La Casa del Gobierno, en Moscú. CC: Ludwig14
La casa eterna es un monumental estudio sobre los primeros dirigentes bolcheviques, que adopta un punto de vista original. Cuenta el desarrollo de la Revolución rusa y su posterior degeneración tomando como punto de partida la construcción y el destino de la Casa del Comité Ejecutivo Central y del Consejo de Comisarios el Pueblo –llamada popularmente Casa del Gobierno o Casa del Malecón–, que fue residencia de dirigentes bolcheviques.
El autor de esta obra (1) es el historiador norteamericano de origen ruso Yuri Slezkine (Moscú, 1956), profesor de Historia Rusa en la Universidad de California en Berkeley.
Cómo vive un revolucionario
Situada frente al Kremlin de Moscú, la Casa del Gobierno se inauguró en 1931, y en 1935 tenía registrados 2.655 inquilinos en 505 apartamentos. El edificio, que todavía existe, aunque destinado a otros usos, contaba con teatro, cine, oficina de correos, lavandería, peluquería, guardería, clínica, club social, biblioteca y dependencias para el personal de servicio y de seguridad. Su arquitecto fue Borís Iofán y su objetivo era llevar a la práctica las ideas de ingeniería social, familiar y doméstica del comunismo: transformar la vida individual en una experiencia colectiva.
El tema principal de La casa eterna es el estudio de esta primera clase dirigente bolchevique. Para ello, Slezkine bucea en la trayectoria anterior de los inquilinos, miembros destacados del Partido que habían dedicado años a difundir el comunismo por toda Rusia mediante la agitación, la propaganda y también el terrorismo, y sufrieron el exilio, el destierro o la cárcel.
Tras la Revolución de Octubre comenzaron a imponer por la fuerza las ideas de Marx, Engels y Lenin. El libro describe las historias personales de muchos de estos comunistas fundacionales, que contribuyeron a los acelerados procesos de industrialización y colectivización, así como a implantar su ideología en la sociedad y en las mentes. “El objetivo de la revolución cultural era llenar cualquier rincón y recoveco con la sustancia ideológica bolchevique”, escribe Slezkine.
Las biografías de los dirigentes bolcheviques muestran cómo se intentó aplicar las ideas comunistas a todos los ámbitos de la vida
La muerte de Lenin y la llegada al poder de Stalin, tras los años de la Nueva Política Económica, dieron un nuevo impulso a la Revolución con la aprobación del primer Plan Quinquenal, que pretendía industrializar el país, mientras proseguía la represión contra los “enemigos del pueblo”. El asesinato, en 1934, de Serguéi Kírov, líder del Partido Comunista en Leningrado, originó una nueva oleada de terror, en esta ocasión dirigida contra los propios cuadros comunistas, que afectó de lleno a los inquilinos de la Casa del Gobierno.
Vidas concretas, historias concretas
Es impresionante el trabajo que realiza Slezkine. Más que una historia de ideas y de hechos, trata de analizar las vidas de los protagonistas, habitantes de la Casa del Gobierno. Para ello recurre a cartas, diarios, actas, artículos de prensa y otros documentos, que le sirven para poner rostro a cada trozo de historia. Este procedimiento resulta en ocasiones reiterativo, abrumador y fatigoso. El libro supera las mil seiscientas páginas.
Resulta enriquecedor el análisis que hace Slezkine de las vidas de los dirigentes bolcheviques. Sirve para explicar con multitud de ejemplos muchas de las ideas comunistas aplicadas a la familia, la educación, el amor, la celebración de las fiestas, el papel de las mujeres, el ocio y el descanso, la lectura y la formación…
Sin embargo, el comunismo fracasó en su pretensión de cambiar los valores familiares. “Los primeros intentos de los bolcheviques de reformar la familia, marginales y poco entusiastas –señala Slezkine–, pronto se abandonaron a favor de una aceptación que siguió sin teorizarse y que se consideró irrelevante para la construcción del comunismo”.
Como una secta milenarista
Además de la pormenorizada narración de estas biografías, otro hilo conductor de La casa eterna se asienta en el tipo de relato sobre la Revolución rusa que busca subrayar el autor. Slezkine compara el Partido Comunista ruso con las sectas milenaristas que consideraban el apocalipsis como paso necesario para la construcción de un nuevo mundo: “El milenarismo –dice– (…) es la esperanza de un gran despertar en mitad de una gran decepción”.
“La Reforma bolchevique no fue un movimiento popular, sino una campaña misionera masiva”
Esta interpretación de la revolución está presente en muchos momentos del libro, como cuando aborda el papel de los dirigentes: “Ser un revolucionario significaba ser tanto un heraldo como un agente de la inminente transfiguración”. Y en otro momento escribe: “La Reforma bolchevique no fue un movimiento popular, sino una campaña misionera masiva para conquistar un imperio, pero que no tenía los recursos suficientes para convertir a los bárbaros o reproducirse a sí misma en los hogares”.
El autor es consciente de que este insólito punto de vista aporta novedad y originalidad a su ensayo. En algunos pasajes, quizás pueda servir para explicar el ansia de totalidad de los objetivos revolucionarios. Pero en otros momentos, el recurso resulta un tanto rebuscado y forzado.
Justificar la violencia
Hay también pasajes en los que se aprecia la frialdad de la doctrina comunista en la aplicación de contundentes métodos represivos, la justificación de la violencia y el desprecio a la vida humana. Estremecen las drásticas declaraciones de ideólogos de la revolución como Lev Trotski o Nikolái Bujarin, quien afirmó: “El aspecto más importante de la construcción socialista es la coerción masiva por parte del Estado”. Y Serguéi Gúsev, otro histórico dirigente bolchevique, dijo: “Lenin nos enseñó que cada miembro del Partido debía ser un agente de la Cheká: es decir, que debía vigilar e informar”.
Tampoco parece que los millones de muertos que provocó el Terror entre los burgueses, campesinos, extranjeros, sacerdotes, aristócratas, ucranianos, kazajos y otras minorías étnicas diezmadas y deportadas quitaran el sueño a estos dirigentes, partidarios sin fisuras de las políticas represivas de Lenin y Stalin… hasta que les salpicó a ellos. En la documentación manejada por Slezkine, ninguno de esos dirigentes se arrepiente, ni siquiera en sus escritos más íntimos, del dolor y del sufrimiento provocado a tantas personas.
Leer a Tolstói y no a Lenin
En cambio, las generaciones posteriores no encontraron en los textos de Marx y Lenin un sentido para sus vidas; a lo sumo, parciales interpretaciones teóricas sobre la economía y el poder. Como escribe Slezkine, “veneraban el recuerdo de sus padres, pero ya no compartían su fe”. Vieron más luz en las obras de Pushkin y Tolstói; se educaron, pues, en unos anhelos y sentimientos que conectaban directamente con la Rusia eterna, la que habían descrito en sus libros los autores clásicos.
Mientras los dirigentes comunistas seguían aferrados a una concepción plana de la naturaleza humana basada en la economía política y en una sociología de base económica, sus hijos decidieron pasar página y buscar en la literatura la clave de sus grises existencias. Para Slezkine, “los bolcheviques no repararon en que al hacer que sus hijos leyeran a Tolstói, en lugar de a Marx-Engels-Lenin-Stalin, estaban cavando la tumba de su revolución”. El experimento soviético fue, concluye, “una de las mayores utopías de la historia humana, un intento de crear un nuevo orden llamado a ser eterno que fracasó en el plazo de una generación”.
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(1) Yuri Slezkine, La casa eterna. Acantilado. Barcelona (2021). 1.632 págs. 46 €. T.o.: The House of Government. Traducción: Miguel Temprano García.