La profecía de san Félix

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Si los temores recientemente deslizados por la portavoz del gobierno socialista español tienen algún arraigo en la realidad, tome un consejo: deje de leer esto inmediatamente. Vaya veloz al súper y apertréchese de agua, galletas, enlatados y alguna chuche para los antojos: se está preparando un golpe de Estado, cuyo muñidor es un antiguo presidente del Partido Popular. Así que encienda la tele, esté atento a las noticias, y si los niños se ponen a corretear y alborotar, espételes un “¡se sienten…!” (créame: funcionará).

La acusación de “comportamiento antidemocrático y golpista”, enfilada contra quien simplemente ha pedido articular, dentro del Estado de Derecho, mecanismos de denuncia activa de una hipotética y controvertida decisión del gabinete de Pedro Sánchez, dice mucho de la ciénaga de falsos conceptos en que chapotea una parte de la clase política española, incapaz de abandonar el trazo grueso y culpablemente desentendida del eco que puedan tener entre la gente de la calle los exabruptos que van siendo norma en el Congreso o desde La Moncloa.

Porque todo va colándose, normalizándose. Primero fue el calificativo de fascista. Hace veinte años, en La Habana, un veterano militante de la izquierda italiana contaba a este entonces joven y asombrado periodista que en su país era un insulto en uso; solo que, para endilgárselo a alguien, el destinatario debía ser maléfico con ganas y no tener remedio moral. Lejos estaba yo de adivinar que, desde la segunda década del siglo, la palabreja estaría volando constantemente y de modo unidireccional de una bancada a otra del Hemiciclo español, sin que el árbitro –la árbitra– se molestase siquiera en pegarle con el matamoscas. O que al final de una jornada electoral, en 2018, le escucharía a un iluminado político de izquierdas proclamar una “alerta antifascista” (y yo, sin una miserable reserva de sardinas y cerveza para evitar salir de casa y toparme con un peligroso miembro de los Einsatzgruppen), o que más adelante el mismo caballero le diría a un portavoz parlamentario de derechas que a su partido le encantaría dar un golpe de Estado, “pero no se atreven”.

Algunos políticos españoles, lamentablemente, le han cogido el gusto al caldo graso, y se relamen. No solo en la ultraizquierda, que venía antifascista de casa y ataviada con esa pulcra autoridad moral que solo pueden exhibir quienes sacan a pasear periódicamente por la calle de Alcalá pancartas con las imágenes de Stalin y Lenin, esos pioneros.

No, no exclusivamente en esa fuerza parlamentaria: también en la izquierda tradicionalmente más atildada, la que a principios de los 80 se propuso modernizar España y dejarla irreconocible incluso para “la madre que la parió”. Esa formación se ha quitado de encima la pesada responsabilidad de ejercer de hermana mayor, de adulta, y su actual líder se ha metido en el corral de juegos con los pequeñajos antisistema, más que a tranquilizarlos, a imitarlos en sus rabietas. Si, para poder conectar emocionalmente, fue el zorro el que pidió al personaje creado por Saint Exupéry: “Por favor, ¡domestícame!”, en la política española es el cuadrúpedo el que ha acabado asilvestrando al chico.

Un chico que no se corta para llamar trumpista a todo el que se coloca a su derecha (salvedad hecha de los ujieres), pero que, a semejanza del político-magnate, lía su propio berrinche y tensa la maquinaria legal y electoral para intentar que, con un imposible abracadabra, le expriman una nube y le lluevan los miles de votos que unos madrileños descarriados anularon en los comicios del 23 de julio. Un militante anti-Trump que, a la usanza de este, agita los fantasmas de la conspiración y que, tras el hundimiento electoral del socialismo en las autonómicas de mayo, avisó: “Me acusarán de dar un pucherazo y querrán detenerme”. De momento, no se ha visto ningún furgón policial de camino a La Moncloa. Pero los apocalípticos, los negacionistas –y ahora los “golpistas”– siguen siendo los otros.

“El lenguaje de algunos líderes políticos se está endureciendo día a día (…), y se escuchan palabras y descalificaciones hirientes, pronunciadas sin ton ni son, ni motivos que las justifiquen”. Lo advertía ya en diciembre de 2018 todo un visionario, que agregaba (con algunas redundancias): “Se está traspasando la fina línea política que separa la democracia y la racionalidad política para entrar en los terrenos en los que han anidado históricamente casi todas las experiencias de barbarie política”.

Profecía de san Félix… Tezanos, director del CIS, que jamás (literalmente ese “jamás”) estuvo tan acertado, aun cuando no atinó a ver –o no quiso– que eran justo sus correligionarios, los de la rosa en el puño, quienes un día terminarían achacándole coqueteos golpistas a un adversario político, sin medir la gravedad de la acusación y el daño que con sus palabras hacían al sistema democrático. Palabras gratuitas, de resonancias muy remotas. Frases raras, peligrosamente hiperbólicas…

Pero que a una portavoz gubernamental gozosamente anémica de Historia, y a otros de su partido y de la izquierda más montaraz, les parecen apropiadas.

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