Se cumplen cinco años del referéndum del Brexit (23 de junio de 2016), que llevó a Gran Bretaña a abandonar la Unión Europea. Uno de los analistas políticos más destacados del país, Philip Stephens, columnista de The Financial Times, acaba de publicar un libro Britain Alone, (Faber, Londres, 2021), cuyo objetivo es profundizar en la historia británica reciente y sondear en las causas y las circunstancias que llevaron a una decisión que hizo historia, y la sigue haciendo.
Stephens se centra, ante todo, en las seis décadas que van de 1956 a 2016, pero su libro es mucho más que una crónica de las relaciones de los gobiernos británicos con la Europa comunitaria. Es una reflexión sobre el destino de una Gran Bretaña que ha buscado como sustitutivos de Europa, y no es algo novedoso, la relación especial con Estados Unidos y los vínculos con la Commonwealth, a modo de sucesora del Imperio británico.
De la posguerra a la crisis de Suez
Stephens relaciona la mentalidad que hizo posible el triunfo del Brexit con la actitud de Churchill durante la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra. De hecho, el título de su libro está asociado a la situación histórica de 1940: solo Gran Bretaña resistió el empuje de la Alemania hitleriana que dominaba la Europa continental. El excepcionalismo británico surgió de allí e hizo posible la victoria en la guerra forjando al mismo tiempo una alianza con Estados Unidos, que no había existido ni en la época victoriana ni en las primeras décadas del siglo XX.
Otra parte del esfuerzo victorioso habría sido posible gracias a las poblaciones y los recursos de las colonias del Imperio. En consecuencia, Churchill habría ganado para su país el derecho a sentarse en la conferencia de Yalta junto a norteamericanos y soviéticos.
En el Brexit, subraya Philip Stephens, se impuso la nostalgia sobre la razón
Pero Churchill, y su sucesor el laborista Clement Atlee, no parecieron ser conscientes de que el proceso de descolonización estaba cambiando los equilibrios del mundo y los recursos económicos y militares de Gran Bretaña eran claramente inferiores a los de Estados Unidos y la Unión Soviética. Stephens recoge el texto de un informe de un diplomático de la posguerra que tiene el realismo del que carecían los gobiernos: “No somos una gran potencia y no volveremos a serlo. Somos una gran nación, pero si continuamos comportándonos como una gran potencia, pronto dejaremos de ser una gran nación”.
El deseo de ser potencia mundial
En los años de la posguerra dio comienzo el proceso de integración europea con la Declaración Schuman, si bien las iniciativas de la Europa de los Seis no interesaron ni al gobierno de Attlee y menos aún al de Churchill, que había vuelto al poder en 1951. El sucesor de Churchill, el conservador Anthony Eden, declinó la invitación para asistir a la conferencia de Mesina en 1955, que constituyó el punto de partida para la formación de la Comunidad Económica Europea. Sin embargo, al año siguiente, Eden quiso contar con una potencia continental, Francia, para llevar a cabo una expedición militar contra el Egipto de Nasser, que había nacionalizado el canal de Suez, hasta entonces en manos de británicos y franceses.
Al igual que en el Brexit, subraya el autor, en la crisis de Suez se impuso la nostalgia sobre la razón. Eden consiguió una rápida victoria militar y llegó a creer que esto contribuiría a restaurar el papel de Gran Bretaña como potencia mundial, pues unos años antes había afirmado que la historia y los intereses británicos iban más allá del continente europeo. El actual eslogan de Boris Johnson, Global Britain, obedece a los mismos planteamientos. Gran Bretaña no quería asumir un mero papel de potencia regional, y si para evitarlo, tenía que alejarse del continente, no dudaría en hacerlo.
En cualquier caso, Suez fue una humillación para los británicos, pues tuvieron que retirar sus tropas por las presiones de Washington, que, en plena guerra fría, no quería hacerse cómplice de lo que la opinión pública mundial, y particularmente el mundo árabe, consideraban una aventura colonial. Por su parte, Francia se sintió traicionada por los norteamericanos y esto fue otro motivo para implicarse en la integración europea, algo que el canciller alemán Konrad Adenauer calificó de “la venganza de Europa”.
Una relación de dependencia y la entrada en la Europa comunitaria
La crisis de Suez demostró una cierta falta de autonomía de Londres respecto de Washington, y esto se hizo más evidente con la entrevista entre el presidente Kennedy y el primer ministro Macmillan en las Bahamas en 1962. En ese momento histórico, el estatus de gran potencia iba unido al de potencia nuclear, y los británicos consiguieron de los norteamericanos submarinos Polaris dotados de armas nucleares. Pero tal y como reconoce Stephens, ese estatus solo era simbólico, pues Londres difícilmente podría emplear esas armas sin el consentimiento de Washington. De hecho, un consejero de Kennedy dudaba de que los británicos las utilizaran por su cuenta contra Moscú, pues la respuesta soviética sería devastadora, y en caso de tener que usarlas, se someterían por completo a los planes de Estados Unidos.
Por lo demás, se suele olvidar el no pequeño detalle de que esas armas nucleares, en posesión de Gran Bretaña, estaban integradas en el marco de las operaciones de la OTAN. No era de extrañar que Dean Acheson, secretario de Estado norteamericano en 1962, molestara a la clase política británica con su afirmación de que Gran Bretaña había perdido un imperio, pero no había encontrado su lugar en el mundo. Sin embargo, Harold Macmillan seguía cultivando la idea de que Gran Bretaña y Estados Unidos mantenían una relación especial, semejante a la que tuvieron en la Antigüedad los griegos y los romanos. Pese a todo, empezó también a acercarse a la Europa comunitaria buscando algún tipo de asociación, aunque se encontró con el veto de la Francia de De Gaulle, que consideraba a Londres como el caballo de Troya de Washington en Europa. Su sucesor, el laborista Harold Wilson, llamó también en vano a las puertas de Europa.
Aunque los años de Thatcher se asocian con el aumento del euroescepticismo, la primera ministra nunca se planteó abandonar la UE e impulsó el mercado único
El paso decisivo para unirse a la Europa comunitaria lo dio el conservador Edward Heath, elegido primer ministro en 1970, que consideraba que Gran Bretaña pertenecía a Europa “por geografía, tradición, historia, cultura y civilización”, si bien defendía la soberanía británica frente a cualquier proyecto federalista. Heath consideraba que Gran Bretaña debía estar en el centro de los asuntos europeos y no enfocar todas las iniciativas exteriores en la relación especial con Washington o en la Commonwealth. De este modo, y con el apoyo de diputados laboristas, el gobierno conservador consiguió la adhesión a las Comunidades Europeas en 1973. Dos años después, con un gobierno laborista, los euroescépticos consiguieron convocar un referéndum, pero un 67% del electorado votó por la permanencia.
De Thatcher a Blair
Los años de Margaret Thatcher (1979-1990) van asociados generalmente a una ascensión del euroescepticismo en el seno del Partido Conservador, y suele ponerse como ejemplo el discurso de la primera ministra en el Colegio Europeo de Brujas en 1988, en el que arremetía contra la idea de un “superestado europeo” personificado por los comisarios de Bruselas. Sin embargo, tal y como recuerda Stephens, Thatcher nunca se planteó abandonar la organización e incluso consiguió el reembolso de una parte de la contribución al presupuesto europeo. De hecho, el mayor logro de los conservadores fue el establecimiento del mercado único europeo a partir del tratado de Maastricht, que se potenciaría con la ampliación a los países de la Europa central y oriental.
Como bien resalta el autor del libro, Thatcher podía arremeter contra el socialista Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea, acusándole de excesos reguladores, aunque al mismo tiempo era consciente de que el marco regulador era una ventaja para la constitución del mercado único, apoyado por Londres. La primera ministra no dio la espalda a Europa, pero no pudo evitar los enfrentamientos internos en su partido entre eurófilos y euroescépticos, que contribuyeron a su propia caída. Por aquel entonces, en los medios de comunicación británicos, encabezados por los del magnate australiano Rupert Murdoch y secundados por el conservador The Daily Telegraph, empezaban a sembrar dudas en la opinión pública sobre la pertenencia de Gran Bretaña a la UE.
Tras un primer ministro europeísta como el conservador John Major, vino el laborista Tony Blair (1997-2007), que cultivó no solo la relación especial con Washington, de la mano de George W. Bush, sino también la voluntad de un mayor protagonismo en los asuntos europeos junto a París y Berlín. Pero, según Stephens, la implicación de Gran Bretaña en la invasión de Irak frustró el sueño europeo de Blair, pues le distanció de sus socios continentales.
La inexperiencia de David Cameron y el triunfo del Brexit
Philip Stephens atribuye a David Cameron, primer ministro conservador entre 2010 y 2016, una buena parte de la responsabilidad en el Brexit. No le considera un experto en política exterior, pues intervino irreflexivamente, junto con la Francia de Sarkozy, en la caída del régimen de Gadafi en Libia, y no consiguió una mayor implicación de Obama en la guerra. En la crisis de Ucrania de 2014, Gran Bretaña renunció a cualquier papel mediador y dejó todo el protagonismo a Francia y Alemania, y tampoco obtuvo Cameron demasiado éxito en su acercamiento a la China de Xi Jinping.
Tras su apurado éxito en el referéndum de Escocia en 2014, Cameron creyó que otra consulta popular reforzaría su posición y la de su partido, que gobernaba en coalición con los europeístas del partido demócrata liberal. El referéndum del Brexit le resultaba de utilidad tras el auge del partido nacionalista UKIP, nacido de una escisión conservadora, en las elecciones europeas de 2014. Además, las elecciones de 2015 permitieron a los conservadores gobernar en solitario. Sin embargo, Cameron no defendió con convicción la continuidad en la UE, al tiempo que el laborista Jeremy Corbyn hacía gala de su euroescepticismo.
Esto dejó el terreno libre a los partidarios del Brexit, cuya figura más visible era Boris Johnson, que nunca ocultó sus pretensiones de ser primer ministro. Los euroescépticos plantearon el referéndum como una defensa de la cultura y la identidad de Inglaterra, exhibieron sentimientos conspiranoicos, que pasaban por un rechazo de la inmigración y el temor a un ingreso de Turquía en la UE, y alimentaron el mito de una Gran Bretaña global que llegaría a ser el Singapur de Europa.
Una nación dependiente
Los partidarios del Brexit hicieron creer al electorado que Gran Bretaña recuperaría la libertad de acción de la que disfrutaba antes de adherirse a la UE. Sin embargo, tal y como afirma Stephens, el Brexit supuso la renuncia del país a ser una potencia europea. Los euroescépticos creyeron que Gran Bretaña podría reinventarse como nación y además tener una proyección global. No lo ve así el autor porque para su seguridad seguirá dependiendo de la OTAN y no podrá eludir la interdependencia económica de sus vecinos europeos. Tarde o temprano, Londres tendrá que construir puentes con París y Berlín, además de buscar algún tipo de acuerdo para trabajar con las instituciones de la UE.