La necesidad de una acción coordinada para afrontar la crisis económica mundial ha reforzado la importancia del G-20, cuyos líderes vuelven a reunirse el 24 y 25 de este mes en Pittsburgh (EE.UU.). Más representativo que el G-8 y menos ingobernable que la ONU, el G-20 aún tiene que demostrar que puede ser una instancia decisoria para organizar la gobernanza mundial.
Desde que se hizo patente la crisis económica, expresiones como “refundación”, “nuevo orden” o “modelo alternativo” comenzaron a llenar las páginas de los periódicos, a veces con un signo ideológico muy fácilmente reconocible: sin duda el discurso utopista, bajo todas sus presentaciones (altermundismo, comunismo, ecologismo, límites al desarrollo), se había puesto otra vez de moda. Sin embargo, no puede negarse que los problemas del sistema financiero mostraron realidades asociadas al fenómeno de la globalización que reclaman cambios en la gobernanza mundial.
Una de las más claras es la multipolaridad: la significación de los países emergentes en el escenario mundial ha cobrado unas dimensiones que no pueden menos que ser atendidas. De ahí el nuevo protagonismo del G-20, que añade a las grandes potencias del G-8 once países recientemente industrializados de todas las regiones del mundo y la Unión Europea como bloque. Por otro lado, el problema de la desigualdad, que la comunidad internacional ha querido abordar con un plan de acción que fijó los Objetivos del Milenio, ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de unas áreas del planeta frente al comportamiento de otras.
Junto a todo esto ha surgido además un debate ético y jurídico a propósito de los excesos cometidos contra el mercado (y no “por” el mercado, pues éste en realidad necesita de la buena fe para operar libremente, y la prueba es que se traba y se contrae si aquélla se quebranta). Parece unánime el reclamo de un blindaje contra conductas delictivas o irresponsables capaces de transmitir, mediante los conductos de las finanzas internacionales, un perjuicio de alcance planetario cuya superación resulta luego tan incierta.
Una autoridad política mundial
La reciente encíclica de Benedicto XVI, Caritas in veritate, conviene también en que “la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo”. Aunque el texto del pontífice reconoce que “la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer”, su propuesta de una “verdadera Autoridad política mundial” señala los ámbitos en los que “urge” su intervención: “Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios”. Junto a esto (o quizá refiriéndose a esto), la encíclica aboga por una “reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones”.
Pero, ¿no existe el riesgo de que una autoridad política mundial acabe imponiendo las decisiones de los grandes a los demás países? Para que esto no ocurra, la encíclica subordina la autoridad de la instancia que propone a determinados requisitos: deberá “estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad”, además de gozar de legitimidad y de eficacia para hacer cumplir sus decisiones.
Pero también en esta descripción queda abierta la posibilidad de que las palabras del Papa aludan más bien a una cuestión relacionada con la aplicación de objetivos ya trazados. Así, por ejemplo, al precisar la necesidad de “un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización, que lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil”, señala que todo esto se encuentra “ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas”.
La naturaleza representativa de las instituciones a las que se confíe la gobernanza mundial, parece algo que no sólo es necesario reconocer, sino incluso reforzar. Se trata, entonces, de definir la calidad de la representación y la forma de orientar los distintos intereses hacia el bien común.
“¿G -…?”
El G-8, cuyos orígenes se remontan a los años 70, ha ido buscando estrategias comunes ante los problemas mundiales, pero no tiene capacidad jurídica de desarrollar las políticas que diseña. Su influencia se ejerce a través del peso de sus países miembros en las instituciones internacionales como el Consejo de Seguridad de la ONU, el Banco Mundial, el FMI o la Organización Mundial de Comercio.
Pero en un mundo de creciente multipolaridad, incluso el G-8 se queda pequeño para afrontar los problemas mundiales. Richard Portes, investigador en la London Business School, asegura que “en los últimos años no se ha obtenido en el G-8 ningún resultado substancial”.
Por el contrario, el G-20, formado por los países más ricos y las mayores economías emergentes, y que el pasado noviembre se consagró como instancia para enfrentar la crisis económica, resulta más representativo que el G-8 y menos caótico que la ONU. Su próximo encuentro está previsto para los días 24 y 25 de septiembre en Pittsburgh, y posturas como la de la canciller alemana Angela Merkel o el presidente francés Nicolas Sarkozy sostienen que su funcionalidad depende en buena medida de que se disuelva el G-8.
Según el presidente brasileño Luiz Ignacio “Lula” da Silva, cuyo país ha montado además tienda aparte este junio pasado en el grupo de los llamados BRIC -Brasil, Rusia, India, China- (cfr. Aceprensa, 22-06-2009), la última Cumbre del G-8 en L’Aquila (Italia) el pasado julio dejó clara la necesidad del G-20 para discutir los problemas financieros y económicos mundiales. En opinión de Lula, tras los acuerdos de Italia queda ahora a cargo del G-20 la responsabilidad de hacer avanzar las negociaciones en la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Mientras el presidente brasileño se ha referido al “clima de optimismo” que infundirán a la reunión de septiembre los recursos destinados al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial para la financiación de proyectos de desarrollo en los países pobres, ha reclamado asimismo la necesidad de que el FMI haga “un sitio importante a las economías emergentes en los procesos de decisión”. A pesar de ser la undécima economía mundial, Brasil cuenta apenas con una cuota del 1,38% de los derechos de voto en el organismo financiero multilateral, mientras que China posee el 3,66% y la India el 1,89%.
De hecho, el plan trazado en L’Aquila acordó igualmente acometer “la reforma de las organizaciones internacionales, incluida Naciones Unidas”, para adaptarlas a “la realidad contemporánea”.
Con fronteras abiertas
Una manifestación de que se buscan soluciones dentro de un marco de gobernanza mundial ha sido que, a la hora de luchar contra la crisis económica, se ha evitado hasta ahora caer en la tentación proteccionista (cfr. Aceprensa, 24-02-2009). También se ha asumido el compromiso de no recurrir a la devaluación de las monedas nacionales para fomentar las exportaciones, si bien Estados Unidos ha presentado quejas al gobierno chino por la tendencia de este último a mantener devaluado el yuan, cuyo precio respecto del dólar le ha supuesto al país norteamericano un gran déficit comercial en sus transacciones con China.
Ahora el reto es cerrar antes de 2010 las negociaciones de la Ronda de Doha, cuyo fin es rebajar las barreras comerciales, especialmente las relativas a los productos agrícolas. Las medidas contra la manipulación del mercado de divisas procuran facilitar el comercio libre y garantizar la estabilidad del sistema monetario mundial.
Responsabilidad de proteger
Otro concepto que se abre paso en la gobernanza mundial es la “responsabilidad de proteger”, que obligaría a la ONU a vigilar, y en su caso a intervenir, cuando un gobierno no cumple ese deber de protección respecto a sus ciudadanos.
Benedicto XVI se refirió a esta responsabilidad en el discurso que pronunció ante la Asamblea General de la ONU en 2008. El Papa indicaba entonces que al vigilar en qué medida los gobiernos responden a esta responsabilidad, la ONU ejercita un servicio importante en nombre de la comunidad internacional.
A la zaga de este planteamiento, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, se dirigió el pasado julio a la Asamblea General para insistir en la necesidad de prevenir los genocidios recurriendo al mismo plan de acción, R2P (“Responsibility to Protect”), ideado en 2005 por iniciativa del ex ministro australiano de Exteriores Gareth Evans, hasta hace poco presidente del International Crisis Group.
Este concepto, adoptado a raíz de crímenes masivos cometidos por gobiernos brutales contra su propia población civil (como en el caso de Ruanda y Sudán), se mantiene como una iniciativa difusa y controvertida, si bien afirmó Evans que últimamente ha ganado predicamento y que cada vez existe una mejor disposición a comprender un proceso de intervención según ciertos pasos y condiciones.
“En los noventa existía una vehemente división a propósito del tema, con el norte diciendo que ‘hay que mandar los marines’ y el sur que ‘bajo ninguna circunstancia, pues se trataría de un violento ataque contra nuestra independencia tan duramente ganada’”, señaló el político australiano. El nuevo enfoque, en cambio, privilegia la atención a las señales de alerta procedentes de sociedades en tensión, de modo que la ONU pueda ayudar a fortalecer las instituciones y facilitar recursos. Si fracasara la prevención se aplicaría un protocolo de respuestas prontas y flexibles, entendiendo que “la acción militar no puede ser lo primero, sino lo último que se decida, y que debe asumirse según lo acordado en el estatuto”, precisó Evans.
A propósito del fortalecimiento de las instituciones en países cuyos regímenes comprometen la libertad, la Caritas in veritate se ha referido también a que la ayuda internacional “debería apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas constitucionales, jurídicos y administrativos en los países que todavía no gozan plenamente de estos bienes” (cfr. Aceprensa, 13-04-2009), si bien ha reconocido que “no es necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios: el fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de carácter cultural, social, territorial o religioso”.
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Países del G-8
- Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Reino Unido y Rusia.
Países del G-20
- Los del G-8 más Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, China, India, Indonesia, México, Corea del Sur, Sudáfrica, Turquía. El vigésimo miembro del G-20 es la Unión Europea.