Ha muerto, casi a los 101 años, Claude Lévi-Strauss, uno de los antropólogos culturales más famosos, entre otras cosas porque, gracias a su longevidad, llevaba casi setenta años publicando libros, desde 1940.
El primer libro fue su único estudio de campo, en Brasil, en una tribu amazónica. Después lo suyo fue, principalmente, especulación basada en el estructuralismo, sofisticación de una comprobación tan elemental como esto: debajo de los cambios y de las transformaciones culturales hay estructuras o reglas o sistemas de funcionamiento que tienen una duración mucho mayor o incluso permanente. Lo que ocurre con la lengua ocurre con la organización familiar, la gastronomía, la economía, prácticamente con todo.
El estructuralismo, como moda, pasó hace tiempo. Pero lo que Lévi-Strauss vino a recordar es algo bien conocido y antiguo: que hay muchas cosas comunes en las culturas humanas; que las diferencias son casi siempre accidentales; que el hombre es hombre en todas partes, con la misma dignidad… Es decir, afirmaciones que la buena filosofía (y, antes, algunas religiones) habían hecho por su cuenta sin tener que esperar al estructuralismo. La cera humana puede moldearse en múltiples figuras y modalidades pero siempre es la misma.
De ese estructuralismo puede haber muchas versiones, unas espiritualistas, otras materialistas. Lévi-Strauss apostó por un materialismo en el que el ser humano era “cosa entre cosas”. Materialismo que no casaba bien con la emoción que supo transmitir en uno de sus mejores libros, si no el mejor, Tristes tropiques (1955), que no es literatura científica, sino un relato de ficción.
El estructuralismo significó una cierta cura de urgencia para una filosofía demasiado genérica y “abstracta”. El estructuralismo venía bien a los círculos filosóficos positivistas, porque se presentaba como ciencia estricta. Pero a la vez, en esos años, muchos intelectuales estaban aún en la galaxia marxista y tuvieron que hacer la alianza entre el marxismo y el estructuralismo.
El marxismo de Lévi-Strauss ha sido muy discutido, pero el autor no lo ha negado nunca. En Tristes trópicos, se lee: “Hacia los diecisiete años fui iniciado en el marxismo… La lectura de Marx me arrebató tanto más cuanto que a través de este gran pensador me ponía por primera vez en contacto con la corriente filosófica que va de Kant a Hegel. Desde ese instante, este fervor nunca se vio contrariado y rara vez me pongo a desentrañar un problema de sociología o de etnología sin vivificar mi reflexión previamente con algunas páginas del 18 Brumario de Luis Bonaparte o de la Crítica de la economía política”. Lo cual puede decir mucho o casi nada. Sobre todo hoy, cuando la obra de Marx se puede estudiar serenamente y distinguir entre aportaciones de análisis y errores y falsificaciones de fondo.
Enterrar a un autor de casi 101 años es como enterrar un monumento histórico. Los tiempos y sus modas son implacables. El paisaje cultural en el que fue famoso Lévi-Strauss hace mucho tiempo que no es más que un gastado escenario de teatro. Queda de él, técnicamente, unos análisis casi de matemáticas superiores sobre aspectos de la cultura. Y para el gran público, su afán por demostrar la inanidad del término raza y la defensa de la igual dignidad del primitivo y del civilizado. Detrás de la máscara del hombre tecnológico no está el hombre primitivo, sino la máscara que el primitivo usaba, como el de hoy, para representar su lugar en el mundo.