Haga usted el favor de cambiar de una vez

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Una de las constantes de nuestro tiempo consiste en querer dejar de ser lo que uno es. El auge de las clínicas de estética es solo un claro ejemplo de dicha tendencia. Como nos hemos creído eso de que la cara es el espejo del alma, algunos creen que si cambio mi expresividad facial, o reduzco los kilos o me quito la celulitis también, por arte de birlibirloque, pasaré a ser mejor persona de la que soy. Pero todos sabemos que eso no suele ser así. Tener un físico espectacular no tiene por qué correlacionarse con ser alguien digno de admirar.

En el terreno de la psicología, que es al que me dedico todos los días, la demanda es brutal. Podría resumirse en que aquella persona que pide consulta te suplica que la ayudes a cambiar. “No soporto mi forma de ser, no me gusta comportarme con tanta agresividad; me gustaría pensar de otra forma, pero por mucho que lo intento no hay manera”. Dicha petición suele llevar aparejado un humilde deseo de mejora, pero con demasiada frecuencia no cumple su cometido porque suele basarse en dos errores.

El primero de ellos consiste en confundir un defecto con un rasgo de personalidad. Los defectos son los fallos que cometemos a diario, y cuando dicho desacierto se convierte en una constante, acaba produciendo una tendencia. Los clásicos la llamaban vicio. 

La mejor manera de combatirlos es tener un plan basado en hacer lo contrario, en instaurar conductas que nos hagan mejores. Esa es la base del tratamiento conductista. Los psicólogos especializados en dicha técnica saben que cuando este cambio se asocia a una modificación del pensamiento (en desmontar una determinada distorsión cognitiva), es mucho más eficaz y duradero. Esa es la base de la psicoterapia cognitivo-conductual. El error, como antes señalaba, consiste en confundir determinadas equivocaciones con formas de ser. Por ejemplo: consumir alcohol o perder el tiempo todo el día es un error. Tener rasgos de personalidad con tendencia al aislamiento es un rasgo de personalidad.

Dicha confusión es la que nos lleva al segundo error, que consiste en querer cambiar quien soy. Dicho objetivo suele aparecer cuando nos creemos aquello de que existen formas buenas de ser y formas malas de ser. Menuda falacia. Por ejemplo, si yo le preguntara qué es mejor: ¿ser extrovertido o introvertido? Todo el mundo elegiría la primera opción. Parece que no somos capaces de reconocer que los introvertidos son mucho más reflexivos, tolerantes, creíbles, y que tienen mejores amigos. Cuando el introvertido habla, todo el mundo escucha. Y si yo les dijera: ¿y qué elegirían antes: una persona cuadriculada y ordenada o alguien alocado y creativo? También señalaríamos a los primeros, sin ser capaces de ver que son precisamente los segundos los que se enfrentan al dogma preestablecido de lo políticamente correcto, los que son capaces de denunciar la injusticia y proponer una solución que nadie había imaginado antes.

La personalidad está configurada por dos grandes constructos. El primero viene de la herencia, y lo denominamos temperamento, y el segundo es el que se basa en la educación recibida y los factores externos que han configurado nuestra existencia, y es lo que denominamos carácter. Algunos dedican miles de horas y sesiones de terapia a distinguir los dos. ¿Soy así por genética o por cómo me educaron mis padres? Es como intentar separar el aceite y la sal una vez que ya se los hemos echado a la ensalada. Tarea titánica que sirve de poco. Somos como somos, por lo que no merece la pena dejarnos la piel en conocer las causas. Aceptemos la realidad: esa es una de las claves que más nos acercará a la felicidad y a la estabilidad emocional.

Y ahora saquemos las conclusiones. La primera: aprendamos a diferenciar entre lo que es una equivocación, un acto que me hace peor, y lo que es un rasgo de mi personalidad. Es cierto que, a veces, no es fácil distinguirlos, y por eso podemos acabar cantando a voz en grito esa canción de Alaska que dice: “Yo soy así, así seguiré, nunca cambiaré”. Si tenemos dificultad en ese sentido pidamos ayuda a alguien que nos quiera, a ser posible en el ámbito familiar. La familia siempre ha sido la primera interesada en intentar que los miembros que la componen cambien a mejor.

La segunda conclusión es todavía más importante: no estemos todo el día intentando ser quienes no somos. Es muy cansino, suele tener escasos resultados y acaba por producir bastante desesperanza. Como el atleta que apoya la pértiga en el cajón antes de saltar, quizás nosotros también debamos hacer lo mismo. Saber que nuestra forma de ser tiene miles de rasgos positivos. Siempre es más fácil conseguir que el barco avance cuando va en la misma dirección que el el viento. Siempre es más sencillo, gustoso y sano aceptarse tal y como uno es. Quererse, a pesar de las dificultades. Conocerse, sin temer lo que uno vaya a encontrar. Reconocer nuestros atributos como señal de fortaleza psíquica.

Y es ahora cuando aparece el cambio. Menuda paradoja. Cuando luchamos por apoyarnos en lo que nos hace únicos (y también peculiares); cuando descubrimos que no somos menos que nadie; cuando ponemos nuestros talentos al servicio de los demás (y no solo al servicio de nuestro beneficio personal), conseguimos algo grandioso. Nuestros defectos pasan a ser menores. Irradiamos un chorro tan potente de luz que es capaz de iluminar todas nuestras oscuridades. Hacemos tanto bien, y tan bien hecho, que a nuestros enemigos se les cae la cara de vergüenza antes de ponerse a rajar de nosotros a nuestras espaldas.

Ahí es nada. Ese es el reto. Y déjenme que les señale solo algunos de los frutos que este árbol de la madurez arroja: aceptación y sentido común. Alegría y esperanza.

Luis Gutiérrez Rojas es médico psiquiatra. Compagina su labor docente como profesor de universidad con su actividad médica en el Hospital Clínico San Cecilio, de Granada. Es autor de «La belleza de vivir» (Ed. Ciudadela, 2021) y de «Vivir más libre» (Ed. Vergara, 2023).

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