El omnipresente Sur Global

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Hay apelativos que irrumpen aparentemente de la nada y, por la mera reiteración, pasan a ser parte del léxico de una disciplina. Es el caso del omnipresente “Sur Global”, que se ha convertido en la denominación por antonomasia para referirse –de forma generalizada– a un abanico de circunstancias muy diversas: un análisis de su uso en publicaciones académicas revela un alza casi exponencial en la mitad de la década pasada. Resulta más elusivo delimitarlo. Más que por lo que es, se suele entender por lo que no: Occidente. Se erige, así, en liga definitoria de una realidad opuesta a la Occidental.

La coyuntura en la que se ve inmersa Europa –la guerra que se está librando en nuestra geografía, junto con la creciente animosidad EE.UU./China– propicia la proliferación de menciones al “Sur Global”, bajo la premisa de una confrontación de bloques en la que el involucrado “Norte” exige apoyo a su opuesto. Se dirige a un “Sur” interpelado por la actuación de Rusia en su jactanciosa agresión al orden liberal basado en reglas. Pero este “Sur” –que aquí queda circunscrito a África y América Latina– recela de que Occidente se inmiscuya en sus decisiones. Consciente de su imprescindibilidad en la nueva configuración global: no sólo el “Norte Desarrollado” lo necesita; el campo alternativo que hoy cristaliza, también.

Consideremos la heterogeneidad del grupo al que nos referimos con término tan indiscriminado, que, según la interpretación de quien lo usa, englobaría a la segunda economía y a la nación más pobre; a los países más poblados y a los que menos habitantes tienen; a Estados que nunca han sido capaces de afianzar instituciones de gobernanza sólidas, y aquellos con largas tradiciones democráticas. Por lo que, no está de más preguntarse, ¿de dónde viene esta expresión compendiosa?

La segunda mitad del Siglo XX trajo consigo una reorientación de nuestra conceptualización del mundo. El desarrollo de la Guerra Fría cimentó la división en dos campos; de ahí, emerge la idea del Tercer Mundo, acuñada por Alfred Sauvy, un demógrafo francés, en una tribuna publicada por L’Observateur en 1952. Con esta denominación se refería a un grupo de países (aunque jamás formalmente delineado) que no se querían asociar ni con EE.UU. (el Primer Mundo) ni con la Unión Soviética (el Segundo); debido a la composición del grupo –que contaba con antiguas colonias y, más generalmente, naciones en vías de desarrollo–, llegó a ser sinónimo de la pobreza planetaria.

Unos años más tarde nace el constructo del “Sur Global”, una noción que comenzó a gestarse allá en la Conferencia de Bandung en 1955 y que se confirmó en espacio de resistencia al capitalismo neoliberal durante los 60. Fue el escritor Carl Oglesby quien, en 1969, le dio un sentido político contemporáneo: en el marco de la Guerra de Vietnam, alegó que el “dominio sobre el sur global” por EE.UU. se había traducido en un “orden social intolerable”; así, el “Sur Global” no era sino una vindicación de crítica frente a las reconocidas potencias y sus atropellos. La consolidación intelectual maduró de la mano de un andamiaje internacional en el que el “Sur” seguía marginado y se entendía que el “Norte” había “abandonado a su suerte” a tantas sociedades que sufrían los reveses del postcolonialismo. El filósofo británico Roger Scruton hablaría de The West and the Rest –reviviendo el “choque de civilizaciones”, rupturista tesis del politólogo Samuel Huntington–; evoca un Occidente que debía reconsiderar sus asunciones de cara al exterior.

Históricamente, el “Sur Global” ha comprendido las zonas del mundo más desfavorecidas, pero el paso del tiempo –y sus efectos– ha hecho que el sustrato común se diluya, y sus miembros muestren pocos rasgos compartidos –aunque se siguen solapando muchas de sus ambiciones–. A pesar de carecer de definición o demarcación clara, el concepto se había convertido en el más socialmente aceptable para referirnos a todo lo que no fuera Occidente.

Esta evolución es típica de los sistemas de clasificación. El Fondo Monetario Internacional (FMI) empezó distinguiendo entre “países industriales”, “otros países de renta alta” y “países menos desarrollados” para terminar hoy hablando de “economías avanzadas”, “economías de mercado emergente y renta media” y “países de renta baja en vías de desarrollo”. Y en 2016, el Banco Mundial dejó de diferenciar los “desarrollados” de aquellos “en vías de desarrollo” a la hora de presentar sus datos por el exceso de diversidad entre naciones del grupo.

En los últimos años, esta lógica ha ido impulsando crecientes críticas de un grupo que cada vez tiene menos en común. ¿Cómo tendrán las mismas prioridades, las mismas necesidades, el mismo punto de vista, Arabia Saudita –con su PIB per cápita de 23.000 dólares– y Sudán –cuyo PIB per cápita es 30 veces inferior–? ¿Cómo podemos unir a la India, gran poder emergente con 1,4 mil millones de habitantes, con el pequeño Estado insular de Niue (con únicamente 2.000)?

En este contexto, provocadora resulta la autoinclusión del Imperio Medio, arrollador poder que no solo sigue reivindicando su pertenencia al “Sur Global”, sino que pretende la portavocía y el liderazgo. Propone una visión alternativa al sistema construido tras la Segunda Guerra Mundial: un mundo que prima el colectivo sobre el individuo y la seguridad por encima de la libertad, donde la democracia liberal es una más de las opciones de estructuración social –mientras se predica su declive moral y su disfuncionalidad práctica–, y la no injerencia en los asuntos domésticos de los demás es principio basilar. Para muchos en esta agrupación, que no se identifican con –ni se ven representados en– el orden vigente, es una perspectiva atractiva. De igual manera, para quienes buscan la financiación de su desarrollo, la que ofrece Pekín –sin las condicionalidades que imponen EE.UU. o Europa (aunque con otras más opacas y enmascaradas) y libre del bagaje de un pasado colonial– puede suscitar interés.

Y es que China, a pesar de ser muy diferente, exhibe dotes camaleónicas, se pega al terreno, “conecta” bien. Enarbola su “Siglo de humillación” y proclama desilusión, desengaño con la organización del mundo tal y como está, sus dificultades y sus deseos. Entiende que, puesto a elegir, el Sur Global” va a elegirse a sí mismo; reivindica su forma de hacer, sin las cortapisas de transparencia, lucha contra la corrupción o un entendimiento de los derechos humanos. Y se atrincheran en la calificación de la agresión rusa sobre Ucrania –su corolario de torturas, de salvaje destrucción de infraestructuras– como mero asunto bilateral, cuestión de potencias, entre Rusia y Occidente: en la mayor parte de los casos, no se perciben ni se proyectan del lado de Putin, sino amparando planteamientos propios.

Esta realidad nos interpela. Occidente debe procurar la alineación de disposiciones, la coordinación y coherencia de actuación. Sin imposiciones. Tampoco evasivas. Y con pragmatismo. Mientras China mitiga riesgos con una estrategia de cooperación y competición simultánea, Europa, en particular, debería sacar las pertinentes conclusiones e incrementar su influencia y capacidad de actuar en el escenario “Sur”. Con determinación, pero sabiendo los fantasmas del pasado que fácilmente se despiertan y se utilizan de arma arrojadiza. Ganar el apoyo del “Sur Global” pasa por entender los límites de esta categorización, por dejar de verlo como una agrupación homogénea, por escuchar sus exigencias y entender sus prioridades. Porque sin el “Sur Global”, no habrá la unidad necesaria para solucionar los retos comunes a los que nos enfrentamos –y los que aún están por venir–.

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