Del “punto final”a la vuelta atrás

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En Argentina, Uruguay y Chile se está llevando ante la Justicia a responsables de violaciones de los derechos humanos durante las dictaduras militares de los años setenta y ochenta. Esto rompe con la actitud adoptada en una primera etapa tras la recuperación de la democracia, en la que se optó por la amnistía para superar los antagonismos violentos del pasado. Es un difícil equilibrio entre la búsqueda de la justicia y el riesgo de revanchismo y de reabrir heridas.

Montevideo. El reciente caso del sacerdote argentino Christian Von Wernich, condenado a cadena perpetua por violaciones de los derechos humanos durante la dictadura (1976-1983), dio la pauta de la tendencia revisionista de algunos gobiernos en Latinoamérica, especialmente en Argentina, Uruguay y Chile.

Las dictaduras en América Latina no fueron todas iguales. Una particularmente dura resultó ser la de Argentina, a pesar de su relativamente corta duración (1976-1983). El régimen militar está acusado de haber matado o hecho desaparecer a unas 30.000 personas, además de las torturas y encarcelamientos sin seguridad jurídica.

En un primer momento y una vez recuperada la democracia, los gobiernos argentinos optaron por dejar atrás aquel pasado sangriento, en el que tanta culpa tuvieron los militares como las guerrillas y movimientos subversivos de los años 70.

Argentina: se revisa la prescripción

Pinochet tuvo buen cuidado de arroparse con una legislación que no lo dañara posteriormente. La figura de senador vitalicio le vino como anillo al dedo para zafarse de cualquier enjuiciamiento. Frente a esta imposibilidad, grupos de izquierda y de derechos humanos buscaron la manera de juzgarlo en otras partes del mundo. Así fue como estando en Londres en 1999, el juez español Baltazar Garzón pidió su detención. Luego de más de un año de maniobras jurídicas, el ex dictador chileno retornó a su país gracias a una prescripción médica y murió sin ser juzgado por los crímenes y con unas 300 querellas en su contra. Ahora su familia padece el revisionismo, con acusaciones vinculadas a un enriquecimiento ilícito, evasión fiscal y fraudes.

Pero el resto de los responsables militares no ha tenido tanta suerte, con una aceleración en los juicios desde la asunción como presidente de Ricardo Lagos en 2000. Varios ya han sido procesados y algunos de ellos condenados a cadena perpetua. Por ejemplo, en enero de 2003 la Justicia chilena procesó a 10 militares retirados y a un civil por el delito de secuestro y desaparición de tres militantes comunistas detenidos durante el gobierno militar de Pinochet.

Ese año la Justicia procesó a cinco agentes de la DINA, la policía política de Pinochet, por el asesinato del ex jefe del Ejército, Carlos Prats, quien fuera vicepresidente de Salvador Allende hasta el golpe de Estado de 1973. Lo mataron al año siguiente, junto con su esposa, Sofía Cuthbert.

Seis meses de plazo

Ante la lentitud de los juicios, en enero de 2005 la Corte Suprema chilena impuso un plazo para que las investigaciones de los casos relacionados con los derechos humanos finalicen en un período de seis meses. En aquel entonces, se investigaban 356 casos de presuntas violaciones de los derechos humanos cometidas en la dictadura. Las causas afectaban a ex integrantes de las Fuerzas Armadas y a agentes civiles de Inteligencia.

En marzo de 2006, la Justicia chilena procesó a 13 militares de diferentes rangos por los crímenes de la llamada “Caravana de la muerte”, una comitiva que entre octubre y noviembre de 1973 recorrió varias ciudades de Chile y ejecutó al menos a 75 presos políticos.

Entre tanto revisionismo en estos tres países de América Latina, queda la duda de si realmente se busca justicia o simple revancha. Contrariamente a lo que pondera esta práctica como base para la unidad de las naciones, el revisionismo agita los fantasmas del pasado, escarba en las heridas y genera división.


Cuando los derechos humanos eran secundarios

Edwards se hacía eco de unas declaraciones de Ricardo Núñez, senador socialista y ex ministro del gobierno de Salvador Allende, en las que, reconociendo que se trataba de “una afirmación dolorosa”, admitía que “ninguna fuerza política (de la época de Allende) había internalizado profundamente los valores de los derechos humanos”.

En otras palabras, comentaba Edwards, “ni la izquierda que gobernaba con Salvador Allende y que formaba la Unidad Popular ni la oposición de derecha consideraban que el tema de los derechos humanos fuera esencial, de una prioridad absoluta para el país. En la guerra fría se había llevado al primer plano el conflicto de sectores de la sociedad, la lucha de clases, incluso de bloques mundiales, y no se veía en ninguna parte, por más que existiera entre minorías excepcionales, una actitud alerta, de principios sólidos y bien asimilados, frente a los abusos contra las personas”.

Los años de la guerra fría fueron “una época de conciencia moral dominada por la ideología, unilateral, hemipléjica”. “En Chile la izquierda pensaba que estaban dadas las condiciones para dar un salto pacífico al socialismo, para cambiar de bloque dentro del enfrentamiento mundial sin necesidad de una verdadera guerra civil, pero esto obligaba a forzar el sistema, a llegar a los límites de la ley, a servirse de algo que se llamó ‘resquicios legales’, a marchar a un ritmo histórico acelerado”.

Por eso, recuerda Edwards, economistas oficiales llegaron a afirmar con la mayor seriedad que “convenía provocar inflación para facilitar el paso del capitalismo al socialismo”; como también hubo “intentos de control de la prensa por medio del monopolio del papel”, y ya se empezaba a hablar a mediados de 1972 de “reformar la Constitución para que Salvador Allende pudiera ser reelegido, para evitar una alternancia en el poder”.

Por su lado, “la derecha estaba perfectamente convencida, y el discurso de la izquierda solía darle razones para estarlo, de que el socialismo real, una vez instalado en Chile, ya no tendría regreso, como no lo tenía en apariencia en Europa del Este y en Cuba. En estas condiciones, utilizaba los principios de la democracia como argumento contra el adversario, como herramienta intelectual, pero, en definitiva, en último término, solo creía en la fuerza, y llegado el momento empezó a golpear a las puertas de los cuarteles. El rol en todo este cuadro de las libertades individuales, de los derechos de la persona, pasaba a un desteñido segundo plano.”

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