Puede afirmase que la política económica, actualmente aplicada en la gran mayoría de los países, representa a la vez una simple gestión y una pesada digestión de los traumas producidos en su día por el covid-19. La pandemia pasará a la historia como uno de los más fuertes shocks económicos y con un carácter global.
De la superación del COVID se derivó, en 2021, una recuperación muy intensa de la demanda agregada, hasta entonces reprimida por el confinamiento y el cese de actividad. Sin embargo, la oferta sólo manifestó un crecimiento vacilante, afectada por importantes cuellos de botella en la distribución y en el sistema productivo. Como era de esperar, tal disparidad entre el crecimiento vigoroso de la demanda y el práctico estancamiento de la oferta desató tensiones inflacionistas, agravadas después por el episodio bélico de Ucrania. La inflación quedó autoalimentada también por la aparición en los mercados de una gran liquidez que los bancos centrales habían emitido y que familias y empresas venían atesorando. A pesar de ello, los gobiernos continuaron generando déficits presupuestarios y un exagerado aumento de la deuda pública.
Cómo moderar ahora la inflación sin yugular el crecimiento económico ni provocar un colapso en el sistema bancario, cómo restablecer el equilibrio de las cuentas públicas sin dejar de atender a los colectivos más vulnerables, y cómo gestionar los altos niveles de deuda acumulada son, sin duda, los grandes ejes vertebradores de la actual política económica a corto plazo, en su doble condición fiscal y monetaria. Se trata de un reto global.
Pero al margen de esa vertiente puramente coyuntural de la gestión económica, cabe señalar algunas líneas de tendencia que parecen apuntarse como consecuencia del covid y que, más allá de lo inmediato, afectan a puntos clave de la estructura económica mundial.
Quizá la más importante de esas tendencias, por sus secuelas a largo plazo, sea una clara propensión al aumento del peso de los gobiernos (y, en general, del sector público) en la actividad económica global. Constituye un fenómeno que rompe bruscamente con aquel movimiento hacia una economía auténtica de mercado, propugnado desde los años noventa y confirmado en el llamado “Consenso de Washington”. Se trataba, entonces, de crear condiciones para una economía de crecimiento sostenido y estable, mediante la liberalización de precios y mercados, la privatización de empresas públicas, el equilibrio de los presupuestos, la independencia de los bancos centrales y la libertad de movimientos de capital.
Cierto que, desde el principio, ese consenso liberal se vio sometido a tensiones políticas y amenazado por shocks externos. La crisis financiera de 2008 –por ejemplo– despertó el apetito de los gobiernos hacia más gasto público y más intervención regulatoria, pero se hizo en medida razonable, centrada en un único sector (el bancario) y sólo de forma transitoria.
Esta vez, las cosas parecen mucho más serias y con mayor carácter de permanencia. Las estadísticas recientes muestran que el gasto público en el conjunto de la Unión Europea aumentó desde el 49% del PIB, registrado en el año anterior a la pandemia, hasta el 52,3% dos años después. Los meses más recientes parecen mostrar una cierta corrección a la baja en ese cociente, pero es muy ligera y sólo debida a un aumento en el denominador (PIB nominal), estimulado, a su vez, por la inflación. No hay síntoma alguno de tendencia hacia la moderación en el gasto total de las administraciones públicas, que sigue representado más de la mitad del producto bruto en las grandes economías de la UE, incluida Alemania.
El creciente peso de los gobiernos no se define solo por su afán de aumentar el gasto, sino por la adopción de un protagonismo económico que los convierte en asignadores de capital para las empresas
A estos efectos, el paradigma histórico venían siendo los Estados Unidos, donde el peso del sector público en la economía se mantenía, como promedio, veinte puntos por debajo del europeo, pero la política expansiva aplicada tras la pandemia ha reducido ese diferencial a tan sólo cinco puntos. A ese nuevo peso económico del gobierno –algo tan contrario al “sueño americano”– contribuyeron la “Cares Act”, impulsada en 2020 por la Administración Trump y el “America Rescue Plan”, aprobado en 2021 por el gobierno de Joe Biden. Entre ambos, añadieron al gasto público ya existente más de un 20% del PIB y el país está dejando de ser referencia de moderación.
Pero el creciente peso de los gobiernos no se define solo por su afán de aumentar el gasto corriente, sino por la adopción de un protagonismo económico creciente, que les está impulsando a convertirse en los auténticos asignadores de capital para el mundo de la empresa. Cabe advertir que tal función venía siendo cumplida sin mayores problemas por el sector privado, a través de mercados financieros libres, líquidos, profundos, transparentes y globalizados.
Como expresión de este fenómeno, parece imponerse en muchos países la idea de definir y establecer una política industrial por parte del Estado, que asume, así, un poder económico considerable. Tal debate no es nuevo. Tuvo ya su momento hace más de treinta años, tomando como referencia el éxito (entonces indiscutible) de la economía japonesa, donde esa política intervencionista y subvencionadora venía siendo teóricamente aplicada por el gobierno desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la fuerte crisis experimentada por Japón en los años noventa, todavía no resuelta, vino a terminar con la polémica, dando la razón a quienes, por entonces, afirmaban que “la mejor política industrial es la que no existe”, como recurso expresivo en favor de una economía libre.
Pero el debate ha resucitado con fuerza en los años post-covid, alentado por aquellos sociólogos, políticos y periodistas cuya referencia ya no es Japón, sino el obvio impulso económico de China y sus aparentes logros en materia tecnológica. De nuevo se pretende legitimar un fuerte protagonismo del Estado en materia económica, determinar qué sectores y empresas deben ser considerados prioritarios por el gobierno nacional de turno, y qué infusión de capital público debe asignarse a esas empresas y sectores con cargo a los impuestos de los demás ciudadanos.
En los Estados Unidos, la administración Biden ha impulsado una ley, a la que se ha bautizado con el curioso nombre de “Creating Helpful Incentives to Produce Semiconductors and Sciences”, lo que permite un acrónimo muy expresivo: “CHIPS Act”. La ley prevé un apoyo inmediato de 39.000 millones de dólares a las empresas privadas que produzcan semiconductores en territorio nacional, un soporte que podría extenderse a la respetable cantidad de 280.000 millones hasta el fin de esta década.
Al mismo tiempo, otra ley orgánica, denominada “Inflation Reduction Act”, incluye subvenciones por importe de 370.000 millones de dólares a diversas industrias privadas, relacionadas con la producción y distribución de energías renovables. Cómo se puede “reducir la Inflación” incrementando en tal medida el gasto público, es algo que desborda el sentido común de la economía, pero que parece encontrar una extraña cabida en la mentalidad de algunos políticos que apetecen más poder.
La Unión Europea no se ha quedado atrás en esta fuerte tendencia de asignación de capitales públicos al sector privado. Como es sabido, en julio de 2020 se creó el llamado Recovery Fund (“next generation” EU) por un monto récord de 750.000 millones de euros, de los que, al menos, 160.000 millones se dirigen a innovaciones digitales. En ellas se incluyen la fabricación de chips y muchos proyectos de base electrónica por parte de empresas privada, esta vez con la excusa de favorecer una mejor gestión de la energía limpia. La UE cede esos fondos a los respectivos gobiernos; éstos, a su vez identifican en cada país –con el visto bueno de la Comisión– las empresas y sectores sobre los que debe derramarse una lluvia de capitales tan copiosa .En el caso del gobierno español, que recibirá un total de 140.000 millones para este propósito, la distribución de los fondos a empresas viene determinada por doce “Proyectos Estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica”(PERTEs)
El propio Japón, cuya larga crisis económica vino determinada, en su día, por la “política industrial” del gobierno, ha reforzado ahora los mecanismos de subvención pública a 57 grandes compañías nacionales. En esta ocasión, el objetivo último es reducir la dependencia que Japón y sus empresas muestran, hoy en día, respecto a la economía china, una coartada que puede impulsar a muchos otros gobiernos y que introduce la geopolítica en el ámbito, pretendidamente racional, de la economía.
No faltan, pues, razones y excusas para situar a los gobiernos en un papel protagónico de la economía y las finanzas, ni para encomendarles el delicado papel de “asignadores de capital”, a pesar de tantas experiencias históricas que muestran, a largo plazo, el desenlace negativo de ese tipo de procesos.
En este nuevo rumbo hacia un Estado distribuidor de subvenciones y transferencias, un conocido consultor americano ironizaba: “El mejor consejo que hoy puedo dar a empresas necesitadas de recursos de capital ya no es acudir a los mercados financieros, sino hacer amigos en el gobierno”.
Por desgracia, en el mundo pospandemia no parece una opción descabellada.