En los debates sobre la presencia de la religión en la vida pública se invocan a menudo palabras a las que se atribuye un significado que en su origen no tienen. Con la idea de relegar la religión a la vida privada, se da por supuesto que tales términos solo pueden ser entendidos de un modo que justifica esa pretensión. Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, aborda algunos de estos términos en un artículo publicado en un número de la revista Persona y Derecho dedicado a «Laicidad y laicismo» (1).
Confesionalidad
Se entiende por Estado confesional aquel que se vincula a determinado credo religioso, comprometiéndose a trasladar al orden civil sus exigencias sociales y políticas tal como sean expresadas por la jerarquía correspondiente. La historia constitucional española suscribe tal confesionalidad hasta 1978, con el único paréntesis de la II República; salvo el ocasional reconocimiento de libertad religiosa a los extranjeros, haciendo extensivo dicho trato a los españoles no católicos, en la de 1869.
Expresión arquetípica de dicha confesionalidad fueron las Leyes Fundamentales del franquismo; ello llevó al Estado español a promulgar tardíamente una ley de libertad religiosa, en confesada obediencia a la doctrina establecida por el Concilio Vaticano II al respecto.
La afirmación con que arranca el artículo 16.3 de la Constitución española (CE) -«Ninguna confesión tendrá carácter estatal»- establece una neta aconfesionalidad.
Se utiliza, sin embargo, en ocasiones el término «confesional» de modo mucho más amplio y genérico. Se califica en estos casos como tal a toda medida de los poderes públicos que suscriba contenidos ético-materiales de raíz ideológica o religiosa. Esto -aparte de hacer más complicado el debate- podría invitar a dar por hecha la posibilidad de que existan medidas de los poderes públicos que, por su neutralidad, no asumirían contenido ético-material alguno; lo que resulta difícilmente imaginable.
Se va aún más allá cuando se rechaza una «confesionalidad sociológica», entendida como el fáctico reflejo social de las propuestas de determinadas confesiones. En clave laicista, llega a afirmarse que no basta con que los poderes públicos guarden una exquisita separación respecto a las confesiones religiosas, sino que habrían de mantenerse también separados de la sociedad en la medida en que ésta refleje connotaciones religiosas. La presencia de autoridades en actos públicos de carácter religioso se convierte en el «test» más socorrido al respecto. Esta separación entre Estado y sociedad parece desafiar los más elementales principios de la democracia liberal.
Convicciones
La afirmación de que no cabe «imponer las propias convicciones a los demás» ha demostrado en el escenario español una peculiar contundencia argumental no exenta de algún que otro estrabismo. Cuando se habla de «convicciones» parece pensarse de inmediato en los creyentes (sobre todo en los católicos, que multiplican por veintisiete el porcentaje del resto de las confesiones). Ello encierra una doble tesis realmente sorprendente: los no creyentes serían ciudadanos sin conviciones; de ahí que se dé por hecho que no pueden imponerlas. Como consecuencia, precisamente por no estar convencidos de nada, su opinión debería ser decisiva a la hora de establecer un consenso democrático. Al margen de toda neutralidad, ese presunto cero en convicciones se sitúa a la derecha, multiplicando así el valor de sus propuestas.
Dentro ya de este simpático juego, no faltará una auténtica caza de brujas contra todo aquel del que quepa sospechar que está más convencido de la cuenta. Se atenta así a la laicidad, dando por hecho que sus opiniones no son sino el trasunto de los dictados de una jerarquía eclesiástica de la que, al parecer, estaría prisionero. Estas actitudes inquisitoriales convierten en la práctica en papel mojado el mandato del artículo 16.2 CE: «Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias».
Tal intento de convertir a los creyentes en ciudadanos de segunda categoría no dejaría de ser una curiosa anécdota, si no fuera porque parece acabar siendo interiorizado por sus presuntas víctimas. Aunque suele atribuirse a propósitos laicistas de determinados ambientes políticos y culturales dicha situación, pienso que ésta se alimenta sobre todo de un laicismo autoasumido. No son pocos en España los católicos que parecen convencidos de que llevar al ámbito público planteamientos acordes con sus propias convicciones equivaldría a pretender imponerlas a los demás; el resultado no puede resultar más pintoresco: acaban dejando que sean las de los demás las que se impongan en el ámbito público, e incluso colaboran explícitamente a que así ocurra. Arquetípico al respecto es la piedra filosofal para, temiendo ser considerado de derechas, parecer de «centro»: suscribir lo que sobre el particular diga la izquierda; pues qué bien…
Ética civil
El intento de solventar el transvase de convicciones al ámbito público mediante la distinción entre la esfera de lo privado, donde cada cual podría actuar con arreglo al concepto material de lo bueno al que convencidamente se adhiera, y otro público, meramente formal y procedimental y ajeno en consecuencia a dichos aspectos, está condenado al fracaso.
No resulta, por una parte, concebible una regulación de la convivencia social meramente procedimental, al resultar inviable toda neutralidad ante determinados dilemas; por otra, la misma definición de qué debería o no ser objeto de privada decisión (en defensa de la intimidad) y qué de dictamen público (en garantía del bien común) obliga ya a plantear con toda radicalidad un debate sobre lo que se considere o no bueno; por más que se lo pretenda transvasar a otros términos de alcance presuntamente más formal como «correcto» o «coherente».
Como consecuencia, el establecimiento de una ética civil, que cobrará en su dimensión jurídica una relevancia particularmente vinculante, obliga a trasladar a lo público planteamientos éticos «comprehensivos» e impide el enclaustramiento en lo privado que propone el laicismo. Dicho traslado, para resultar convincente, ha de apoyarse en una argumentación compartible de modo general. Adivinar que junto a dichos argumentos, e incluso con mayor relevancia para el que los esgrime, juegan motivaciones de orden religioso resulta absolutamente irrelevante; salvo que se pretendiera emprender una caza de brujas incompatible con el veto a prácticas inquisitoriales que recoge el artículo 16.2 CE.
Particularmente improcedente resulta esta actitud cuando se pretende descalificar popuestas de ciudadanos católicos, dado que su religión asume la existencia de una ética (privada y pública) natural y racionalmente cognoscible, sin necesidad de recurso a lo sobrenatural. Algunos, no obstante, aducirán que tal ética o derecho natural no es sino un elemento religioso más sin mayor fundamento in re. Quien así argumenta se muestra sorprendentemente convencido de que él sí sabe qué posturas podrían contar con tal fundamento. Sería la paradójica postura del llamado «positivismo jurídico» en no pocas de sus versiones.
Desde esta perspectiva positivista, la propuesta de que se imparta en la escuela una «Ética de la ciudadanía» obligatoria para todos, sustraída a la libre elección de los padres garantizada para los aspectos morales por el artículo 27.3 CE, lleva a un círculo vicioso. O bien existe una ética objetiva racionalmente cognoscible, que permitiría una impartición neutra ajena al concepto de lo bueno de quien la imparte, y su posible imposición a quien defendiera subjetivamente otra; o bien sólo hay opiniones subjetivas que impedirían generalizar dicha enseñanza o convertirían en una auténtica ruleta rusa el contenido doctrinal que, al margen de la opinión de sus padres, el alumno acabaría recibiendo.
Sólo un iusnaturalista -confeso o no- podría en consecuencia formular de modo coherente una propuesta de ese tipo. (…)
Igualdad
Principio particularmente invocado a la hora de denunciar presuntas discriminaciones de las confesiones minoritarias, como consecuencia de la cooperación encomendada a los poderes públicos.
Se trata de uno de los aspectos en los que la equiparación de la libertad religiosa con la ideológica resulta más expresiva. Así, por ejemplo, las apelaciones a la «igualdad religiosa» habrían de entenderse de forma similar a posibles apelaciones a la «igualdad ideológica»; o sea, que resultarían ininteligibles. No hay noticia de que nadie, invocando tal igualdad, haya propuesto que todos los partidos políticos reciban idéntico apoyo de los poderes públicos, sea cual sea el número de votos obtenidos; ni menos aún preconice una «acción positiva» destinada a equilibrar sus resultados. Tampoco se ha considerado inconstitucional el peculiar tratamiento otorgado en nuestro sistema a los sindicatos «más representativos».
La existencia de discriminación no se identifica, como es bien sabido, con la mera desigualdad fáctica; exige la inexistencia de «fundamento objetivo y razonable». En este caso el fundamento existe y aparece de modo expreso en el propio texto del artículo 16.3 CE. Por más que se invoque la neutralidad del Estado, no cabe pretender que la acción de los poderes públicos tenga una repercusión uniforme en todos los individuos o grupos.
Tal pretensión es, por el contrario, típica del originario laicismo revolucionario, que considera como una amenaza para la igualdad la existencia de grupos intermedios entre los individuos y el Estado. Al ser las confesiones religiosas uno de los más consistentes, se establece su obligada reclusión en el privado claustro familiar y su expulsión del ámbito de lo público. Expresión arquetípica de ello es la polémica prohibición de que escolares o profesores puedan exhibir signos religiosos. (…)
Laicidad
Frente a la propensión del laicismo a identificar lo laico con la ausencia de todo elemento religioso en la vida pública, se ha planteado la conveniencia de dar paso a una «laicidad positiva» (o «en positivo», de acuerdo con la jerga política en vigor). No ha dejado de afirmarse que la laicidad fue una creación cristiana. Frente a la habitual identificación precristiana de religión y poder político, el «dad al César lo que es del César…» o la renuncia a constituirse en juez en un conflicto privado marca un ámbito de juego en el que la jerarquía eclesiástica renuncia a intervenir. En tal sentido, la obsesión del laicismo por extremar drásticamente la separación entre el Estado y lo religioso sería -en términos chestertonianos- una idea cristiana que se ha vuelto loca.
Se ha recurrido con frecuencia a la etimología para intentar clarificar en qué estribaría la laicidad. Laico se opone obviamente a clérigo. Limitarse a constatarlo podría ser doblemente equívoco: porque parece remitirse a un dualismo intraeclesial civilmente irrelevante, y porque parece excluirse la posibilidad de que un clérigo pueda ejercer esa laicidad positiva actuando con «mentalidad laical». Del parentesco de laico con «lego» deriva en algunas lenguas su equiparación con «profano», utilizado con frecuencia para caracterizar al no especialista en determinado saber o arte. La combinación de estos elementos invita a remontarse a la raíz etimológica griega: laos, entendido como pueblo, pero en un sentido peculiar que lo diferencia del demos. Alude al ciudadano de a pie, ajeno a toda estructura institucional civil o religiosa, por lo que se verá inicialmente traducido al latín no como laicus sino como plebeius.
Desde esta perspectiva la laicidad consistirá precisamente en «tener en cuenta las creencias religiosas» de los ciudadanos de a pie, en vez de convertirlos -«clericalmente»- en meros receptores de los mandatos que por partida doble recibirán de las instancias institucionales civiles y religiosas. Esta «laicidad positiva» sitúa en primer plano el ejercicio por el ciudadano de su derecho individual a la libertad religiosa y no una añeja «cuestión religiosa» consistente en ver si Estado e Iglesia se ponen de una vez de acuerdo. Las confesiones religiosas dejan de protagonizar con el Estado el escenario, para convertirse en medios eficaces para que los ciudadanos puedan vivir privada y públicamente con arreglo a sus convicciones.
El laicismo, lejos de suscribir esta laicidad positiva, aparece a su luz paradójicamente como un fenómeno típicamente «clerical». La solución que el Estado da a su relación con la religión -una obligada neutralidad- se la impone en el ámbito público a los ciudadanos, que sólo podrán ejercer una religión intimista y hogareña. El cuius regio eius religio del regalismo moderno acaba desembocando en un cuius regio eius non-religio iconoclasta, que limpia el foro civil de todo vestigio o símbolo religioso; sobre todo, cuando el ciudadano de a pie se deja avasallar…
La laicidad positiva aparece plasmada en el artículo 16.3 CE como una «laicidad por atención», que ordena que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española». Su inmediata consecuencia será el principio de cooperación: «y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Esa atención justificará, por ejemplo, que sin perjuicio de respetar la voluntaria asistencia de sus integrantes (fruto de la dimensión «negativa» de la libertad religiosa), las Fuerzas Armadas puedan no sólo participar sino incluso organizar actos de contenido religioso en reflejo de las creencias de la sociedad.
Laicismo
Presunto propietario del término Estado laico. Propone una drástica separación entre los poderes públicos y cualquier elemento de orden religioso. Concibe en consecuencia el ámbito civil como absolutamente ajeno a la influencia de lo religioso. En ello influye un concepto totalitario de la sociedad, a la que considera exhaustivamente sometida a control político, considerando ilegítimas cualquier otro tipo de influencias, que serán rechazados como intrusos poderes fácticos. Suele, sin embargo, hacerlo compatible con una notoria ceguera respecto al papel de lo económico dentro de este panorama.
Como heredero de la revolución que puso fin al Antiguo Régimen, reacciona defensivamente ante un posible renacimiento estamental de lo eclesiástico. No ve en la religión un ámbito de ejercicio de libertades públicas de los ciudadanos históricamente prioritario; la religión se ve identificada con la jerarquía eclesiástica, sospechosa siempre de pretender recuperar poderes perdidos en el ámbito público.
Esta misma óptica estamental le lleva a ver en lo religioso un factor de división y desigualdad que fracturaría el concepto mismo de «ciudadanía». De ahí que entienda la escuela como una catequesis alternativa, de la que toda referencia religiosa debe ser excluida. Le asigna como cometido fundamental la impartición de una «ética civil», que sustituya la dimensión pública de las éticas confesionales. Ello es radicalmente contradictorio con «el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (artículo 27.3 CE).
Al erigise en indiscutible planteamiento único del papel (nulo) de lo religioso en la sociedad, acaba convirtiéndose en una doctrina confesional obligatoria para todo ciudadano, blindada de modo fundamentalista a cualquier posible alternativa; la posible dimensión pública de lo religioso queda sustraída a todo debate plural. El ciudadano cuando sale a la calle, concebida como templo civil, ha de mostrar una respetuosa inhibición en todo aquello que pueda sonar a religioso; se identificará con cálido fervor con la liturgia sustitutiva que vaya improvisándose al efecto. No se excluye que puedan cumplir tal papel manifestaciones tradicionales de origen religioso, siempre que se las recicle ostensiblemente como mera manifestación cultural.
Tolerancia
La defensa de la tolerancia como virtud cívica aparece históricamente unida al repudio de toda «guerra de religión». Se convirtió en el eje de una actitud precavida ante una apelación a los «derechos de la verdad», que podría llevar consigo un retroceso de derechos individuales tan básicos como el libre pensamiento, la libertad de expresión o la misma libertad religiosa. Esa tensión entre verdad y tolerancia vincula a ésta en su punto de arranque con la actitud de rechazo provocada por aquello que se considera teóricamente falso o éticamente negativo. La tolerancia lleva a matizarla con la entrada en escena del respeto a la dignidad personal. Ésta no desaparecería en quien se hallase en el error, ni en quien suscribiera prácticas que, aun siendo rechazables, no sobrepasen la frontera de lo intolerable.
Hoy se ha hecho frecuente que, de modo tan entusiasta como ajeno a la génesis del concepto, se pretenda replantear la tolerancia de modo más «positivo». Se habla de lo tolerado como si no fuera falso ni malo sino todo lo contrario; con ello sólo se consigue ignorar perturbadoramente la frontera entre tolerancia y reconocimiento de derechos. Cualquiera que se comporte de modo positivo, apoyado en un justo título, lejos de merecer una actitud tolerante está en condiciones de exigir que se le reconozca su derecho a hacerlo. Parece obvio que la religión constituye un «bien jurídico»; no se entendería en caso contrario que su ejercicio se erija en objeto de un derecho fundamental. Al ignorarlo, se la convierte en mero objeto de tolerancia. A la vez, esa tolerancia pretendidamente «positiva» acaba convirtiendo en justo lo rechazable, hasta erigirlo novedosamente en título para exigir un derecho; así acaba de ocurrir entre nosotros, dando paso al llamado matrimonio homosexual.
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(1) «Un Estado laico. Apuntes para un léxico argumental, a modo de introducción». En Persona y Derecho, n.º 53, 2005.