Pensada inicialmente para corregir un prejuicio histórico hacia determinadas minorías sociales, la corrección política ha terminado silenciando a una mayoría demasiado temerosa de expresar sus puntos de vista. Varias iniciativas recientes reclaman el derecho a pensar y a hablar por cuenta propia frente a la intolerancia uniformadora.
Una de las salvaguardas que ofrecen las democracias liberales es la protección de los derechos de las minorías frente al gobierno de la mayoría. Pero el terreno de juego se ha desequilibrado tanto a favor de unos grupos que apelan a su identidad para lograr un trato especial, que cada vez resulta más difícil debatir sobre una serie de temas sin recibir la acusación de racismo, sexismo, homofobia o transfobia.
El problema es tan de dominio público en Estados Unidos que los propios intelectuales de izquierdas han querido unirse a la denuncia de la intolerancia surgida en sus propias filas, en una carta abierta publicada en la revista Harper’s.
Llama la atención que un problema denunciado desde hace años por los conservadores solo ha merecido la credibilidad de algunos medios cuando han salido a lamentarlo estrellas de la izquierda como Gloria Steinem, Noam Chosky o Margaret Atwood, y otros pensadores progresistas con un perfil más independiente, como Mark Lilla, Anne Applebaum, Michael Ignatieff, Jonathan Haidt, Arlie Russell Hochschild, Allison Stanger o Steven Pinker.
Los 153 firmantes de la carta celebran los avances logrados por los activistas de la “justicia racial y social” –los llamados social justice warriors–, pero lamentan que, en nombre de ese compromiso, se haya dado vía libre a prácticas “que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia hacia las diferencias en favor de la conformidad ideológica”. A su juicio, la resistencia a “las fuerzas del iliberalismo” no puede ser una excusa para la propia intransigencia.
Y, como quien ve venir al lobo, alertan del riesgo de que la intolerancia se extienda “incluso a quienes carecen de suficiente celo” por la causa identitaria. “Como escritores –concluyen– necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la toma de riesgos e incluso los errores. Necesitamos preservar la posibilidad de desacuerdos de buena fe sin consecuencias profesionales graves”.
Preocupaciones poco representativas
Es una buena noticia que estos intelectuales hayan querido sumarse a la denuncia de un problema sobre el que llevan años alertando plataformas como The Foundation for Individual Rights in Education (FIRE), Academics For Academic Freedom (AFAF), Heterodox Academy o la revista Spiked.
A estas hay que añadir otras nuevas que pretenden cambiar los términos del debate: ya no se trata simplemente de reivindicar mi espacio frente a los asfixiantes dictados de la ortodoxia identitaria, sino de medirse con ella en igualdad de condiciones, para redefinir qué se entiende por sentido común en el espacio de todos. Lo que exige, en primer lugar, dejar de dar por sentado que las minorías siempre tienen razón.
Es lo que pretende el británico Mark Lehain con el lanzamiento de Campaign for Common Sense (CCS). Hasta ahora, este ex profesor de matemáticas, aspirante a diputado por el Partido Conservador y padre de cuatro hijas había promovido iniciativas a contracorriente en el ámbito educativo, primero como fundador de Bedford Free School y luego como director de la plataforma Parents & Teachers for Excellence. Ahora ha querido emprender un proyecto más ambicioso, con el argumento de que no es suficiente enseñar a pensar a los alumnos si, fuera de la escuela, “su capacidad para expresarse cada vez está más limitada”.
Lehain lamenta que la conversación pública se esté viendo condicionada “por preocupaciones poco representativas”, que han logrado introducirse en el mainstream gracias al activismo de una minoría ruidosa. Su reivindicación central es que los gobernantes atiendan más al consenso social para tomar decisiones sobre el bien común, en vez de dejar que unos pocos colectivos marquen el paso de la vida social.
Da la impresión de que Lehain equipara el sentido común con lo que piensa la mayor parte de los británicos, lo que no está exento de riesgos. Entre otras cosas, porque la mayoría tampoco tiene el monopolio de lo razonable. Por eso, es deseable que los gobernantes fundamenten sus decisiones en buenas razones, antes que en la suma de opiniones. Con todo, es meritorio el empeño de Lehain por volver a hacer visible a una mayoría social cuyos puntos de vista reciben poca cobertura mediática (o una atención hostil).
El primer informe realizado por CCS pasa revista a lo que piensan algo más de 2.000 británicos en una serie de asuntos controvertidos, para concluir que la sociedad británica es distinta de la que pintan muchos medios. Por ejemplo, el 68% cree que la corrección política empeora las divisiones en el país; el 61% opina que las estatuas de figuras históricas deben ser conservadas, aunque sean controvertidas; el 61% piensa que los derechos logrados hasta ahora por los transexuales son suficientes o han ido demasiado lejos; el 59% piensa que la policía británica dedica demasiado tiempo a investigar [en las redes sociales] afirmaciones que no son políticamente correctas, en vez de dedicarlo a otros asuntos más importantes; el 64% quiere sanciones más fuertes para los delincuentes juveniles…
Ahora que ciertas minorías marcan el paso a la opinión pública, el reto es volver a hacer visible a la mayoría autosilenciada
Que cada cual se retrate
También el Journal of Controversial Ideas, una revista académica que en breve echará a andar, quiere avivar el debate sobre cuestiones polémicas. Una peculiaridad por la que ha sido muy criticada es que ofrecerá la posibilidad de publicar bajo seudónimo. Los editores justifican la medida alegando que quieren proteger a los autores, muchos de ellos profesores universitarios en un clima intelectual hostil. Sus críticos, en cambio, ven el anonimato como un escudo protector para vociferar al mundo unas ideas extremas sin rendir cuentas a nadie.
En cualquier caso, la sola existencia de esta revista debería llevar a preguntarnos qué está pasando en unas sociedades que presumen de liberales, para que los disidentes de lo políticamente correcto tengan que esconderse. Lo planteaba tímidamente en The Guardian Andrew Anthony, crítico con la iniciativa, en un titular al que no da respuesta: “¿Necesitamos ocultar quiénes somos para hablar libremente en la era de la política de la identidad?”
La lista de los fundadores y miembros del consejo editorial de la revista promete variedad de opiniones, cuando no antagonismos irreconciliables. Pensemos, por ejemplo, en los posibles encontronazos entre Robert P. George, un convencido provida, y autores como Peter Singer o Francesca Minerva, quienes han planteado la licitud del infanticidio en algunos supuestos.
Es probable incluso que la revista acabe indignando a lectores de tendencias opuestas. Quizá por eso Ben Sixsmith subraya que “la controversia no tiene valor en sí misma”. Pero ve un mérito en el hecho de que la publicación servirá a cada lector para retratarse y demostrar si es capaz de responder serenamente a ideas polémicas, e incluso desagradables. Si los críticos de la corrección política se quejan de la censura de la izquierda identitaria, ahora tienen la oportunidad de demostrar su propia capacidad de argumentar.
Libertad con bien común
La prevención de Sixsmith cobra todavía más importancia a la luz de la concepción libertaria de la libertad de expresión que apoyan ciertos críticos del progresismo cultural. Entre otros, el periodista británico Toby Young, impulsor del Free Speech Union (FSU), un sindicato que ofrece acceso a abogados, expertos en comunicación y especialistas en micromecenazgo a quienes sufren represalias por sus ideas.
Pese a que la organización declara su aprecio por grandes valores como la libertad de expresión, de conciencia y académica, en la práctica ese compromiso parece limitarse a la defensa del “derecho a expresar opiniones controvertidas, excéntricas, heréticas, provocativas o inoportunas”. Aunque el sindicato desaconseja a sus miembros los “ataques ofensivos o personales” y “los comportamientos incívicos”, también afirma –con peligrosa ambigüedad– que realizar esas conductas no sería suficiente, en principio, para que alguien sea expulsado de la organización o privado de auxilio. El único límite que fija a sus afiliados son “las incitaciones a la violencia”, algo por otra parte prohibido por las normas penales.
El planteamiento del FSU da que pensar en algunas implicaciones. Por ejemplo, quienes entienden la libertad de expresión como un derecho ilimitado, ¿están dispuestos a tolerar que otros se mofen de sus valores más sagrados? Un libertario como Young, quien ha convertido la libertad de expresión en un valor absoluto, tiene menos que perder. Pero quienes entiendan que esa libertad no ampara formas de expresión objetivamente ofensivas e irrespetuosas, tendrán que empezar por admitir la existencia de límites razonables: no todo vale cuando se trata de discutir asuntos polémicos.
El propio Young ha protagonizado polémicas por comentarios realmente desafortunados, y de los que luego se ha lamentado. De ahí el lúcido juicio que hace Mary Harrington sobre la iniciativa: “Si bien The Free Speeh Union afirma desafiar a la política identitaria, no escapa a su premisa central: una visión radicalmente individualista de la sociedad humana. Tanto para Young como para los identitarios a los que se opone FSU, no hay un bien común: solo la libertad de Young para decir lo que te dé la gana, o la libertad de los identitarios para ser lo que te dé la gana”.