El sacerdote José Ignacio Munilla explica en El Diario Vasco (San Sebastián, 25-IV-98) el sentido teológico que tiene el reconocimiento, por parte de la Iglesia, de errores cometidos por cristianos en el pasado.
Algunos se han sentido decepcionados por el hecho de que la Iglesia haya pedido perdón «por los pecados de sus hijos», en vez de haberlo hecho «por sus propios pecados». Les parece que la fórmula elegida es un mero recurso para escurrir el bulto. Sin embargo, yo creo que su decepción es fruto del desconocimiento de la realidad teológica de la Iglesia y del pecado.
(…) Estrictamente hablando, cada uno es responsable de su propio pecado. Según nos dice la Biblia (cfr. Deuteronomio 24,16), los hijos no cargarán con el pecado de sus padres, ni los padres con el pecado de sus hijos, sino que cada uno cargará con su propio pecado. Por lo tanto, en rigor, en cuanto a la responsabilidad moral se refiere, no cabría pedir perdón por los pecados de los demás. Sin embargo, en la encíclica preparatoria del Jubileo, el Papa percibió que existe un sentido más amplio que el de la culpabilidad directa. En base al dogma de fe de «la comunión de los santos», tenemos también una misteriosa solidaridad en el pecado. Los cristianos formamos una unidad de linaje que supera las barreras de espacio y tiempo. Si la Iglesia fuese una mera asociación de fieles, entonces, desde el punto de vista teológico, carecería de sentido la petición de perdón por los pecados de sus miembros; pero los católicos creemos en la Iglesia como «Pueblo de Dios», más aún, como «Cuerpo Místico de Cristo».
Pues bien, en base a este principio teológico, aunque no seamos estrictamente culpables de lo que otros han hecho, somos responsables de arreglarlo. Es decir, Dios nos concede una vocación especial para restaurar el mal hecho por nuestros hermanos. En esto consiste la gracia del Jubileo y el gran perdón del Año Santo: nos abrimos al don de la misericordia de Dios que quiere curar las heridas producidas por los pecados anteriores (propios y ajenos). No olvidemos que todo pecado, que es siempre personal, tiene una dimensión social. Nuestro pecado es también hijo de pecados pasados, y padre de pecados venideros.
Mención aparte merece la intoxicación que se está produciendo desde algunos círculos teológicos, que han querido ver avalada su postura de oposición al magisterio de la Iglesia católica en el gesto histórico de un Papa que pide perdón por los errores del pasado. Así, se atreven a afirmar que la Iglesia actual vuelve a «hipotecar su futuro» cuando mantiene su magisterio en materia de moral sexual, celibato sacerdotal, estructura jerárquica eclesial, etc; hasta el punto de predecir que está cercano el día en que la Iglesia tendrá que volver a pedir perdón por no haber asumido la «mentalidad moderna».
La intoxicación es clara: el proceso de revisión que Juan Pablo II está llevando a cabo no se refiere a ningún error doctrinal que la Iglesia haya mantenido en el pasado, sino a los pecados personales de sus miembros, entre los que se incluyen los errores de gobierno de la jerarquía. La Iglesia católica tiene la conciencia muy tranquila en cuanto a la doctrina que su magisterio ha predicado. Cuando pide perdón, lo hace porque es consciente de que no siempre hemos puesto en práctica la doctrina predicada.
Por eso, en contra de lo que algunos predicen, es más que posible que en futuras revisiones la Iglesia tenga que pedir perdón por la infidelidad de algunos teólogos y sacerdotes, que están confundiendo al pueblo cristiano, cuando dejan de predicar el magisterio de la Iglesia para predicar sus ideologías.