Carta de Juan Pablo II a los artistas
Con fecha del domingo de Resurrección, el Papa acaba de publicar una Carta dirigida a los artistas. Había hablado del arte anteriormente, en 1994, con motivo de la inauguración de los frescos de la Capilla Sixtina que, tras ser restaurados, habían recuperado su luz y color originales. Avalado por su experiencia como poeta, actor y escritor de teatro, Juan Pablo II se mete en los entresijos del mundo artístico, y habla del arte del pasado y del futuro.
Es un hecho, comienza diciendo el Papa, que el cristianismo, con mayor o menor fortuna, se ha aliado con el arte. Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha necesitado de los artistas para el anuncio del Evangelio. Los primeros símbolos de la Eucaristía -el pan y los peces-, las basílicas, la poesía de los himnos y oraciones, el canto gregoriano, son tan sólo algunos ejemplos precoces de esta fecunda colaboración entre arte y fe. La Iglesia nunca ha despreciado la palabra y la imagen, la música y la materia para difundir su mensaje. Lo contrario supondría incluso caer en una herejía: la de los iconoclastas (cfr. n. 7).
Evangelio hecho cultura
En la Edad Media el arte quedó perfectamente integrado en la cultura cristiana. Mientras en Oriente los iconos mostraban el rostro inefable de Dios, en Occidente surgían distintos estilos artísticos, como el románico y el gótico. La fe, el arte y la geometría se aliaban para construir las catedrales. «Una entera cultura, aunque siempre con las limitaciones propias de lo humano, se impregnó del Evangelio y, cuando el pensamiento teológico producía la Summa de santo Tomás, el arte de las iglesias doblegaba la materia a la adoración del misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía componer el poema sacro, en el que han dejado sus huellas el cielo y la tierra, como él mismo llamaba a la Divina Comedia» (n. 8).
El Humanismo y el Renacimiento serán también buenos colaboradores del cristianismo. Buena muestra de ello es la obra de Miguel Ángel, Rafael, Bramante, Bernini y Borromini -entre otros- en el ámbito de la arquitectura y las artes plásticas; o Palestrina y Victoria en la música, por citar únicamente algunos ejemplos. Pero no sólo se presentarán obras de arte cristianas en el ámbito del arte sacro y religioso; también parte de la cultura renacentista queda de nuevo impregnada por el espíritu cristiano. «Baste pensar en el modo en que Miguel Ángel expresa, en sus pinturas y esculturas, la belleza del cuerpo humano» (n. 9).
La separación
Sin embargo, no escapa al lector de esta Carta que, en este recorrido histórico sobre la colaboración entre la fe y el arte, queda un gran vacío, un largo silencio. Surgen dudas. ¿Será el barroco también un arte cristiano? ¿Por qué aparecen menos artistas cristianos en el Siglo de las Luces, en el romanticismo y en el realismo? ¿Qué decir de las vanguardias de este siglo o de la situación actual del arte? El Papa sale al paso de nuestras dudas: «Es cierto, sin embargo, que en la edad moderna, junto a este humanismo cristiano que ha seguido produciendo significativas obras de arte, se ha ido también afirmando un humanismo caracterizado por la ausencia de Dios, y con frecuencia por la oposición a Él». Sin embargo, «incluso en las condiciones de mayor despego hacia la Iglesia, el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa» (n. 10).
El arte se ha separado de la Iglesia, y viceversa. Surge ahora una iconoclasia no deseada, y el mejor arte no se encontrará en las iglesias, y ni siquiera estará impregnado por el espíritu cristiano. Parece como si, a veces, en el arte hubiera muerto Dios. A pesar de todo, la Iglesia -como en tiempos pasados- sigue necesitando de los artistas, y Juan Pablo II hace un llamamiento a todos ellos: pintores y escultores, arquitectos y músicos, poetas y escritores, actores y cineastas, y tantos otros (cfr. n. 12). «Con esta carta -sigue diciendo Juan Pablo II- me dirijo a vosotros, artistas del mundo entero, para confirmaros mi estima y para contribuir a reanudar una más provechosa cooperación entre el arte y la Iglesia» (n. 14).
Pero además, sostiene el Papa, el arte necesita de la Iglesia. No sólo como fuente de mecenazgo o de inspiración de sus obras, sino para hacer un arte mejor. «¿No es acaso en el ámbito religioso donde se plantean las más importantes preguntas personales y se buscan las respuestas existenciales definitivas? (…) ¡Cómo se empobrecería el arte si se abandonara el filón inagotable del Evangelio!» (n. 13). También el artista puede recibir otra inspiración complementaria por medio de la fe; surgiría entonces un arte con doble luz, con más luz todavía.
Arte y persona
Para alcanzar este entendimiento, el Papa establece las bases de una ética, una antropología y una ontología del arte, todas ellas de clara impronta cristiana. Sale a relucir aquí la profunda comprensión que Juan Pablo II tiene del arte, fruto de su vocación de artista y de su método filosófico descriptivo y fenomenológico. A esto se puede añadir el carácter personalista que se aprecia en la Carta. En efecto, al ver una obra de arte, nos encontraremos inevitablemente con el artista y su personalidad. Este no tiene por qué desaparecer en el anonimato, como si de un autor medieval se tratara: «Al modelar una obra el artista se expresa a sí mismo, hasta el punto de que su producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es. Esto se confirma en la historia de la Humanidad, pues el artista, cuando realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por medio de ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad» (n. 2).
Por otro lado, el artista es también un ser privilegiado gracias a su talento artístico, que el Papa relaciona con la parábola evangélica de los talentos (cfr. n. 3). Sin embargo, esto no convierte al artista en un genio aislado. Es uno más, es una persona como tantas otras que forman parte de este mundo. «La sociedad, en efecto, tiene necesidad de artistas, del mismo modo que necesita científicos, técnicos, trabajadores, profesionales, así como tantos testigos de la fe, maestros, padres y madres» (n. 4).
Por tanto, el artista deberá ejercitarse igualmente en el arte de vivir y de educar, como hacen los demás, pues ambas dimensiones -ética y educación- son inherentes al arte, a la persona y a la sociedad. No existe un arte neutro y sin consecuencias (cfr. nn. 2 y 4).
La intuición artística
Después de la antropología y la ética, la ontología. El artista también entiende algo de metafísica, aunque sea a un nivel intuitivo. «Todos los artistas tienen en común la experiencia de la distancia insondable que existe entre la obra salida de sus manos, por lograda que sea, y la perfección fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que logran expresar en lo que pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del esplendor que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu» (n. 6).
El artista, casi siempre, es un enamorado o -por lo menos- un detective de la belleza, como decía un escritor. «El artista vive una relación peculiar con la belleza». Pero esta belleza no podemos aislarla del resto de seres y realidades que pueblan este mundo. «El modo en que el hombre establece la propia relación con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y trabajando» (n. 3). Y el artista no va a ser menos.
Así, a nivel ontológico, el arte y la belleza deben aliarse con el ser y, por tanto, con la verdad y el bien. Poniendo el ejemplo del canto gregoriano -aunque la referencia podría extenderse a otras manifestaciones artísticas-, el Papa escribe: «Lo bello se conjugaba con lo verdadero, para que también a través del arte nuestro ánimo fuera llevado de lo sensible a lo eterno» (n. 7).
Dios en el arte
Y tras una filosofía cristiana, Juan Pablo II nos ofrece una teología del arte. Si Dios es la Belleza y el artista la busca incansablemente, el arte -en última instancia- ha de encontrarse con Dios. En definitiva, el arte sale de Dios, y a Él -si el artista quiere- puede volver. «El Artista divino, con admirable condescendencia, transmite al artista humano un destello de su sabiduría transcendente, llevándolo a compartir su poder creador» (n. 1). Así, he aquí el origen de este gran don que recibe el artista -el talento-, y por tanto la génesis de una obra de arte puede recordar en parte al Génesis, al primer acto creador.
También la Encarnación dará la razón de ser del arte: «Esta manifestación fundamental del Dios-Misterio aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso al nivel de la creación artística. De esto deriva un desarrollo de la belleza que ha encontrado su savia precisamente en el misterio de la Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la Humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto» (n. 5). Belleza, verdad y bien se encuentran de un modo sublime en la persona de Cristo.
El Espíritu Santo -continúa el Papa- también sopla sobre el arte. «El Espíritu es el misterioso artista del universo. En la perspectiva del tercer milenio, quisiera que todos los artistas reciban abundantemente el don de las inspiraciones creativas de las que surge toda verdadera obra de arte». La inspiración divina y la artística pueden estar muy cerca: «En toda creación auténtica hay una cierta vibración de aquel soplo con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación» (n. 15).
Belleza para el tercer milenio
«La belleza salvará el mundo»: con esta frase de Dostoievski (El idiota, III, cap. 5), el Papa quiere resumir el panorama del próximo milenio. «La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo, y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!» (n. 16).
El mundo necesita de la belleza, y el arte debe contribuir a la Redención que Cristo ha obrado. Lógicamente, esto será una tarea que deben llevar a cabo los artistas cristianos: «Os toca a vosotros, hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad que, en Cristo, el mundo ha sido redimido, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera» (n. 14). «La Iglesia espera que, de vuestra colaboración, surja una renovada epifanía de la belleza para nuestro tiempo» (n. 10).
Pablo BlancoPablo Blanco es doctor en Estética y autor de Hacer arte, interpretar el arte (EUNSA, 1998). Cautivados por la belleza
La búsqueda de la belleza es la asignatura pendiente actual, aunque se ansíe más la belleza que la verdad, aparentemente. El nihilismo, racionalismo, relativismo y cinismo parecen haber embotado nuestra capacidad de verdad; pero hay una tremenda receptividad hacia todo lo bello y, por tanto, hacia lo bueno. Hoy día existe gran nostalgia de belleza en nuestro mundo.
Sin embargo, la conquista de la belleza no puede rehabilitar en nosotros la verdad como trascendental metafísico sin que experimentemos una tremenda catarsis personal. La reflexión que se propone para el artista debe hacernos pensar a aquellos que no lo somos, pero que deseamos con la misma fuerza la belleza, el esplendor, el entusiasmo de lo bueno y de lo verdadero. Juan Pablo II repite dos veces una misma cita del poeta polaco Cyprian Norwid, que termina por ilustrar la triple capacidad del ser humano: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir» (nn. 3 y 4).
Necesitamos la belleza. Las escuelas de psicopedagogía y antropología más innovadoras de este siglo han puesto de relieve la necesidad que tiene el ser humano de rodearse de belleza. Subrayan la educación en la belleza como bien necesario y extensible a todo lo referente a la persona, a las relaciones humanas, a su propio hábitat material, a los juegos y el ocio, a la calidad de vida, etc., que son el reflejo más pleno de una verdadera vida, de una vida buena para cualquiera. Dostoievski predijo que «la belleza salvará al mundo».
Vía de acceso al misterio
Juan Pablo II, tras analizar al artista como imagen de Dios creador, menciona de forma bellísima los límites del espíritu creador humano, que no puede plasmar adecuadamente en sus obras la belleza captada en el momento de la inspiración.
La percepción de estos límites llevó a Mozart a desviar la atención sobre una soberbia interpretación suya al piano dando volteretas cómicas, y haciendo ver que el de las cabriolas era el verdadero Wolfgang Amadeus y no el genio de la música; o condujo a Eduardo Chillida a afirmar rotundamente el 20 de marzo de 1994, en su discurso de ingreso en la Academia de las Bellas Artes de San Fernando: «¿No será el arte consecuencia de una necesidad hermosa y difícil que nos conduce a tratar de hacer lo que no sabemos hacer? ¿No será esta necesidad prueba de que el hombre no se considera terminado?». La filósofa María Zambrano apostilla a este respecto: «El arte es un medio de conocimiento y de revelación» (Dictados y sentencias, Edhasa, Barcelona 1999), el artista crea por una certeza interior que le es «regalada».
Federico García Lorca, en una conferencia de 1928 explica el proceso creativo de esta manera: «Imaginación, inspiración, evasión. O sea, los tres grados, las tres etapas que busca y recorre toda obra de arte verdadera, toda historia literaria, en la rueda de finalizar para volver a empezar, y todo poeta consciente del tesoro que maneja por la gracia de Dios». Lo cierto es que si el arte tiene su eje en esa experiencia receptora de lo dado, del dolor de su fluctuación, de algo que trasciende al artista, se podría preguntar entonces: ¿no será eso lo que al mismo tiempo coloca al arte en el centro de nuestras preocupaciones?
Para el creyente, toda forma de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del ser humano y del mundo. La Iglesia necesita y aprecia el arte porque «el arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe (…). En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio» (n. 10).
Patria del alma
Una de las cualidades de lo bello es que fascina, seduce; está dotado de un esplendor propio de lo bello metafísicamente hablando. La Iglesia tiene necesidad del arte en cuanto capaz de manifestar la belleza de Dios: ella «debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. (…) Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha (…), sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio» (n. 12).
Finalmente, Juan Pablo II hace un llamamiento a los/las artistas para redescubrir la dimensión espiritual que ha caracterizado el arte en sus variadísimas expresiones, y no pierde la oportunidad de lanzarles una «carga de profundidad» en forma de pregunta incisiva: la Iglesia necesita del arte, pero el arte ¿tiene necesidad de la Iglesia? Y se explica: «El artista busca siempre el sentido recóndito de las cosas y su ansia es conseguir expresar el mundo de lo inefable. ¿Cómo ignorar, pues, la gran inspiración que le puede venir de esa especie de patria del alma que es la religión?» (n. 13). El conocimiento de Dios enriquece la intuición artística.
En la despedida, Juan Pablo II, con plena confianza en la potencia salvadora de la belleza, se deja llevar del lirismo propio de un artista y desea a todos sus colegas: «Que vuestro arte contribuya a la consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno» (n. 16).
María Molina LeónMaría Molina León es licenciada en Historia del Arte y doctora en Antropología. Presidenta de Arte XXI Mecenazgo Interartístico.