Cass Sunstein advierte del riesgo de confundir la soberanía del consumidor con la soberanía del ciudadano, que siempre es más exigente.
Frente a la propuesta de Sunstein de inventar mecanismos que pinchen las burbujas de opinión creadas por los algoritmos (ver El declive de los expertos), se podría objetar que, puestos a respetar la libertad personal, lo lógico sería permitir que cada cual elija lo que quiere –ya sea información o publicidad de productos– y excluya todo lo demás.
Sunstein prefiere distinguir entre dos soberanías. No se opone a la soberanía del consumidor, ni tampoco a que la gente tome sus propias decisiones en general; además, es consciente de que existen personas con capacidad autocrítica aguda, hábiles para abrirse al diálogo y a los espacios comunes mediante un uso inteligente de Internet.
Pero su planteamiento de la soberanía política e ideológica no le permite tomar los gustos o inclinaciones políticas como un dato innato de la persona aislada de las demás. Es cierto que en muchas opciones de consumo, como comprar una casa o elegir un menú, se impone la soberanía individual, y elegimos lo que nos apetece o nos conviene, sin plantear un proceso de deliberación con el vecindario o con los demás clientes del restaurante. Sin embargo, la soberanía política no puede ser madura si falta un intercambio social de ideas y opiniones. Se entiende, por tanto, que la amplitud del intercambio marcará la medida de la verdadera deliberación, y que de esta se seguirán las consecuencias sociales deseables.
“Perjudicaremos nuestra propias aspiraciones –escribe Sunstein– si confundimos la soberanía de consumidor con la soberanía política”, si en el debate político predomina el gusto frente a la argumentación, si nos dejamos guiar por sentimientos o valores “sagrados” heredados acríticamente.