Corren malos tiempos para los humoristas. Cualquier broma que involucre a individuos de colectivos supuestamente marginados puede interpretarse como una ofensa intolerable. Cuando tantos grupos tienen como bien más preciado su identidad, las sensibilidades están a flor de piel y la indignación se despacha a gusto en las redes sociales.
El último en experimentarlo ha sido el dibujante de Le Monde Xavier Gorce, que ha decidido abandonar el diario para el que trabajaba desde hacía 19 años, después de que el periódico pidiera disculpas por una viñeta suya que había publicado. El dibujo mostraba a dos pingüinos –recurso tradicional de Gorce– en el que uno le decía al otro: “Si abusó de mí el hermanastro adoptivo de la compañera de mi padre transgénero que ahora es mi madre, ¿es esto un incesto?”.
El hecho de actualidad que podía motivar la viñeta era el caso de Olivier Duhamel, conocido intelectual de izquierdas, acusado ahora de haber abusado de su hijastro de 14 años a fines de la década de los 80. Pero a la vez reflejaba el desbarajuste de relaciones paternofiliales en una época de familias recompuestas e identidades de género cambiantes.
A raíz de las revelaciones del caso Duhamel, se ha desatado en Francia la polémica sobre la extensión de estos abusos familiares. Pero el tabú del incesto ha suscitado también el tabú del humor.
En las redes sociales algunos criticaron el chiste como “transfóbico” y poco respetuoso con las víctimas de incesto, cosa que el dibujante negó en Twitter. Al parecer, lectores de Le Monde se declararon “escandalizados”. A las pocas horas, la directora de la redacción de Le Monde, Caroline Monnot, pidió excusas por “un dibujo que no hubiera debido publicarse”. Alegaba que la viñeta podría interpretarse “como una relativización de la gravedad de los hechos de incesto, con términos fuera de lugar respecto a las víctimas y a las personas transgénero”.
Lo importante no es ya lo que dice un dibujo o un texto, sino el modo en que puede ser interpretado y las reacciones que suscita en las redes sociales
Ante la petición de excusas del diario, el caricaturista adoptó “la decisión personal, unilateral y definitiva” de abandonar su colaboración con el periódico. ”La libertad no se negocia. Mis dibujos seguirán”, dijo.
Epidemia de disculpas
Siguió también el revuelo provocado por la dimisión, con lo que Le Monde sintió la necesidad de publicar una aclaración. El texto hace variadas contorsiones lingüísticas para justificar que su petición de excusas no empaña en absoluto su apego a la libertad de expresión Por una parte dice que “no se trata de censura”, porque el dibujo sigue publicado; pero a la vez dice que “no deberíamos haberlo publicado”, lo cual equivale a reconocer que han fallado en su labor censora. Asegura que “no es una sanción al dibujante”, pero es evidente que no ha defendido su independencia sino que lo ha desautorizado.
Como motivo vuelve a decir que “podría ser leído como una relativización de la gravedad de los hechos de incesto”, y que “esta interpretación ha escandalizado a numerosos lectores”. Curiosamente, en la nueva explicación ha desaparecido la referencia a las personas transgénero, quizá porque es más fácil escudarse en una defensa de las víctimas de incesto. Pero en la realidad es más probable que quienes agitaron las redes sociales contra el chiste tachado de “transfóbico” fueran los activistas transgénero.
Hay categorías de personas de las que está permitido reírse y otras que deben estar al amparo de cualquier sátira porque sería ofensiva
Le Monde mantiene que la libertad de prensa “debe ser tan completa para los dibujantes o los periodistas como para los periódicos en su decisión de publicar o no un dibujo”. Pero el diario ya había ejercido esa libertad cuando publicó la viñeta, y si después pidió excusas fue porque en lugar de ser libre se sometió a las reacciones de un sector de sus lectores.
Hay grupos y grupos
Sea lo que sea, se admite así que lo importante no es lo que dice un dibujo o un texto, sino el supuesto modo en que puede ser interpretado y las reacciones que suscita en las redes sociales. Esto es típico de la “epidemia de disculpas” en la que vivimos. Periódicos que pondrían el grito en el cielo ante una intromisión del poder político en su tarea informativa, se allanan atemorizados cuando las protestas provienen de determinados grupos si alguien hace afirmaciones que ellos consideren irreverentes para su identidad.
No todos los grupos, claro. Hay categorías de personas de las que está permitido reírse y otras que deben estar al amparo de cualquier sátira porque sería ofensiva. Hoy puedes burlarte de banqueros, obispos, profesores o incluso políticos, sobre todo si son varones blancos. Pero es mejor no hacer chistes sobre mujeres, no vayas a ser calificado de machista misógino. Ni ironizar sobre una petición LGTB, porque sería muestra de “homofobia”. Ni reírte de la seriedad apocalíptica de Greta, porque entonces eres un “negacionista”. Tendrás que reprimir el asombro ante las pretensiones de señores que aseguran ser señoras, so pena de ser acusado de “transfobia”. Y ni se te ocurra hacer un chiste sobre un negro, un aborigen o un vegano, porque eso solo se le pasa por la cabeza a un “supremacista” blanco. En estos casos entra en juego la “cultura de la cancelación” (aunque mejor sería llamarla “censura de la cancelación”) que pretende, y a menudo consigue, boicotear, descalificar y tachar de elemento antisocial al que se sale fuera del coro.
Xavier Gorce ha preferido cancelarse a sí mismo de Le Monde, en cuanto ha experimentado que su libertad de expresión se ponía en cuestión. Otros se someten más fácilmente a las opiniones predominantes, y de ahí que la autocensura sea la forma más socorrida de silencio en una época que se enorgullece de haber abolido cualquier censura. Pero cuando a la hora de escribir, un periodista ya no se planea solo si algo es verdadero o falso, si una opinión está fundada o no, sino que se pregunta si lo que dice puede caer mal (a los lectores, a las redes sociales, a los anunciantes, al poder político…), está empezando a perder su independencia.
Una censura innombrable
Cuando se produce esta censura por protestas de grupos “indignados”, los responsables dicen que “esto no tiene nada que ver con la libertad de expresión”. Entonces puedes estar seguro de que quien lo dice quiere impedir que alguien la ejerza. Antes, los que ejercían la censura en regímenes no democráticos no tenían reparo en reconocer que, efectivamente, estaban censurando. Ahora la censura se ejerce de otro modo, y ni tan siquiera es tolerable que la llames así.
La nota explicativa de Le Monde termina diciendo que van a buscar otro dibujante para sustituir a Xavier Gorce: “Seguiremos defendiendo este género particular de la libertad de expresión, también cuando nos molesta y nos cuestiona, respetando al mismo tiempo nuestra libertad de publicar según nuestros valores”. Magnífico. Lo que pasa es que esta defensa de la libertad de expresión es aplaudida cuando se dirige contra los valores ajenos, pero se digiere mal cuando molesta a los propios. Como escribe Irene Vallejo en El infinito en un junco: “Incluso en las democracias contemporáneas estallan polémicas acaloradas sobre los límites del humor y de la ofensa. En general las posturas sobre este asunto dependen de si las convicciones en juego son las nuestras o las de otros. La tolerancia tiene conjugación irregular: yo me indigno, tú eres susceptible, él es dogmático”.
Es aún más irónico que una viñeta haya vuelto a provocar una polémica sobre la libertad de expresión en el país donde tuvo lugar el trágico ataque terrorista por las caricaturas de Mahoma en Charlie Hebdo. Entonces la calle y las redes sociales defendieron la libertad de expresión al grito de “Todos somos Charlie”. Pero no me imagino a la redacción de Charlie Hebdo pidiendo perdón por haber publicado unas caricaturas que, sin interpretaciones, indignaban a los musulmanes.