Un informe sobre “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer”, obra del académico de la Lengua Ignacio del Bosque y suscrito por 26 colegas, critica algunas guías de “lenguaje inclusivo” aparecidas en los últimos años. El texto se publicó en El País el 4 de marzo, en vísperas del Día Internacional de la Mujer, y el mismo diario ha atizado una polémica en sus páginas pidiendo comentarios a unos y otros. Unas nociones de gramática comparada pueden ayudar a comprender que el género no es el sexo, y una expresión será o no sexista según lo que signifique, no por la extensión que se dé al masculino.
La correspondencia entre los géneros gramaticales y los sexos de algunos seres vivos es a lo sumo parcial, y no existe en todas las lenguas
Los filipinos son un pueblo falto de iniciativa. Efectivamente, en su idioma, la voz verbal no marcada es pasiva. Por defecto, el tagalo –como otras lenguas austronesias– pone el foco en el objeto en vez del agente. Para entendernos: si el español fuera una lengua del mismo tipo, en “un búho cazó un ratón”, el ratón sería el depredador y el búho, la presa. Esta forma de expresar acciones en esos idiomas es muestra de la pasividad de sus hablantes.
Salta a la vista que lo anterior es una estupidez. La pasividad gramatical no tiene que ver con la del carácter. Hay millones de filipinos emprendedores, y en cambio se puede hablar una lengua en que la voz activa sea la directa y la pasiva derivada, y ser un holgazán redomado.
Pues bien, no menos absurdo es tachar de sexista el uso del masculino para mentar hombres y mujeres. Ocurre simplemente que en muchos idiomas, como el español, el masculino es el género no marcado, de suerte que tiene mayor extensión, a costa de ser menos preciso. Al revés, el femenino tiene mayor precisión y es excluyente. Por eso, “los alumnos” puede significar todo el estudiantado o solo los hombres, mientras que “las alumnas” no son más que las mujeres.
Interpretar eso como sexismo es buscar tres pies al gato. Con la misma base, podríamos ver un indeseable prejuicio antimasculino en el ruso porque los equivalentes de “hombre” (muzhchina) y “tío” (diadia) terminan en -a y se declinan según el modelo femenino; o, si se prefiere, cabe denunciar machismo porque a esas mismas palabras, pese a su morfología femenina, se las obliga a concordar con adjetivos en versión masculina. Y ¡qué sexismo el de los alemanes –y las alemanas–!, que hacen neutras Fräulein (señorita) y Mädchen (chica), haciendo invisible la feminidad. En cambio, los hablantes de inglés, turco o euskera, lenguas sin géneros gramaticales, han de ser los paladines de la igualdad sexual. El caso de los holandeses es dudoso, pues por una parte casi han desterrado de su idioma el femenino, pero por otra, lo han hecho fundiéndolo con el masculino en un género común que se contrapone al neutro.
Cuando hay conductas sexistas, como presionar a una empleada para que no tenga hijos, la batalla contra el género masculino es una pérdida de tiempo
Los 16 géneros del swahili
Quédense tranquilos esos a quienes se les antojan los dedos huéspedes cuando no oyen “los alumnos y las alumnas”. El género de las palabras no guarda relación necesaria con el sexo de los seres significados. Como su denominación indica, el género es una clase o tipo. En virtud de esta categoría gramatical, los nombres y pronombres se dividen en clases que se distinguen, en algunos casos, por la morfología, y sobre todo, por concordar con unas u otras formas de artículos, adjetivos o incluso verbos. La correspondencia entre los géneros gramaticales y los sexos de algunos seres vivos es a lo sumo parcial, y no existe en todas las lenguas. El swahili tiene 16 géneros o clases nominales, y ninguno tiene que ver con el sexo: en dos (uno para singulares, otro para plurales) entran los nombres aplicados a personas, sin distinción de mujeres y hombres; otros dos son para árboles y fuerzas naturales; hay dos más para animales…
La clasificación de nombres, o sea la distinción de géneros, tiene la ventaja de evitar ambigüedades con economía de palabras. Por ejemplo, el género del pronombre disipa toda duda en una frase con dos posibles objetos directos: “Hay allí un jardín con una fuente, pero no lo encontré”, o bien: “… no la encontré”.
Ni jardines ni fuentes tienen sexo, pero en muchos idiomas los nombres tienen género, y se aplican a las realidades significadas con independencia de que estas sean de un sexo, del otro o de ninguno. Decimos, pues, “él es una persona muy simpática” y “ella es el miembro más activo del grupo”. Hay también en español sustantivos comunes en cuanto al género, que concuerdan con artículos y adjetivos femeninos o masculinos, indistintamente (artista, detective, juez…); y adjetivos de una sola forma que concuerdan con nombres de cualquier género (sagaz, fuerte, fácil…). Pero si un nombre tiene variante de género y ha de designar a hombres y mujeres conjuntamente, lo más económico es usar una de las formas. La lengua cayuga, de la familia iroquesa, para referirse a varias personas de uno y otro sexo emplea la forma femenina del pronombre personal, godi (ellas), mientras que la masculina, hodi (ellos), no sirve más que para un grupo de hombres solos. ¿Hemos de acusar a los iroqueses de sexismo contra los varones?
Bordeando el ridículo
La corrección política en esta materia bordea el ridículo en su empeño de implantar el lenguaje no sexista. Es curioso que la paranoia comenzara con un idioma sin géneros, el inglés, a propósito de los pocos casos en que no se emplea una misma palabra para hombres y mujeres (he/she, man/woman…). Hay feministas que quieren suprimir women porque incluye el plural de man. No se han puesto de acuerdo en el término sustituto (womyn, wimmin, womban…), y los otros 375 millones de angloparlantes nativos siguen aferrados al de siempre.
En el caso del español, el filósofo Jesús Mosterín propone el término humán (pl. humanes) para designar a mujeres y hombres sin referencia al sexo. Bien poco se adelanta con ese neologismo, pues en cuanto se le adjunta el artículo, reaparece el género. Mosterín, concretamente, dice “los humanes”, no sin lógica, pues “las humanes” serían solo mujeres. Los demás seguimos diciendo “los hombres”, “los seres humanos” o “las personas”.
Por supuesto, como las palabras no son signos naturales, la norma última del lenguaje es el uso común. Es posible que la generalidad de los hablantes se acostumbre a decir “voy al cine con las amigas y los amigos” o “esto es bueno para nosotros y nosotras”. Aunque, si ha de cambiar el uso, yo preferiría que adoptáramos el femenino como género no marcado, y así bastara decir “nosotras” para referirse a nuestro grupo de amigas (incluidos, pues, los amigos). Pero si eminencias como las antedichas apenas han logrado seguidores, menos cabe esperar que se imponga mi opinión.
En todo caso, el lenguaje sexista no lo es por la gramática, sino por el significado injurioso o despectivo contra las personas de un sexo. Y peor aún que el de las palabras es el sexismo de los hechos: presionar a una empleada para que no tenga hijos, la pornografía que reduce a la mujer a un objeto erótico, que un hombre deje a su pareja en la alternativa de abortar o ser abandonada. Cuando abundan conductas como esas, la batalla contra el género masculino es una pérdida de tiempo.