Walden (1854), posiblemente la obra más conocida de Henry David Thoreau (1817-1862) y un clásico de la literatura estadounidense, es un registro minucioso de la vida retirada del autor en los bosques cercanos a la laguna de Walden en Concord (Massachusetts) durante dos años, dos meses y dos días, de 1845 a 1847. Thoreau quiso así “vivir deliberadamente”, despojado de cuanto no fuera “los hechos esenciales de la vida”. A la vez, aspiraba a que con su ejemplo, también otros despertaran a una vida más pura.
Estaría equivocado quien leyera Walden (1) como un tratado de filosofía, como un ensayo de teología natural, como un diario, como una teoría económica o como un libro de espiritualidad. Es todas estas cosas, y no es ninguna de ellas. Según explica el filósofo estadounidense Stanley Cavell en su comentario a esta obra (2), Walden “fue escrito, por decirlo así, en un momento prefilosófico de su cultura, un momento primitivo en comparación con la profesionalización de la filosofía, cuando la filosofía, la literatura y la teología (y la política y la economía) aún no se habían aislado unas de otras”. Podría decirse que se trata de un “ensayo” en sentido estricto, ya que el autor no está ensayando algo, sino que se está ensayando a sí mismo; está reflexionando sobre su experiencia al tiempo que la vive.
La “espiritualidad del más acá” que impregna las reflexiones de “Walden” tiene una fuerza innegable: su llamada a la sencillez y a la pureza moral sigue golpeando a los lectores de hoy
“No pretendo escribir una oda al abatimiento, sino jactarme con tanto brío como el gallo encaramado a su palo por la mañana, aunque solo sea para despertar a mis vecinos”. Como apuntan Javier Alcoriza y Antonio Lastra (3), traductores de Thoreau, estas palabras con las que el autor introducía su ensayo nos dan una pista sobre cuál es la mejor actitud para leerlo: “como si escucháramos al gallo de la mañana”. Ciertamente, Walden no tiene fecha de caducidad. El lector de ahora se sentirá tan interpelado como el de entonces frente a este revulsivo contra el peligro de caer en una vida mediocre: “La mayoría de los hombres, incluso en este país relativamente libre, por mera ignorancia y error, está tan ocupada con los cuidados ficticios y las labores superfluamente groseras de la vida, que no puede recoger sus mejores frutos”, advertía Thoreau.
El redescubrimiento de América
Al mismo tiempo, resulta imposible una lectura de Walden al margen de la cultura estadounidense. Thoreau comenzó su vida en los bosques el 4 de julio de 1845, aniversario del Día de la Independencia, simbolizando con este gesto elocuente su voluntad de emular a sus antepasados y resucitar los principios morales que habían conducido a la fundación de los Estados Unidos.
“Si América se descubrió y se perdió una vez, como muchos de nosotros creemos, ¿por qué no dos?”, escribía el pensador de Concord en Cape Cod, libro publicado después de su muerte. Thoreau consideraba necesario volver a descubrir “la única América verdadera”; no tanto como territorio, sino como ideal que había impulsado en el siglo XVII a varias oleadas de puritanos –víctimas de una persecución religiosa en Europa– a abandonar su tierra y hacerse a la mar en busca de una Nueva Jerusalén. En la época de Thoreau, “el propósito reformador de la religión que había guiado a la primera Gran Migración se había desvanecido”, señalan Alcoriza y Lastra. En cierto modo, Thoreau presentaba su peculiar epopeya como un último intento de dar cumplimiento a las promesas de los primeros colonos.
Algo similar habían intentado, dos siglos antes, los ingleses John Milton y John Bunyan con El paraíso perdido (1667) y El progreso del peregrino (1678), respectivamente, dos poemas épicos sobre la caída y redención del hombre. Según explica Cavell, tanto estos dos largos poemas como Walden son “libros heroicos”: buscaban contar a sus lectores una epopeya moderna que pudiera medirse con las de Homero y Virgilio y que, a la vez, fuera para ellos una renovada instrucción en los ideales fundacionales de la nación.
Walden y la tradición bíblica
¿Qué hay de heroico en el hecho de construir una cabaña en los bosques y vivir allí observando la laguna, plantando habichuelas o conversando con las aves? Si bien Thoreau encarnaba el ideal del héroe romántico, en su anhelo de soledad y comunión con la naturaleza, hay aquí algo más: su vida retirada fue “una versión de lo que los congregacionalistas puritanos llamaban un miembro visible de la congregación de la Iglesia: un santo visible”, indica Cavell. En la tradición puritana, el “santo visible” era aquel hombre cuya rectitud moral aparecía como un ejemplo patente a los ojos de la comunidad. Este es el ideal que quiso encarnar Thoreau, y por ello se presenta a sí mismo como “el gallo encaramado a su palo por la mañana”, para ser observado y escuchado por sus vecinos.
“Walden” buscaba contar a sus lectores una epopeya moderna que pudiera medirse con las de Homero y Virgilio y que, a la vez, fuera una renovada instrucción en los ideales de la nación
En este sentido, tampoco es posible una lectura de Walden que no tenga en cuenta los referentes bíblicos que llenan esta obra, heredera del puritanismo americano. En opinión de Cavell, el autor parece haber escrito un texto sagrado y, por este motivo, emplea “una forma que comprende la creación, la caída, el juicio, la redención”. Además, su retórica es la propia de las llamadas “jeremiadas” –sermones que lamentaban la decadencia moral de los colonos americanos– y, a su vez, de algunos pasajes bíblicos de Jeremías o Ezequiel, donde los profetas reprochan a los israelitas su dureza de corazón.
Una espiritualidad sin Dios
La tercera clave para leer el ensayo de Thoreau es la corriente de pensamiento en la que se inscribe, conocida como el “trascendentalismo americano”. Según apuntaba el crítico literario R.W.B. Lewis en su obra clásica The American Adam (4), el trascendentalismo fue “un puritanismo del revés” o, en otras palabras, un puritanismo secularizado. Abanderado por escritores como Ralph Waldo Emerson o el propio Thoreau, este movimiento promovía una renovación espiritual que tomaba muchos elementos del puritanismo, aunque con una importante salvedad: se trataba de un cristianismo sin Cristo, una religión desprovista de realidades trascendentes, apoyada en la comunión con la naturaleza y en la instauración del “reino de la poesía”, en palabras de Thoreau. A este respecto, Walden se descubre también como heredera de religiones orientales como el budismo o el hinduismo: “El agua pura de Walden se mezcla con el agua sagrada del Ganges”.
“No pretendo escribir una oda al abatimiento, sino jactarme con tanto brío como el gallo encaramado a su palo por la mañana, aunque solo sea para despertar a mis vecinos” (Thoreau)
Se entiende, a la luz de lo dicho, la insistencia de Walden en despertar y abrir los ojos al mundo que nos rodea, pues es ahí donde –a tenor de Thoreau– se esconde la eternidad: “Los hombres consideran la verdad remota, en las afueras del sistema, tras la estrella más lejana, antes de Adán y después del último hombre. En la eternidad hay, en efecto, algo verdadero y sublime. Pero todos estos tiempos y lugares y ocasiones están aquí y ahora”, escribe. En cualquier caso, la “espiritualidad del más acá” que impregna las reflexiones de Walden tiene una fuerza innegable. Su llamada a la sencillez y a la pureza moral sigue golpeando a los lectores de hoy: “Conforme simplificáramos nuestra vida, las leyes del universo parecerían menos complejas y la soledad ya no sería soledad, ni pobreza la pobreza, ni debilidad la debilidad”.
Así, desde el relato de cómo construyó su cabaña en los bosques, pasando por los sugerentes capítulos en torno a los beneficios de la lectura o la vecindad con los animales del bosque, hasta el clímax de la obra sobre la llegada de la primavera, las páginas de Walden recogen inquietudes y esperanzas plenamente actuales, que ayudan a comprender algunas utopías surgidas en nuestra época como protesta contra una sociedad espiritualmente adormecida.