Discutir sobre el islam, sin velos

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Una vez más, el velo «islámico» es motivo de polémica, ahora en Gran Bretaña. «The Economist» (21 octubre 2006) propone aprovechar ocasiones como esta para debatir honestamente el problema de la integración de los musulmanes en Europa.

«The Economist» se refiere a los comentarios de Jack Straw, ministro encargado de relaciones con los Comunes, contra el uso del velo que iniciaron la presente polémica, y recuerda que en 1999 el mismo Straw, a la sazón ministro del Interior, provocó otra con unas declaraciones sobre la delincuencia entre gitanos. «Estos episodios -dice la revista- muestran no que Straw es hostil a las minorías (no lo es), sino que en Europa cualquier debate sobre derechos de las minorías pronto degenera en una pelea entre sedicentes líderes de comunidades, organismos públicos, la policía, los tribunales y la ley. Tal vez sea difícil conciliar el islam militante con la Europa secular. Pero los europeos han fomentado una cultura, un sistema legal y unas instituciones que cohíben el debate público, de modo que resulta difícil discutir honestamente el asunto».

En opinión de Gerard Alexander (American Enterprise Institute), todo empezó con las leyes contra la negación del Holocausto. En su origen, estaban pensadas para las particulares circunstancias de Alemania y Austria, donde quizá pudieron estar justificadas en su día -dice «The Economist»- para reprimir la propaganda pro-nazi. Pero en ninguno de los dos países hay que temer un resurgir del nazismo, y menos en otros -como Francia o Bélgica- que han aprobado leyes semejantes. La reciente votación en la Asamblea Nacional Francesa a favor de un proyecto de ley que define como delito negar que hubo un genocidio contra los armenios en Turquía es un ejemplo de generalización de una medida originalmente concebida para una situación particular. Aunque el proyecto apenas tiene posibilidades de salir adelante y es, por lo demás, superfluo, pues ya en 1990 se reformó la ley francesa contra la negación del Holocausto para extenderla a todos los crímenes contra la humanidad. En aplicación de esa reforma, en 1995 un tribunal de París condenó al historiador norteamericano Bernard Lewis por haber declarado a «Le Monde» en 1993 que la matanza de armenios no fue genocidio.

Así, no es extraño que en la polémica a propósito de las caricaturas de Mahoma, algunos musulmanes invocaran las leyes contra la negación del Holocausto para pedir que también fuera delito insultar al Profeta.

Esas leyes y las que condenan la incitación al odio se aprobaron pensando en combatir a racistas y xenófobos; pero de hecho caen también sobre quienes no lo son. Ejemplos son. además de Bernard Lewis, la hace poco fallecida periodista italiana Oriana Fallaci, que estaba encausada por sus contundentes críticas al islam, o el diario «Le Monde», condenado el año pasado bajo acusación de incitar al odio contra los judíos. Para «The Economist», «tales querellas no frenan a los racistas: frenan la libertad de expresión».

«El resultado es una extraña combinación, por la que Europa a la vez suprime pero también radicaliza su debate en torno al islam. Actos de autocensura coexisten con discusiones encendidas. En España, las fiestas populares de moros y cristianos eliminan representaciones medievales de Mahoma, y la Ópera de Berlín cancela una producción por miedo a represalias islamistas. Pero al mismo tiempo, los extremistas explotan la polémica sobre el velo en Gran Bretaña o sobre la alusión del Papa a un emperador bizantino del siglo XIV». «The Economist» recomienda no sofocar el debate, porque «es difícil integrar a los musulmanes en la sociedad europea; restringir la libre expresión lo hace aun más difícil».

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