En la provincia canadiense de Ontario, los jueces tienen que decidir si se puede prohibir a la Iglesia católica excluir a un ministro homosexual o a un profesor no católico. Hacerlo sería contrario a la libertad religiosa y a la separación entre Iglesia y Estado, sostiene Brian Lilley en el Examiner (12-09-2009).
Lilley comenta dos pleitos por supuesta discriminación contra instituciones católicas, presentados ante el Tribunal de Derechos Humanos de Ontario. Uno es de un acólito homosexual destituido por Mons. Nicola De Angelis, obispo de Peterborough. El otro es de un profesor que pidió empleo en una escuela católica y no se lo dieron por no ser católico. Ambas demandas, dice Lilley, “deberían ser rechazadas, y ni siquiera se debería haberlas admitido a trámite. (…) Son intentos de burlarse de la libertad religiosa, definida como derecho fundamental y asegurada en la Carta de Derechos y Libertades de Canadá”.
El artículo trae una cita de una reciente carta pastoral de Mons. De Angelis que, dice el comentarista, expresa muy bien por qué el obispo tiene razón: “No alcanzo a entender cómo los poderes civiles y organismos oficiales podrían creerse en el derecho de decir a la Iglesia que se equivoca en sus normas y reglamentos internos, aunque estos hayan regido y conformado la vida de la Iglesia durante los últimos dos mil años. Pero eso es lo que afrontamos hoy. Si el Tribunal de Derechos Humanos decidiera injerirse en el gobierno de la Iglesia, resultaría sumamente escandaloso. El tribunal no tiene autoridad para constituirse en árbitro en materia de ley canónica”.
El querellante, Jim Corcoran, alega que él y el hombre con quien vive desde hace mucho tiempo viven la castidad, en conformidad con la doctrina de la Iglesia, que es un católico fiel y que su obispo le despidió por ser homosexual. “Ahora bien, aunque la Iglesia en efecto hubiera despedido a Corcoran por ser homosexual -comenta Lilley-, el Estado no tiene nada que decir sobre este asunto. Permitir que un organismo de derechos humanos dicte el funcionamiento interno de una Iglesia, sería tan contrario a la separación de la Iglesia y el Estado como permitir a Mons. De Angelis dictar la política social o entregarle el control del presupuesto provincial”.
Por eso, dice Lilley, la demanda cae fuera de la competencia de los tribunales civiles. Como la doctrina católica condena la discriminación contra los homosexuales, según se lee en el Catecismo de la Iglesia católica (nn. 2.357-2.359), “si Corcoran quisiera ser el católico fiel que no deja de decir a los periodistas que es, retiraría la querella del Tribunal de Derechos Humanos y la llevaría a los tribunales de la propia Iglesia”.
El segundo caso es de un licenciado en magisterio llamado Jesse Lloyd, que hace dos años pidió empleo de profesor al Consejo Escolar Católico del Distrito de Wellington. Su solicitud no incluía la acostumbrada carta de un sacerdote que atestiguara la condición de buen católico de Lloyd, pues este no es católico y ni siquiera muy creyente, según él mismo dice.
El Consejo Escolar hace dos alegaciones en su defensa. Primera, que Lloyd no estaba cualificado para el puesto al que aspiraba, y segunda, que ellos están en su derecho de contratar solo a profesores católicos.
En efecto, comenta Lilley, “las escuelas católicas, para ser católicas necesitan profesores católicos”. Y añade que “la Ley de Educación de Ontario da a los consejos escolares poderes en la contratación de personal docente y en todas las cuestiones religiosas sin interferencia del Ministerio de Educación”. Si se prohíbe a las escuelas católicas dar preferencia a los profesores católicos, eso supondría “matar el sistema escolar católico haciéndolo desangrarse lentamente”.