Foto: Katarzyna Modrzejewska
Las multas por dejar a un perro atado fuera de un establecimiento comercial son ya noticia. La primera le cayó a una joven al salir de una farmacia en Vigo. Quinientos euros, sí. ¿Tú dentro y tu mascota fuera? Nones, y sin excepción: le puede pasar a una anciana, aunque explique que necesita unificar el paseo del perro y la compra para no darse dos viajes; o al mismísimo Hades, aunque le demuestre al inspector que Cerbero debe permanecer a las puertas del infierno, no dentro. Quinientos euros y andando, que huele a azufre…
Esta y otras penalizaciones aparecen recogidas en la Ley de Bienestar Animal, en vigor desde finales de septiembre. La norma ha sido impulsada por la rama ultraizquierdista del Ejecutivo español, uno de cuyos Ministerios (el de Derechos Sociales y Agenda 2030) tiene una Dirección General “de Derechos de los Animales”. Es de justicia que sean ellos los promotores: en países donde la ultraizquierda ha gobernado o gobierna, se advierte que su respeto a los derechos de las personas no se les ha dado bien. ¿Qué menos que brindarles ahora la oportunidad de salvaguardar al menos los de otras especies, a ver qué tal? ¡Guau!, ¿no? (o sea: ¡guay!).
Se hubiera agradecido, eso sí, un respeto a las formas. Los autores de la ley han querido conferirle al texto un pedigrí, un “esto no ha caído del aire”, y lo han atornillado forzadamente a instrumentos anteriores. Los animales, dice la nueva norma, son “seres dotados de sensibilidad cuyos derechos deben protegerse, tal y como recogen el artículo 13 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea y el Código Civil español”. Sí, camaradas: la referencia a que los animales son seres sensibles aparece con todas sus letras en ambos casos…, pero no dice que tengan derechos que deban protegerse. Ya se sabía que la relación de la ultraizquierda con el género gramatical era tormentosa –¡esas “autoridadas”, esas “cuerpas de seguridad del Estado”…!–. Ahora, además, lo es con la comprensión de textos.
Entendible entonces que, de las 48 veces que aparece la palabra derechos en el texto legislativo, 36 lo haga acompañada de animales, e igualmente coherente que contenga, en dos ocasiones, referencias a la “dignidad” de estos, una “dignidad” que habría que preservar, por ejemplo, de “situaciones de humillación” (Preámbulo, III).
Mientras el lector explora en su memoria la última vez que su loro le recriminó: “No me vuelvas a regañar en público; ¡me has avergonzado!”, valdría recordar que, al menos entre los seres sintientes que compartimos planeta –hasta que Elon Musk, Jeff Bezos o alguna ministra progresista nos den un aventón coheteril hacia la galaxia vecina–, la dignidad es patrimonio exclusivo del ser humano. Solo la persona es consciente de sí misma, de su valor intrínseco, del respeto y la consideración que sus semejantes le deben, y de su obligación de tratar a estos con igual estima.
Esta realidad, que, por supuesto, les resbala a las preclaras mentes que anidan en el Ministerio de Derechos Sociales, vienen argumentándola hace décadas varios pensadores, en la medida en que algunas tesis del animalismo más radical iban adquiriendo “respetabilidad”. Una que ha hablado en varias ocasiones del tema, sin marear la perdiz (con perdón de la perdiz, que me caen 500 euros), es la filósofa española Adela Cortina, quien años atrás, a propósito del Proyecto Gran Simio, apuntaba: “Tal vez la solución no consista en extender el discurso de los derechos a todo bicho viviente, sino en potenciar la responsabilidad de quienes pueden proteger a seres que son valiosos y vulnerables, y no lo hacen”.
¿Qué queda entonces de la “dignidad” animal? Nada, porque la dignidad supone derechos y, claro, deberes (como el propio de velar por el bienestar de las criaturas), y solo el hombre puede disfrutar de unos y asumir los otros. Con el resto, con todo lo que se arrastra, corre, salta o vuela, no hay esperanza: el gato, por muchos derechos que se le reconozcan, seguirá percibiendo en el canario enjaulado no a un digno colega del reino animal al que respetar, sino una dignísima cena.
En cuanto a “deberes”, vía muerta. Pero en tratos y comodidades que en cierto sentido los “humanizan” –“si es bueno para mí, es bueno para él”, razonan no pocos dueños de mascotas– van ya bien servidos: peluquería, alimentos gourmet, ropa de marca, televisión para esparcirse… En EE.UU., por ejemplo, DogTV se promociona como la solución para esos perros que llegaron a casa durante la pandemia y que, al ver que sus dueños vuelven a salir todos los días hacia la oficina, se “estresan” al quedarse solos.
Con todo, demandan menos atención y cuidado que las crías bípedas racionales, y ello influye en que la afición a ellos vaya a más. No solo en Occidente (en España hay ya más mascotas que niños menores de 14 años): también a los chinos les gustan cada día más los perros y los gatos –vivos, o sea, no en salsa teriyaki–, y crían ya unos 116 millones de mascotas, 29 millones más que hace seis años. La mayor parte de ellas están en manos de millennials y gen-Z, y las razones de la decisión, en una sociedad que ha ganado en riqueza, ha fomentado la competitividad y ha visto caer la natalidad, pasan por prestar más atención a uno mismo y “complicarse lo justo”. Menos llantos de bebés, más maullidos y ladridos.
En definitiva, la conciencia se podrá aquietar –allá y aquí– con el Valium de que “no son tan diferentes”: si ven la tele, degustan golosinas caras, pasean en cochecito, etc., son “como mis hijos” (o sin “como”: si no se ha topado ya con la palabra perrhijo, solo espere). Vengan, pues, derechos para cuadrúpedos, plumíferos y demás, que todos vamos sobrados de dignidad. “Y tráiganme acá el canario, que ya lo pagará mi dueño”.
Un comentario
Buen enfoque