En una de esas sacudidas pendulares, vuelve a primer plano la insistencia en el valor del civismo. El deterioro de la vida pública, manifestado en fenómenos como la corrupción o el desinterés por la participación política, hace que la ética vuelva a ser un artículo de primera necesidad para la convivencia. Esta tendencia se manifiesta en la proliferación de títulos que se plantean el modo de entender la ciudadanía en las sociedades pluralistas y multiculturales, la forma de educar en las virtudes cívicas o el modo de recuperar los hábitos indispensables para la convivencia. Algunos libros recientemente aparecidos permiten seguir este debate.
Las clásicas virtudes cívicas
Aunque Victoria Camps y Salvador Giner abran su Manual de civismo (1) avisando que no pretenden enseñar nada, esta obra divulgativa se propone recordar los valores cívicos necesarios para la convivencia y animar a vivirlos. Rompe así con clichés de estos últimos veinte años, recuperando virtudes clásicas hoy un tanto relegadas: la importancia de la buena educación, el considerarse sujeto no sólo de derechos sino también de deberes, el valor de la templanza y la austeridad, el trabajo bien hecho, saber decir no, el pertenecer y participar en la vida política, etc.
Victoria Camps, catedrática de Filosofía moral, y Salvador Giner, sociólogo, reflexionan con sentido común y un agradable estilo sobre algunas virtudes cívicas, con un aire que recuerda bastantes planteamientos del republicanismo clásico y de pensadores como Hannah Arendt. Algunos de sus planteamientos presentan de un modo divulgativo el ya conocido debate entre republicanismo y liberalismo. Camps y Giner se inclinan en bastantes ocasiones hacia el primero, intentando conjugar de un modo sincrético el liberalismo junto a algunas propuestas republicanas. El resultado es bastante convincente. En algunos lugares recurren a términos hoy un tanto manidos tales como multiculturalismo, solidaridad, tolerancia, pero faltaría ver cuál es la fundamentación última de los mismos.
Comunitaristas, liberales y republicanos
Con un enfoque filosófico y un lenguaje académico, Carlos Thiebaut se plantea en Vindicación del ciudadano (2) cómo conjuntar en las sociedades complejas nuestra igualdad política y nuestras diferencias. Thiebaut, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid, prolonga aquí la reflexión de su anterior obra, Los límites de la comunidad.
Junto a la actualización de las discusiones entre comunitaristas y liberales, Thiebaut introduce el pensamiento de Habermas, Rawls y Dworkin, y añade un elemento presente hace años en el pensamiento anglosajón y estadounidense: el republicanismo. Todo esto requiere del lector el conocimiento de dichas discusiones, una buena preparación filosófica e, incluso, la previa lectura de los autores citados.
Al hilo de la presentación de los diversos autores, Thiebaut defiende la idea de un ciudadano ético liberal, asumiendo en buena medida el pensamiento de Habermas, Rawls y Dworkin, con el procedimentalismo que les caracteriza. Así, la recuperación de la importancia de la moral en el pensamiento político se plantea según Rawls y Dworkin, quienes mantienen a la vez la idea de la autonomía del individuo y la neutralidad del Estado.
A la defensa de las tesis liberales se añade una crítica del comunitarismo. Esta incluye algunos estereotipos que quedarían desmentidos con un análisis más profundo. Aunque el comunitarismo no sea la panacea y tenga sus puntos flacos, Thiebaut presenta sólo las virtudes del liberalismo sin criticar sus vicios. Asumiendo los presupuestos de Rawls, mantiene que como en las actuales sociedades complejas no sería posible una moral homogénea, el pluralismo liberal es un pluralismo valorativo y un pluralismo interpretativo. Al achacar al comunitarismo su pretensión de una homogeneidad cultural hoy imposible, Thiebaut olvida que los ordenamientos jurídicos occidentales se apoyan en unos mismos valores éticos y no tanto en la homogeneidad cultural.
Desde otro punto de vista, si bien el pensamiento de Habermas es sugerente en algunos de sus planteamientos de filosofía política, mantiene la negación de cualquier contenido sustantivo de la ética que Habermas denomina Moral. Así, ésta se reduciría a unas reglas formales de discurso, un puro procedimentalismo sin ningún referente de justicia más allá de lo que cada sociedad pretenda.
Además, en la presentación de Thiebaut, como en muchas al uso, los liberales aparecen como los defensores de la universalidad de los derechos frente al particularismo de los comunitaristas, así como representantes del ideal de tolerancia, todo lo cual es muy discutible.
Para educar ciudadanos
Desde una perspectiva pedagógica, Fernando Bárcena, profesor de Filosofía de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid, se plantea en El oficio de la ciudadanía (3) cómo educar ciudadanos hoy. Partiendo de las discusiones actuales en filosofía política, intenta aplicarlas a la educación cívica. Junto a las posiciones de autores liberales y comunitaristas, la novedad radica en el rigor y acierto de la presentación del pensamiento republicano de Hannah Arendt, la pensadora judía de origen alemán que se exilió en Estados Unidos bajo la persecución nazi. Esto añade un ingrediente esencial en los debates con los liberales.
A Bárcena le preocupa, como a Thiebaut siguiendo a Rawls, formar personas con una capacidad crítica y un juicio político que lleve a una ciudadanía reflexiva. Sin embargo, al recurrir al pensamiento de Hannah Arendt parece confiar más en la capacidad de la razón humana de hacer juicios que diferencien entre la verdad y el error, también en la arena ética y política, términos que están desapareciendo de los ámbitos de discusión académica, por mor de un pretendido pluralismo.
Merece la pena este esfuerzo por acercar al lector de lengua castellana esta corriente de pensamiento denominada humanismo cívico, que tiene sus orígenes en pensadores estadounidenses, pero que es transferible a otros continentes. Como discípulos de Hannah Arendt, la escuela de Chicago de Leo Strauss, Bloom y otros pensadores actuales como Thomas Pangle, intentan recuperar el pensamiento de la filosofía política clásica aplicándola a los problemas de la democracia actual. Su idea fundamental es que existe una estrecha relación entre la ética y la política. De manera que para educar ciudadanos responsables que se comprometan activamente en la construcción de la sociedad se requiere desarrollar la inteligencia, la voluntad y una serie de virtudes cívicas, necesarias hoy más que nunca en nuestras sociedades complejas.
Todo esto sin olvidar que el mundo antiguo también estuvo construido sobre la diversidad y distaba mucho de ser homogéneo, a pesar de que algunos ingenuamente presenten el multiculturalismo de nuestras sociedades como si fuera algo nuevo. De ahí que las reflexiones de Hannah Arendt iluminen las actuales discusiones en la tarea de educar ciudadanos responsables y críticos.
María Elósegui Itxaso
Reconquistar los hábitos del corazón
Los vertiginosos cambios que caracterizan este fin de siglo hacen particularmente ineludible una ética que dé confianza y credibilidad a la vida pública. Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, vuelve a subrayar en esta obra (4) que la ciudadanía de este fin de siglo exige convicciones éticas profundamente arraigadas. Complementa así su concepto de la ciudadanía que ya desarrolló en su anterior libro Ciudadanos del mundo (1997).
Esta ética de mínimos, ya explicada en obras anteriores, se hace cada vez más necesaria para posibilitar la convivencia y poder afrontar los problemas de nuestras sociedades multiculturales. Se trata de reconquistar esos hábitos del corazón, que no son otra cosa que la suma de disposiciones morales e intelectuales que están presentes en cada sociedad, aunque no estén recogidas en ninguna normativa. Si queremos lograr sociedades más justas, es necesario que cada uno sepa no sólo reclamar sus derechos, sino también ser capaz de responsabilizarse de aquello que le corresponde, sentirse «ob-ligado» con sus semejantes, especialmente con aquellos que no pueden esgrimir sus derechos. ¿Por qué? Sencillamente porque cada persona debe a la sociedad parte de lo que es, y porque si queremos proteger la libertad, debemos saber extenderla a todos.
Para ello, Cortina reclama una ética pública, en la que propone como nueva regla de oro: «respeta y defiende el orden moral de la sociedad como quisieras que la sociedad respetara y defendiera tu autonomía». De esta forma, reúne las aspiraciones tanto de los liberales solidaristas como de los comunitarios al integrar la defensa de los derechos de los ciudadanos con la responsabilidad por parte de todos para mantener la comunidad política. «Integración que no puede lograrse si no se fortalece de raíz un doble vínculo: el de la comunidad hacia sus miembros, protegiendo realmente sus derechos, y el de los miembros hacia la comunidad».
La ética vuelve a ser un artículo de primera necesidad porque debemos reconquistar los valores de credibilidad y de confianza, base de toda convivencia, ya que las medidas jurídicas son siempre insuficientes. En esta línea, la autora aboga por una ética pública cívica que define como «el conjunto de valores y normas que comparte una sociedad moralmente pluralista y que permite a los distintos grupos no sólo coexistir, no sólo convivir, sino también construir su vida juntos a través de proyectos compartidos y descubrir respuestas comunes a los desafíos a los que se enfrentan». De esta forma, la participación y la corresponsabilidad son dos valores inseparables e irrenunciables. Lógicamente, esta ética también debe estar presente en la cultura de las organizaciones, en toda institución. Se hace necesario recuperar los códigos deontológicos en toda actividad social, especialmente en la profesional.
En suma, «la idea de que una sociedad trate a sus miembros como auténticos ciudadanos, no sólo cuando les reconoce derechos civiles, de participación política (ciudadanía legal y política), sino también económicos, sociales y culturales (ciudadanía social), necesita desde hace algún tiempo un complemento esencial: que los ciudadanos, por su parte, arrumben la pasividad a que les acostumbró el Estado Providencia y se conviertan en ciudadanos activos, dispuestos a asumir su cuota de responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa».
En definitiva, en esta obra la autora vuelve sobre ideas sugestivas ya expuestas anteriormente, con una gran capacidad de análisis de la situación social actual. La constante: el logro de esa ética mínima que facilite la convivencia entre todos, la recuperación del ciudadano activo, imprescindible para la consolidación de sociedades democráticas. El problema: querer construir un mundo más humano exclusivamente a partir de una ética laica, sin plantearse por qué hasta ahora no se ha logrado.
Marta Ruiz Corbella
El ciudadano en las organizaciones
En el variado panorama de las sociedades democráticas occidentales tres fenómenos centran la atención de numerosos estudiosos: la creciente distancia entre las instituciones y los ciudadanos; la debilidad de la solidaridad social; y el declive del Estado nación frente a la emergencia de particularismos y localismos. Muchos son los que afirman que la política no puede hoy realizar su función principal: ligar el sistema político-administrativo y la sociedad civil. Otros ofrecen soluciones y propuestas. Pierpaolo Donati, profesor ordinario de Sociología de la Universidad de Bolonia y presidente de la Asociación Italiana de Sociología, lanza al respecto una idea novedosa: la ciudadanía societaria (5).
El análisis del sociólogo italiano es descriptivo y, además, normativo, en el sentido de que la ciudadanía implica normas sociales que, en parte, vienen dadas por el contexto y, en parte, deben ser elaboradas.
Para Donati, ser ciudadano no consiste simplemente en tener un estatuto jurídico otorgado por el Estado, sino el pertenecer a conjuntos sociales que son relevantes políticamente por los bienes comunes que producen. Esta idea es aplicada a las esferas de relaciones que Donati llama «privado social», iniciativas privadas encaminadas a atender necesidades sociales. La tesis defendida por Donati es que se debe reconocer a estos actores sociales como titulares de una ciudadanía extensa, es decir, societaria.
Después Donati amplía su argumentación no sólo a lo «privado social», sino a la sociedad compleja en su conjunto. Bajo el concepto de ciudadanía societaria alude Donati a la configuración política de la sociedad entera como programa de las organizaciones sociales que la constituyen, sin importar cuáles sean sus límites (regionales, nacionales, supra-nacionales). Esta ciudadanía puede ser entendida como expresión de un nuevo universalismo, organizado en sub-sistemas relacionados: mercado, redes sociales y sistema administrativo-público.
Podría pensarse que el libro propone una nueva versión de los viejos «cuerpos intermedios». Sin embargo, Donati se esfuerza en mostrar que las autonomías sociales de que habla son modalidades, también jurídicas, de construir un pluralismo social distinto del pasado.
Manuel Herrera
Otros libros recientes
Will Kymlicka. Ciudadanía multicultural. Paidós. Barcelona (1996). 303 págs. 2.750 ptas.
Kymlicka, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Ottawa, analiza los problemas políticos que plantea la integración de minorías culturales en sociedades con una cultura mayoritaria dominante. Intenta demostrar que la teoría política liberal no debe defender sólo los derechos de los individuos, sino también los derechos peculiares en función del grupo. Defiende así una ciudadanía diferenciada, según la cual el Estado tiene obligación de adoptar medidas específicas orientadas a acomodar las diferencias culturales.
Luis Núñez Ladevéze (ed.) Ética pública y moral social. Noesis. Madrid (1996). 239 págs. 2.280 ptas.
Varios estudiosos discuten la distinción normalmente admitida entre dos códigos de conducta: la ética pública, que engloba el conjunto de normas que han de cumplir todos para asegurar el funcionamiento de las instituciones políticas; y la moral privada, que responde a las creencias particulares de cada uno. Desde distintos puntos de vista, se plantean si la falta de coherencia entre ambos tipos de exigencias pudiera ser la causa de la crisis de valores de la democracia.
Joseph Ratzinger. Verdad, valores, poder. Rialp. Madrid (1998). 2ª edición. 112 págs. 1.000 ptas.
El cardenal Ratzinger se plantea en los tres ensayos recogidos en este libro un aspecto básico del ejercicio de la ciudadanía: cómo conciliar la firmeza a la hora de defender verdades morales con el pluralismo y la democracia. El relativismo elevado a principio constitucional, dice Ratzinger, deja sin fundamento a los derechos humanos y sin límites al poder. A la hora de promover los valores morales básicos, aclara que sólo hay modelos históricos, mejores o peores, lo que supone descartar el fundamentalismo. Pero la convicioón de que existen valores ciertos proporciona los criterios de progreso.
Adela Cortina. Ciudadanos del mundo. Alianza. Madrid (1977). 265 págs. 2.200 ptas.
Trata de elaborar una idea de ciudadanía que sea capaz de armonizar las diversas facetas -política, social, económica, civil e intercultural- del concepto. Su principal acierto es subrayar el papel de la educación en la construcción de una nueva ciudadanía cosmopolita. Depende quizá demasiado del pensamiento de Rawls y Habermas, de la ética dialógica.
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(1) Victoria Camps y Salvador Giner. Manual de civismo. Ariel. Barcelona (1998). 159 págs. 1.300 ptas.
(2) Carlos Thiebaut. Vindicación del ciudadano. Paidós. Barcelona (1998). 286 págs. 2.300 ptas.
(3) Fernando Bárcena. El oficio de la ciudadanía. Paidós. Barcelona (1997). 301 págs. 2.200 ptas.
(4) Adela Cortina. Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad. Taurus. Madrid (1998). 218 págs.
(5) Pierpaolo Donati. La ciudadanía societaria. Ed. Universidad de Granada. Granada (1998). 301 págs.