Elecciones en Indonesia (foto: Rio Lecatompessy)
Como se comprueba estos días en Madrid, no es fácil interpretar los resultados electorales en sociedades cada vez más complejas, y hay una tendencia a simplificar con estereotipos antiguos o recientes. De ahí el interés del análisis que acaba de publicar un equipo en el que participa Thomas Piketty: desde la perspectiva de las desigualdades sociales, estudia la evolución de cincuenta países democráticos de 1948 a 2020 (*).
Como señala la presentación, analizan la relación del comportamiento electoral con facetas importantes de la persona: estudios, profesión, patrimonio, sexo, edad o identidad étnico-religiosa. Resulta difícil a los responsables de los partidos calibrar intereses e identidades múltiples que configuran la variedad de las democracias contemporáneas. Como tampoco es sencillo para los expertos diseñar el futuro de la política democrática en el siglo XXI.
Información abundante
Reconocen que ninguno de los países estudiados es una “democracia perfecta”; algunos, incluso, se alejan del modelo, por una deficiente libertad de prensa o de neutralidad del Estado en materia electoral. Pero todos organizan periódicamente elecciones pluralistas y disputadas: los resultados no son completamente conocidos de antemano y determinan el acceso a los cargos públicos.
Los autores aceptan las limitaciones de su proyecto: las fuentes y la metodología empleadas son insuficientes para responder de un modo plenamente satisfactorio al conjunto de las cuestiones planteadas. Pero aportan abundante información y criterios de interpretación que permitirán proseguir la investigación con ulteriores trabajos científicos. De hecho, el libro invita a entrar en un sitio de Internet, donde se pueden consultar series de datos y gráficos complementarios a los publicados en el volumen, ya muy extenso.
Además, se han apoyado en libros y artículos sobre ciencias sociales y políticas, para precisar el contexto histórico y los orígenes del sistema de partidos en esa cincuentena de países. Admiten que tendrían que ir más lejos, valorando de modo sistemático otras fuentes, como los discursos políticos y las plataformas electorales, las políticas seguidas desde el poder por los partidos, sus estrategias de movilización y financiamiento. Pero se atreven a lanzar conclusiones provisionales, como las siguientes.
La división izquierda-derecha se mueve
Desde luego, en Occidente han cambiado los tiempos en que la estructura de clases dominaba la oposición entre partidos de orientación socialdemócrata y partidos conservadores. Coincidía con cierta homogeneidad de orígenes e identidad étnica y religiosa. Los conflictos sociales no son ya determinantes del voto, aunque tampoco parece que las diferencias de identidad aboquen a una especie de neotribalismo occidental cerrado.
A partir de los años ochenta, en Occidente, los ciudadanos con bajo nivel de educación y de ingresos dejan de votar mayoritariamente a la izquierda
No es fácil descifrar la paradoja que se plantean los autores del estudio, resumida por Antoine Reverchon en Le Monde: ¿por qué los partidos de izquierda, que abogan por una mayor redistribución, no se benefician electoralmente del aumento de la desigualdad en los países democráticos? Al contrario, desde el Reino Unido hasta la India, pasando por Estados Unidos, Turquía, Francia y Brasil, avanzan partidos nacionalistas, líderes populistas de la derecha y de la extrema derecha, y a veces incluso llegan al poder.
Los investigadores observan que, a partir de los años ochenta, los ciudadanos con bajo nivel de educación y de ingresos dejan de votar mayoritariamente a la izquierda. Influye mucho la pertenencia a minorías étnicas o raciales –a la izquierda– o la pertenencia a la identidad mayoritaria –a la derecha o partidos nacionalistas–. La elección política de las élites se divide entre los que tienen un alto nivel de educación, que votan cada vez más a la izquierda, y los que gozan de más ingresos o patrimonio, que siguen votando a la derecha.
Un fenómeno semejante, pero en dirección contraria, aparece en países asiáticos, africanos y latinoamericanos, como la India o Nigeria: se observa un refuerzo de las motivaciones “clasistas” en detrimento de las “identitarias”, que podían ser dominantes antes; se unen a programas de redistribución progresiva segmentos de la sociedad que antes votaban en función de sus lealtades étnicas, religiosas o de “clan”. Sin embargo, en lugares como Pakistán o Sudáfrica, los límites de la desigualdad de ingresos se solapan con los étnicos o religiosos, por lo que la influencia de “identidad” y “clase” resulta indistinta.
Más elementos de transversalidad
A partir de los años 80, surgen además los efectos de la globalización. Mientras que la izquierda “educada” y abierta aceptaba la pérdida de soberanía estatal sobre los flujos comerciales, financieros y humanos, los trabajadores y empleados –aquejados por las crisis financieras, el desempleo y las deslocalizaciones–, se aferraban al bastión de las fronteras del Estado o de la propia comunidad (nacional, étnica, religiosa, cultural).
Otro elemento cada vez más significativo en el debate electoral deriva de las exigencias medioambientales y de las relaciones del hombre con la naturaleza. Los partidos verdes han contribuido a desdibujar la importancia de la posición social en las elecciones democráticas. Y es previsible que continúe creciendo la influencia de este proceso en las próximas décadas.
Además, los dirigentes han de contar cada vez más con la existencia de múltiples diferencias socioculturales y étnico-religiosas, que exigirán políticas fundadas en el respeto de la diversidad y de las reglas comunes, la lucha contra las discriminaciones, incluso la posible necesidad de reparar injusticias del pasado, especialmente en países con un pasado colonial importante.
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(*) Amory Gethin, Clara Martinez-Toledano, Thomas Piketty (directores), Clivages politiques et Inégalités sociales. Une étude de 50 démocraties (1948-2020), Ehess/Gallimard-Seuil, 608 pp., 25 € (papel) / 17,99 € (digital).