casa, de manera espontánea no deja de reforzar los aprendizajes escolares. Sus padres comentan las noticias de los medios de comunicación, hoy invitan a cenar a los amigos médicos y mañana a los amigos arquitectos y, además, dedican muchos recursos al consumo cultural familiar. Como saben mucho del mundo, su éxito académico depende relativamente poco de lo que hagan en sus primeros años escolares; mientras que en el caso de un niño pobre la dependencia es total. Por eso los niños de la escuela italiana de Barbiana decían que los niños ricos siempre están repitiendo los conocimientos escolares en casa, mientras que los pobres solo pueden repetir curso.
Yo lo diré de manera más cruda: la institución escolar juega a favor de los que llegan a sus puertas con mayor competencia lingüística.
A este fenómeno se lo conoce en psicología como “Efecto Mateo”. Recuerden la parábola de los talentos del Evangelio de Mateo (25, 14-30): “Porque a todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene”. Pues esto es lo que pasa en nuestras escuelas especialmente cuando, en torno a los 8 años (tercero de primaria), los niños tienen que pasar de aprender a leer a aprender leyendo. En este momento sus diversas competencias lingüísticas (que en su mayor parte son las que han traído de casa) crean trayectorias escolares divergentes. Este es un fenómeno bien conocido en la literatura pedagógica actual. Pero habitualmente se interpreta de la manera más equivocada, pues al constatar que determinados niños van bien en la escuela, tendemos a pensar que su éxito no se debe a sus condiciones familiares, sino a nuestros métodos pedagógicos, con lo cual intentamos generalizar esos métodos convirtiéndolos en los procedimientos canónicos del trabajo escolar, sin detenernos a analizar con rigor las causas de las diferentes trayectorias escolares.
Enfrentemos los hechos cara a cara: el éxito de una metodología no se mide por la trayectoria de los alumnos culturalmente más favorecidos, sino por el de los alumnos más desfavorecidos. Son estos últimos los que dependen exclusivamente de la bondad del método escolar para mejorar sus resultados. Insisto: son los culturalmente pobres los que ponen a prueba la eficiencia de nuestras buenas intenciones.
Estamos hablando en términos estadísticos. En la realidad de un alumno hay que valorar también otras variables, como su cociente intelectual, su resiliencia y capacidad de esfuerzo, la relación de su familia con la escuela, etc., pero a pesar de que mirando a un niño de seis años a los ojos nadie está en condiciones de asegurarle cuál será el nivel de sus conocimientos en matemáticas al finalizar su escolarización obligatoria, en su sentido general la afirmación de que los resultados de los más desfavorecidos constituyen el test de validación de nuestras buenas intenciones, es cierta. El método que tiene éxito con ellos, es bueno para todos; mientras que no podemos decir lo mismo del que tiene éxito con los ricos.
No sé si algún día podremos eliminar completamente las diferencias culturales de origen entre los alumnos, pero sí sé que no debería incrementarlos y que hoy uno de cada cuatro jóvenes termina su escolaridad obligatoria, a los 16 años, sin, en rigor, saber leer y escribir.
Se ha publicado recientemente un estudio que asegura que los niños que leen en casa con sus padres llevan medio curso de ventaja respecto a los que no lo hacen. En esta misma idea vengo yo insistiendo desde hace años. Es estadísticamente cierta, pero nos equivocaríamos rotundamente si pretendiéramos reducir la distancia universalizando los métodos que tienen éxito con los niños de ambientes culturalmente ricos.
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(1) Ariès, Ph. (1987), El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Taurus (v.o. 1960).
(2) Bonnardel, Y. (2015), La domination adulte, l’opression des mineurs, Myriadis, Méreville.